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Scott Fitzgerald en primera persona

EFE

Madrid —

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Ser artista no tiene sentido, creía F. Scott Fitzgerald, “si uno no puede dar lo mejor de sí”. Él lo intentó, a lo largo de una vida corta -murió con 44 años- y tormentosa, y lo consiguió en “El gran Gatsby”, su gran novela, uno de los grandes títulos de la literatura universal contemporánea.

Scott Fitzgerald dejó constancia escrita de esa reflexión en una carta que tenía por destinatario a uno de sus más incondicionales amigos, el editor Maxwell E. Perkins, lector crítico y consejero fiel, a quien siempre hizo partícipe de sus más íntimos sentimientos y anhelos.

La carta está entre las seleccionadas -algunas de ellas inéditas hasta ahora en español- para figurar en el libro “El arte de perder. Una vida en cartas”, editado por Círculo de Tiza y recién llegado a las librerías.

Cuando Scott Fitzgerald (1896-1940) escribió esa carta tenía 29 años. Ya era rico y famoso, y acababa de publicar “El gran Gatsby”, título que anunciaba, según Martín Schifino, crítico y traductor, además de autor de la introducción del libro, su decadencia como novelista.

Ironías de la vida, “El gran Gatsby”, recibida entonces con poco entusiasmo por críticos y lectores, se convertiría años después, tras la muerte de su autor, en una novela superventas, con tiradas millonarias, éxito que aún hoy permanece intacto.

Cuatro años antes, con 25, quien desde muy joven subió al cielo y bajó a los infiernos, el mismo hombre que luchó “entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedírselo”, le confesaba por escrito al mismo Maxwell Perkins: “estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura”.

Perkins no es el único destinatario de las cartas de quien está considerado uno de los autores más representativos de la Generación Perdida de los alegres años 20 del siglo pasado, la llamada “era del jazz” en un país, los Estados Unidos, que se precipitaba al desastre del gran crack del 29.

Su esposa, Zelda, víctima de una enfermedad mental, “la mujer que se hundió a su lado y más tarde se hundió por su cuenta”, destaca Alejandro Gándara, escritor, profesor y autor del epílogo del libro, y Scottie, la hija de ambos, son las destinatarias de muchas de las cartas incluidas en el libro.

Una correspondencia “por la que corren -dice Gándara- los sentimientos autodestructivos que acompañaron la biografía” del autor de novelas como “A este lado del paraíso”, “Suave es la noche” o “El último magnate”, en la que trabajaba cuando murió y publicada con carácter póstumo, en 1941.

Con 42 años, dos antes de morir solo, acabado, sin amigos, consumido por los excesos del alcohol y abrumado por las deudas, Fitzgerald le escribe a una enferma Zelda: “...no estás casado con un millonario de treinta años, sino con un tipo bastante maltrecho y prematuramente avejentado que no tiene un céntimo, salvo por lo que puede exprimirle a su mente cansada y a su cuerpo enfermo”.

Era un escritor que había ganado fortunas con sus libros y, especialmente, con los relatos y cuentos que publicaba en los más grandes y prestigiosos periódicos y revistas del momento, que se rifaban su pluma. Grandes sumas de dinero que gastaba sin medida en lujos y excesos de todo tipo.

Fitzgerald, sostiene Alejandro Gándara, escribió “unas pocas novelas, verdadera manifestación de la llama que le abrasaba, aunque de calidades distintas, y un sinfín de cuentos y guiones cinematográficos en los que sin duda sobresalió su genio, pero cuyo propósito y espíritu profundo no eran otros que pagar las facturas”. Y las facturas “eran montañas”.

En varios momentos de su vida, en ese afán por “hacer caja” y atraído por esa máquina de hacer dinero que era entonces Hollywood, Scott Fitzgerald se empleó como guionista de los grandes estudios, sin mucha fortuna. Y aunque colaboró brevemente en el guión de “Lo que el viento se llevó”, su único crédito como guionista fue en el filme “Tres camaradas”.

Otros escritores, como Ernest Hemingway, a quien en una misiva fechada el 16 de julio de 1936 ruega que no se “meta” con él “en letra de molde”, Thomas Wolfe o Gertrude Stein intercambiaron correspondencia con Scott Fitzgerald.

Su firma figura en numerosas cartas dirigidas a su agente, Harold Ober, en las que también se habla, y mucho, de dinero, o a la periodista Sheilah Graham, una de las más temidas columnistas de cotilleos del momento, toda una celebridad en Hollywood.

La correspondencia de F. Scott Fitzgerald, concluye Alejandro Gándara, habla de un hombre de gran “intensidad destructiva” -el alcohol y el dinero “son omnipresentes” tanto en su vida como en su obra-, de una existencia que fue “un lamento oscuro de principio a fin”. Y de una obra literaria que “iluminó las prisiones en que vivimos” los seres humanos.

Por M. Muñoz de Ayllón