–¿Qué le dirías a Richard si entrara ahora mismo por la puerta?
–Que todavía me debe 10.000 pavos.
– Yo le diría: “Me violaste”.
Las palabras de Bobby apuñalan la sala, provocan un silencio sepulcral. Los dos señores con los que está reunida bajan la mirada. Avergonzados, hastiados, muy incómodos. La cineasta había entrado minutos antes en el que es despacho de uno de ellos, el director del estudio de Hollywood, para pedir que no reduzca el presupuesto de promoción de su próxima película. En cuanto ve al magnate sentado en su sofá, le reconoce. Coincidieron en una fiesta hace 12 años. 'Esa' fiesta.
El tercer señor presente en la sala es Cameron, su productor. Uno de los tantos hombres que han desarrollado su carrera amparados por la impunidad que otorga el patriarcado y que, tras la irrupción del Me Too, se ha visto obligado a reaprender a pensar, comportarse y escuchar. A ambos les une A Little Death, un largometraje filmado por un realizador francés misógino y conservador, cuyas escenas sexuales son tóxicas, vacías y vergonzosas. Tanto, que la compañía ha decidido contratar a la realizadora para que rehaga el filme y puedan estrenarlo libres de polémica.
Este es el punto de partida de Chivalry, la serie británica creada, escrita y protagonizada por Steve Coogan (Philomena) y Sarah Solemani (Him & Her), que llega este miércoles 12 de septiembre a Filmin. Un título pertinente que mide mucho –y muy inteligentemente– cuánto hacer escocer, supurar y condenar las ampollas que levanta.
Reventar el patriarcado con ira
El primer encuentro entre ambos personajes tiene lugar en el resort en el que se hospeda el controvertido director, Pierre, que les recibe en su habitación en bata, comiendo con la boca llena y bebiendo vino tinto tirado en la cama. “¿A quién te quieres follar, a él o a mi?”, es una de las primeras preguntas que hace a Bobby, cuestionando por qué ha aceptado el encargo de 'arreglar' su película.
También le lanza un dardo a su compañero, al que advierte sobre las consecuencias del impulso de las 'feminazis radicales' que, según él, buscan apoderarse de la industria: “Esta es la muerte del arte y te has subido en una ola de destrucción que te joderá y engullirá”. Hasta le amenaza por las consecuencias que tendrá sobre él mismo. Porque entre ellos son muy conscientes de que el precio a pagar es una pérdida aberrante de privilegios. Y precisamente por ello, le recuerda que tiene información que podría perjudicarle. “Con todo lo que sé de ti”, le recrimina.
No tendrá mucho más tiempo para torpedear el encargo, ya que una muerte repentina le quita enseguida del mapa. Claro que, y he aquí uno de los grandes aciertos de la serie, su muerte solo sirve para poner en evidencia que las dinámicas implantadas por el patriarcado dentro de la industria no dependen de uno o dos nombres. Al contrario, son un mal endémico que ha podido expandirse a sus anchas, con una rapidez y eficiencia con todavía mucho por delante que reparar. Y en el que sacar las vergüenzas funciona como una de las mejores armas.
¿Que la protagonista de la película que produces se quejó de que el director le hacía la vida imposible y no hiciste nada para frenarlo? Pues vas a escuchar mis reproches e insultos rebosantes de ira delante de quien haga falta; incluida la nueva directora a la que acabas de contratar y que todo apunta a que harás por conquistar.
Otro de los cambios en la industria provocados por el Me Too es la introducción obligatoria de la figura del coordinador de intimidad. No es el personaje mejor tratado ni desarrollado en la ficción, pero sí el recelo y rechazo que puede generar alrededor. “Nunca he trabajado con una sexóloga [así se refiere a ella], pero si necesitamos consejos para tener sexo es que la raza humana se irá al garete muy pronto”, apunta Cameron en su llegada al rodaje. Lo mejor, la respuesta de la directora al porqué de su presencia: “Es obligatorio que esté porque los hombres que podían impedir que las mujeres sufrieran abusos, no lo hicieron”.
“Todas hemos sufrido abusos”
Los abusos de poder no tienen género, pese a que se produzcan en su mayoría desde los hombres hacia las mujeres –por eso de que suelen ser ellos quienes lo ostentan–. Chivalry expone la perversión que implica el peaje a pagar por ser mujer y ocupar un alto cargo; a través de una productora ejecutiva que actúa con el mismo poco respeto, infundiendo miedo, imponiendo su criterio y criticando las disidencias. Ella es consciente de lo que le ha costado performar la actitud que tendría un homónimo masculino para llegar a la cima, y siente que sus privilegios están igualmente en juego.
“¡Qué poca profesionalidad!”, es su reacción al enterarse de que Bobby habla sobre la violación de la que fue víctima en su reunión con el director de la compañía. “Yo sufrí abusos, todas sufrimos abusos”, manifiesta tajante dando por hecho que son inevitables y que, por lo tanto, no tendrían que ser motivo de alarma. Se ha de convivir con ellos. Y punto. Sin derramar una maldita lágrima. No porque no quiera, sino porque ha aprendido que no se puede. No sin antes un proceso previo de cambio de personalidad. “De otra forma, lo mejor a lo que podía aspirar es a llevarle el café a algún gilipollas liberal blanco como tú”, defiende a su compañero Cameron.
El amor como aderezo
Pero no todo iba a ser la producción de la película. La serie ahonda igualmente en los quehaceres personales de sus protagonistas. Él, un hombre que sí se permite abrir los ojos a los cambios que se están dando a su alrededor y que, muy poco a poco, es capaz de mirar al mundo dejando de ver al feminismo como una amenaza constante. Ella, una también madre y esposa que intenta compaginar sus vidas laboral y sentimentales, con mayor y menor acierto.
“Me siento constantemente culpable”, pronuncia en un momento determinado sobre una sensación de la que está “harta”. Querría tener un hobby, tiempo para ella misma. No estar obligada a invertir/malgastar tanta energía en demostrar lo que vale. Ni a sus jefes en el trabajo, su pareja, la tutora de su hija pequeña o la persona a la que le compra el pan cada mañana. La serie no condena, dicta sentencia ni protege. No cubre su vulnerabilidad, errores ni virtudes con ninguna prenda. Les expone desnudos, sin miramientos ni condescendencia.
Quizás de lo que sí peca, aunque con ello añade un factor pícaro, que engancha y complace según la escena, es de jugar con el vínculo que se genera entre el productor y la directora. Un tira y afloja con tintes de romance que no siempre sobra, pero que tampoco hacía falta. Sobre todo porque para el camino que él recorre de su mano, reconociendo sus errores y pidiendo disculpa por ellos; no tendría que haber sido requisito el enamoramiento.