El silencio definitivo de Aniago, la cartuja del siglo XV que se consume entre la maleza y la desidia

José María Sadia

Villanueva de Duero (Valladolid) —
11 de agosto de 2024 21:19 h

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La Orden Cartuja fue fundada por san Bruno y otros monjes en 1084, en un monasterio cercano a la ciudad francesa de Grenoble. Lo que distinguía a esta comunidad religiosa de otras era su rectitud. Y el silencio, claro. No obstante, la mezcla de vida en soledad y en común hacía que ese pretendido silencio no fuera tal. Algún que otro susurro, alguna que otra breve conversación debía de romper la monotonía. Entre la ciudad de Valladolid y la localidad de Tordesillas, la antigua cartuja de Aniago (Villanueva de Duero, Valladolid) ha ido más allá en la búsqueda definitiva del sosiego total. Las bóvedas desprendidas de su iglesia, la espadaña que lucha por mantenerse en pie y el resto de instalaciones —un conjunto de ruinas, en definitiva— no tienen hoy más compañía que un silencio roto por el crotoreo de las cigüeñas, cuando castañetean alegremente sus enormes picos.

El resto son interminables campos de cultivo y frondosos pinares. Ni allí ni en ningún otro lugar se escucha el grito (ahogado, afónico… no puede ser de otra forma) de un edificio que se levantó en el ecuador del siglo XV (1441) y que pronto terminará por desaparecer, acorralado por la maleza, mimetizado en un paisaje extremadamente plano. Las sucesivas desamortizaciones de principios del siglo XIX y la exclaustración de sus monjes condenó —como a muchos otros monasterios en nuestro país— a un futuro completamente incierto. Ahora que la asociación Amigos de la Cartuja de Aniago manda un S.O.S. por el histórico inmueble, la sociedad del siglo XXI comprueba que la mentalidad, la conciencia por el patrimonio, no ha cambiado tanto con respecto a la de hace un siglo, cuando se arrancaban pinturas en Soria o se desmontaban piedras en Segovia, camino al exilio norteamericano. Hasta el momento, ni una sola respuesta a esta llamada desesperada.

El colectivo nació hace tres años, cuando Carlos Belloso Martín, profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Valladolid, acudió al pueblo de Villanueva de Duero para pronunciar una conferencia sobre el levantamiento de los comuneros. Entre referencias a sucesos como la batalla de Villalar y a personajes como El Empecinado, a Belloso se le ocurrió mencionar el caso de la cartuja. “Es triste que un sitio en el que se alojó el emperador Carlos V esté hecho una pena”, lanzó al auditorio. Y los vecinos y miembros del ayuntamiento, sintiéndose aludidos, pusieron en marcha un colectivo cultural para dar a conocer el pasado de la cartuja, pero, sobre todo, para evitar su muerte definitiva. “Al principio, los integrantes de la asociación pensaban que íbamos a empezar a desbrozar y a limpiar el edificio (como en el caso del monasterio de Rioseco, en Burgos), pero la realidad es que la cartuja es una propiedad privada y no tenemos posibilidades de acceder ni de hacer nada”, asume el profesor universitario y presidente del colectivo cultural.

De Carlos V a Miguel de Unamuno

En efecto, el rey Carlos V decidió pasar diez días en la Real Cartuja de Nuestra Señora de Aniago cuando regresaba de viaje, procedente de Vitoria. Aquello tuvo lugar en 1524, cuatro años después de ser reconocido emperador electo del Sacro Imperio Romano Germánico. “En ese momento, es el emperador, el hombre más poderoso y el hecho de que pase aquí diez días nos da una idea de la importancia de la cartuja de Aniago”, defiende Carlos Belloso sobre el edificio, mandado construir por la reina María de Aragón, esposa de Juan II, padre de Isabel la Católica. Pero las visitas ilustres no se perdieron entre siglos pasados. El académico vallisoletano Jesús Urrea —gracias a cuyos trabajos Belloso comenzó a interesarse seriamente por el monasterio cartujo— refiere cómo la idílica propiedad situada en la desembocadura al Duero del río Adaja interesó también después de desamortizada.

Por aquel paraje se acercaron diversos estudiosos y divulgadores, como el fotógrafo Pedro Cano Barranco, quien incluyó el monasterio vallisoletano en la nómina de cartujas que se dedicó a visitar por toda la geografía nacional. También caminó entre sus maltrechos muros el reconocido escritor segoviano Francisco de Cossío, quien acudió a Aniago acompañado de diversos personajes —Miguel de Unamuno, entre ellos— “enamorado de sus ruinas por la soledad y las evocaciones que le suscitaban”, describe el académico Jesús Urrea.

