El caso de Pintia ha tenido un notable impacto en la sociedad, aunque quizá no el suficiente. Desde que los agricultores que explotan los campos de cultivo que se asientan sobre este yacimiento vacceo de 125 hectáreas (Padilla de Duero, Valladolid) practicaron una zanja ilegal de más de 200 metros el pasado enero, la ciudad prerromana ha percibido un incremento de visitantes. Aunque entonces y ahora, la investigación y el conocimiento de esta urbe de hace más de 2.000 años, que llegó a alcanzar los 10.000 habitantes, se han visto empañados por la agresión hacia un patrimonio que no se ve —debido a su carácter subterráneo—, así como por la falta de respeto a 45 años de estudio en la zona y hacia quienes —en la actualidad— se encargan de valorar los daños producidos por la colocación de una tubería de riego en un área protegida.
“Si practicáramos una zanja como la de Pintia en el subsuelo de una ciudad como Mérida, cuyo casco histórico está protegido porque la antigua urbe romana está ahí debajo, ocurriría que removeríamos las ruinas que están soterradas y que no vemos”, expone Raúl Martín Vela, arqueólogo que se encarga de calcular los daños ocasionados en el yacimiento céltico. En esta labor, “lo que hacemos es peritar la zanja y limpiar los perfiles donde se puede ver la secuencia estratigráfica de las ocupaciones que ha habido en Padilla de Duero, para identificar qué partes han sido dañadas y qué estructuras, constructivas o defensivas, se han podido destruir”, precisa. Una tarea que podría haber concluido ya, de no ser por la injerencia de uno de los agricultores, que ha entorpecido el normal desarrollo de los trabajos, pese al mandato del Juzgado número 3 de Valladolid, tras la denuncia en la que se han personado la Universidad de Valladolid y la Junta de Castilla y León.
“La Guardia Civil ha actuado de forma impecable, porque tenía claro que había una autorización judicial a la que los agricultores no podían oponerse; no puedo decir lo mismo de la policía local de Peñafiel (ayuntamiento del que depende Padilla de Duero), que, en lugar de facilitar la labor de los arqueólogos, parecía estar defendiendo los intereses del señor que había echado a los profesionales del yacimiento”, lamenta Carlos Sanz, director del Centro de Estudios Vacceos “Federico Wattenberg”, entidad dependiente de la Universidad de Valladolid que desarrolla el proyecto de investigación. Sanz añade un par de pinceladas para describir la grotesca situación que se produjo en Pintia: “Los policías, que filmaban a la gente que estaba allí, llegaron a preguntar si los arqueólogos habían pedido permiso al Ayuntamiento de Peñafiel, habiendo un mandato judicial”.
Cuánto vale un yacimiento
Una vez extraídos los datos del terreno —una tarea que culminará el próximo septiembre—, los especialistas redactarán un informe donde se calculen los daños. Pero, ¿cómo se hace esto? “Pensemos cuánto vale el acueducto romano para una ciudad como Segovia; ¿qué da más valor a la ciudad: el monumento o una promoción de chalés adosados en la zona?”, ejemplifica Raúl Martín Vela. Traducido el caso de Segovia a un yacimiento como el de Pintia, el arqueólogo plantea que “el conocimiento del patrimonio arqueológico en el medio rural es un potencial fundamental para la investigación, pero también de cara al desarrollo de un turismo sostenible que repercuta en la zona, y eso hay que tenerlo en cuenta”. Siguiendo modelos de valoración recientes —como el empleado tras los destrozos causados en la cueva de Chaves (Bastarás, Huesca) en 2007— el informe propondrá, finalmente, una valoración económica, que quedará en manos del juez.
El problema de Pintia puede ser llamativo, pero no es una excepción. A lo largo de décadas, los yacimientos arqueológicos situados en el medio rural han tenido (tienen) que convivir con las labores agrícolas. La zona arqueológica vaccea protegida comprende una extensión de 125 hectáreas, de las que solo cinco se dedican expresamente a la investigación; el resto, la inmensa mayoría, son campos de cultivo de titularidad privada. “El problema aparece cuando alguien quiere hacer una canalización para, según presumimos, plantar viñedo: eso implica subsolar (remover el terreno bajo la capa arable) y significa destrucción del patrimonio que está bajo tierra: no se ve, pero está ahí”, indica Carlos Sanz. En concreto, el arado de las tierras está permitido a una profundidad máxima de 35 centímetros, cuando la canalización practicada llegaba a superar el metro y medio.
