Es primavera y estás de sobremesa en el jardín de tu casa, con tus amigos y sus parejas de mediana edad; un montón de hijos corretean por aquí y por allá. En la mesa hay conversaciones cruzadas, olor a carne a la parrilla, griteríos felices, tintinear de copas y charla distendida. Te sientes bien en medio de ese caos familiar y amistoso. Uno de los niños, de cuatro o cinco años, se pone insoportable, pero no te importa porque has bebido y la estás pasando bien. Además no culpas al niño por ser insolente sino a sus padres. Son de esos padres modernos, progres, pacifistas, un poco hippies, que creen que nunca hay que regañar a los hijos, que hay que “dejarlos ser”. Por eso el niño ha salido así: no le han puesto límites.
Entre tus amigos también hay otro, chapado a la antigua, que tiene los valores muy clavados en el siglo XX. Lo miras de reojo, a este otro amigo tuyo, porque sabes que aquel niño maleducado lo está poniendo de los nervios. Sonríes; te gusta mezclar a tu gente para que haya diversidad.
Imagina que estás en ese almuerzo, mirándolo todo, y que eres feliz. Entonces ocurre algo, en un segundo, y tu sensación de paz falsa se va a la mierda. Tu amigo —el chapado a la antigua— se levanta de la mesa, harto del niño revoltoso, y lo zarandea para que se calme, ya que ni la madre ni el padre parecen hacer nada. El niño le responde con una patada en los tobillos. Entonces tu amigo, fuera de sus casillas, le da vuelta la cara al niño de una bofetada—¡slap!— y los padres hippies del crío hacen un escándalo muy bestia, gritan, lloran, quieren llevar a juicio a tu amigo y se van de tu casa dando un portazo.
En el fondo tú piensas que la criatura se estaba mereciendo un correctivo, pero también piensas que nadie tiene por qué pegarle a un niño ajeno. Piensas que la bofetada era necesaria porque el niño era insufrible, pero también has visto cómo lloraba la madre, que además es tu amiga. ¿De qué lado estás? No lo sabes, pero tampoco puedes quedarte al margen porque tu los invitaste a ese almuerzo, tú les cruzaste las vidas.
Así empieza una serie australiana de ocho episodios que está entre las historias más hermosas y complejas que vi en en la mediana edad. Es difícil venir aquí a convencerlos de que una trama basada exclusivamente en la bofetada a un niño pueda ser tan buena. Pero lo es. Son ocho horas de una intensidad humana increíble.
The Slap, una gran desconocida
The SlapGenera un poco de decepción comprender que algo tan bueno sea, al mismo tiempo, una obra tan ausente en español. Tal vez por ser una serie australiana, pero sobre todo porque no pertenece a la industria tradicional, de la que nos bombardean información todo el tiempo. Mientras hacía este resumen, descubrí que esta serie ni siquiera tiene una entrada en la Wikipedia vernácula.
Se llama, por supuesto, The Slap (La bofetada), ganó muchísimos premios y revolucionó bastante a la sociedad angloparlante en 2011, y bla bla bla. “La más apasionante serie de televisión desde The Killing”, dijeron en The Times. Y yo creo que se quedaron cortos. Pero aquí no la conoce ni el gato, y algo habrá que hacer para revertir la situación.
Como sé que algunos de ustedes son gente ansiosa, les propongo que antes de seguir leyendo abran una pestaña nueva y la empiecen a descargar: aquí está la ficha de Espoiler, aquí los subtítulos en español y se pueden encontrar los torrents en Google (ocho episodios, 4.39 gigas). ¿Ya está? ¿Ya tienen trabajando el disco duro? Entonces podemos seguir en paz.
Ocho puntos de vista
Entre otras maravillas, The Slap tiene una estructura narrativa fantástica: cada episodio está contado desde la perspectiva de cada uno de los amigos que estuvieron presentes aquella 'tarde de la bofetada'. Voy a utilizar el mismo recurso para presentar a los protagonistas con brevedad.