En su estudio, Urrea detalla, paso a paso, el proceso de desamortización del edificio. Así, en 1822 el Gobierno vendió el inmueble completo, a excepción del claustro, la iglesia, un pozo de hielo o un ladrillar. Sin embargo, el nuevo dueño debía abonar la cantidad de un millón y medio de reales, pero no lo hizo, y la venta quedó anulada. Dos décadas después —esta vez sí— las muchas propiedades de la finca, incluida la antigua bodega de los cartujos, que estaba situada en las márgenes del río Adaja, se vendieron a un vecino de Rueda (Valladolid). Y aquí comenzó el reparto de la propiedad entre varios titulares, situación que, al cabo del tiempo, de distintas generaciones y de diversos herederos, hace que hablar de dueños —de un solo dueño— sea quizá algo ingenuo e incierto.

Un desolador paseo entre ruinas

Aunque la asociación Amigos de la Cartuja de Aniago se enfrenta a la titularidad privada del edificio como principal problema para recuperar el edificio, al menos, sí que han podido visitar —con extremo cuidado ante el peligro de derrumbes— el interior del monasterio, vallado y custodiado por diversas fincas agrícolas. “La cartuja tiene dos problemas: uno es el de los nidos de cigüeña, más de veinte, que están reventando lo que queda en pie del edificio; el otro, es la vegetación, que se mete entre la sillería hasta destrozarla”, detalla Carlos Belloso. “Yo creo en estos años, en las diferentes visitas, se nota incluso que el deterioro va avanzando, especialmente, en las yeserías interiores del siglo XVIII”, añade. Ante tal panorama, la reflexión de Belloso puede ser compartida por cualquiera: “Parece alucinante que en el siglo XXI tengamos así un edificio histórico, que no se mueva nadie, que ninguna administración haga nada”. Y ante la falta de novedades, los vecinos del paraje se temen que “un día nos llamarán para decirnos que la espadaña se ha caído”.

En efecto, según un estudio pormenorizado de las ruinas —llevado a cabo por especialistas de la Universidad de Valladolid hace dos décadas, que incluía diversos alzados arquitectónicos— “de la iglesia solo quedan los muros, mientras que sus bóvedas han desaparecido por completo al igual que su fachada, de la que solo quedan parte de los arcos de la portada”. Desde el exterior —el recinto está vallado por todos sus costados— se aprecia la soledad y la miseria del resto de construcciones; el patetismo de elementos como el pabellón destinado a hospital o botica del monasterio, parcialmente derrumbado y descarnado, es evidente. Por el contrario, la parte del inmueble que mejor se ha conservado es el claustro principal, del siglo XVIII, “si bien presenta derrumbes”.

Aunque Carlos Belloso, como presidente de la asociación Amigos de la Cartuja de Aniago, advirtió desde el principio a los socios (vecinos de Villanueva de Duero, principalmente) que la recuperación de Aniago sería “una carrera de fondo”, pronto ha cundido el desánimo. “Los avances, hasta ahora, han sido ninguno”, reconoce. El principal objetivo que se marcó el colectivo fue el de alentar un acuerdo entre una institución —el Ayuntamiento de Villanueva de Duero o la Diputación de Valladolid— y la propiedad, en manos de una familia residente en Madrid. “El Ayuntamiento sí tenía idea de ofrecer a los propietarios algún tipo de propuesta, entiendo que una permuta con otros terrenos en el propio término municipal de Villanueva que puedan ser edificables”, relata el responsable de la asociación. Sin embargo, “que yo sepa, esas conversaciones tampoco se han llevado a cabo”.

BIC, no BIC

El colectivo ha tenido también reuniones con la Dirección General de Patrimonio de la Junta de Castilla y León “incluso tanteando la posibilidad de iniciar un proceso de declaración de Bien de Interés Cultural, aunque nos vinieron a decir que en la comunidad hay tal cantidad de bienes protegidos, que esto no supondría un gran cambio”. Incluso, a la inversa, sí que conllevaría restricciones en una hipotética mejora del inmueble que, al estar amparado por la figura BIC, no se podría tocar sin una autorización previa. Así que a Amigos de la Cartuja de Aniago solo le queda, como está haciendo con diligencia y entusiasmo, celebrar diferentes actividades de corte cultural —conferencias o visitas a otros monumentos— para “mantener viva la llama” de Aniago.

No deja de resultar curioso (y un tanto perverso) que, en 1442, solo un año después de levantarse Aniago, se erigió a las afueras de Burgos la cartuja de Miraflores. La instalación, en la capilla mayor, del panteón real de los padres de Isabel la Católica, una esmerada obra de Gil de Siloé, de finales del siglo XV ha marcado definitivamente el reconocimiento y prestigio en un caso; la decadencia y la desidia, en el otro. Aun así, no todo está perdido. Aniago podría ser hoy “un lugar magnífico para realizar una inversión, un sitio especial rodeado de pinares, entre los ríos Adaja y Duero, cerca de Valladolid y en una zona paradisíaca repleta de viñedos”, propone Carlos Belloso. Y, en último caso, la asociación lucha por conservar la memoria y la dignidad de los monjes que, durante siglos, habitaron una zona idílica. La de aquellos religiosos cuyas celdas asemejaban a los adosados contemporáneos, con dos plantas para el estudio y el descanso, y acceso al huerto común. Y con la mente puesta en el rezo, pilar de la orden de san Bruno, cada tres horas, día tras día, toda la vida.