Episodio 1. Perspectiva de Hector (Jonathan LaPaglia) — El dueño de casa. Está casado con Aisha, con la que tiene dos hijos, Melissa y Adam. Parecen la familia perfecta y les va bien en sus trabajos. Valor agregado de Hector: es hijo de inmigantes griegos viviendo en Australia. nadie lo sabe, pero él tiene algún secreto guardado por ahí.
Episodio 2. Perspectiva de Anouk (Essie Davis) — Es una de esas mujeres que al pisar los cuarenta ya empiezan a saberse un poco grande para según qué inmadureces. Es guionista de televisión y le va bastante bien en lo suyo, aunque preferiría ser novelista. Suele arrastrar a su cama amantes mucho más jóvenes. Maravillosa subtrama.
Episodio 3. Perspectiva de Harry (Alex Dimitriades) — Un tipo derecho, un hombre de verdad. Es mecánico, se ensucia las manos, es autónomo, tiene una esposa con curvas, un hijo adorable y un coche potente. También, todo hay que decirlo, tiene la mano suelta. La bofetada que da al inicio de la serie le cambia la vida, ¡pero qué ganas tenía de darla!
Episodio 4. Perspectiva de Connie (Sophie Lowe) — Le falta poco para se mayor de edad y, como no tiene padres, vive con su tía Tasha. Por eso estaba en ese almuerzo, a pesar de la diferencia generacional. Connie es curiosa y tiene grandes planes para su vida. Su mejor amigo es Richie. La trama de los dos adolescentes es fascinante.
Episodio 5. Perspectiva de Rosie (Melissa George) — Es la mamá de Hugo, el chico insoportable que recibe la bofetada ajena. Rosie se desvive por Hugo. Su marido, su vida personal, sus amistades, todo, están en segundo plano. Hugo es su vida, tanto, que todavía le da el pecho aunque tenga cuatro o cinco años.
Episodio 6. Perspectiva de Manolis (Lex Marinos) — Es el padre de Hector, un inmigrante cabal que llegó a Australia desde Grecia junto a su esposa, soñando con un futuro mejor. Ahora es un hombre que se está acercando al final de su vida y no entiende el egoísmo de las nuevas generación, su hijo incluido.
Episodio 7. Perspectiva de Aisha (Sophie Okonedo) — Es la esposa Hector. La típica madre-esposa-amante que se pone la casa sobre los hombros sin mirar atrás. Tiene su propio negocio (es veterinaria) pero al entrar en la crisis de los cuarenta empieza a dudar sobre sobre su matrimonio y sus convicciones.
Episodio 8. Perspectiva de Richie (Blake Davis) — Es el mejor amigo de Connie y, del mismo modo que su joven amiga, Richie intenta durante toda la historia averiguar quién es y en qué cree. Desea lo mismo que todo el mundo: ser feliz en un lugar donde se sienta cómodo y en donde alguien lo ame.
¿Pero qué sabemos, realmente?
La serie es hipnótica, será difícil que la dosifiquen en varios días. Está adaptada de una novela del mismo nombre, escrita por el dramaturgo australiano (de origen griego) Christos Tsiolkas. Busqué hace dos años con desesperación el libro, pero parece no haber sido editado en castellano. Así que nos queda –una vez más– el consuelo de la buena televisión.
Preparen un sofá cómodo e intenten ver esta maravilla en pareja, sobre todo si ambos están entre los 35 y los 40. Porque la trama más profunda se tensa en los contrasentidos de la mediana edad.
La bofetada a un niño ajeno es solo la excusa para meter el dedo en la llaga de media docena de asuntos de los que solemos tener opiniones muy progres y masticadas, pero que pueden tener matices: la infidelidad, el alcoholismo social, el aborto, la violencia de género, la homosexualidad, la inmigración...
Sé que todos ustedes, y yo mismo, creemos tener una opinión formada sobre cada una de estas cuestiones. Pero, ¿sabemos realmente por qué nos molesta tanto cuando alguien piensa diferente sobre ellas? “El infierno son los otros”, decía Sartre. Y ese podría ser tranquilamente el nombre de la serie. Pero se llama The Slap. Y es una bofetada sonora a nuestras convicciones.
Ojalá la disfruten como cerdos.