“Pintia es un caso extremo”, valora Rafael Varón, miembro de la directiva de la Plataforma Estatal para Profesionales de la Arqueología (PEPA). “En el yacimiento del que soy especialista (Arce Mirapérez, Miranda de Ebro), los restos salen a solo 15 centímetros de la superficie, pero los agricultores —los mismos durante tres generaciones— saben dónde están los vestigios, dónde pueden meter el arado a mayor profundidad y dónde no, porque se dañan los restos y el propio arado”, relata. En cuanto a Pintia, “el agricultor ha ignorado deliberadamente la norma a sabiendas de que casi nunca pasa nada”. Sin embargo, “la ley es para todos y aquí ya no cabe educación patrimonial, solo llevarlo ante el juez y que sea la Justicia la que decida”, estima Varón de forma tajante.
Un trágico historial de agresiones
Aunque llamativa, la agresión del pasado enero no es, en absoluto, una novedad en Pintia. Tanto la antigua ciudad vaccea (yacimiento de Las Quintanas) como su enorme necrópolis (área de Las Ruedas) han sido víctima de sucesivos expolios, a cuál más llamativo. Puede parecer inverosímil, pero ya en el siglo XIX fueron los enterramientos —los vacceos utilizaban mayoritariamente el método de la incineración— los que padecieron la acción humana. La emergente aplicación de fosfatos como abonos en los cultivos de la región convirtió la búsqueda de restos óseos en una dañina actividad, que se cobró como víctima antiguas necrópolis como la de Pintia. Las tumbas —y sus vasijas con los restos incinerados de los habitantes vacceos— fueron, de esta forma, seriamente esquilmados.
Los testimonios de vecinos de Padilla de Duero y Peñafiel constatan que, en los años sesenta, grupos de personas procedentes de Bélgica y Holanda acamparon en la zona para expoliar seriamente el yacimiento. Este episodio se ha venido repitiendo desde entonces con un cierto margen temporal. En 1990, un grupo de personas llegó a practicar en un solo día más de 1.100 hoyos en el cementerio de Las Ruedas para llevarse el ajuar —esmeradas vasijas de barro, fíbulas o juguetes, en el caso de los niños fallecidos— con el que nuestros antepasados habían recibido sepultura.
De nuevo, en 2004 se repitió dicha práctica que, combinada con agresiones como la del pasado invierno, hacen pensar que la cantidad de elementos de la cultura material extraídos en el Proyecto Pintia en 34 campañas de excavación consecutivas, la información recogida durante más de cuatro décadas, compartida con los colegios en el programa de educación patrimonial, y la dilatada experiencia divulgadora y formativa —el yacimiento cuenta con una editorial propia que ha publicado más de treinta trabajos— sea una especie de “milagro”, tal y como admiten desde el Centro de Estudios Vacceos.
Constructores, agricultores… y “piteros”
“El daño que se ocasiona a los yacimientos subterráneos es exactamente el mismo que si se cortase un trocito del lienzo de Las Meninas de Velázquez; se rompe lo que hay y se pierde la información que los restos nos pueden proporcionar”, ilustra el arqueólogo Rafael Varón, quien añade: “Se suele decir que es como si arrancaras una hoja de un libro: perdemos toda esa información”. A partir de aquí el directivo de PEPA —organización de carácter nacional creada para defender los intereses de los profesionales de la arqueología— habla de dos tipos de acciones. “La Administración es la institución que más patrimonio destruye, pero de manera controlada, por lo que, al menos, se salvaguarda la memoria de los restos”, relata. “Lo que es inconcebible es que esa pérdida se produzca por acciones incontroladas, ya sean los responsables constructores, agricultores o los llamados piteros”, enfatiza.
Y, precisamente, es el caso de los “buscatesoros” o “piteros” —personas que rastrean el subsuelo de forma ilegal, provistos de un detector que “pita” cuando identifica un vestigio— uno de los que más escuece a los arqueólogos. “La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”, expone Varón, quien precisa que quienes extraen materiales subterráneos sin autorización “llegan a incumplir incluso el código civil del siglo XIX”. “El uso del detector de metales está prohibido sin permiso; si lo tienes, lo puedes usar, pero nos saltamos la parte difícil: debes tener una carrera, un título, presentar un proyecto y hacerte responsable de las piezas que recojas, además de entregarlas a la autoridad correspondiente”, explica el arqueólogo.
Cualquiera de las prácticas anteriores supone una falta de respeto a la profesión de la arqueología. “Aquí se juntan dos problemas; por un lado, la idea popular de que la arqueología solo da problemas y si aparece algo, hay que taparlo rápido y que no se vea. El otro es el individualismo: no somos como las sociedades orientales, donde los valores colectivos priman sobre los individuales”, analiza Carlos Sanz Mínguez, director del Proyecto Pintia. El profesor de Prehistoria en la Universidad de Valladolid concluye que existe una “falta de sensibilidad hacia el patrimonio subterráneo, que es más difícil de identificar que el que está en pie”. Es decir, un patrimonio que no se ve. Rafael Varón ilustra esta circunstancia de manera gráfica: “En una ocasión, llamé a la policía porque había un par de tipos pasando los detectores de metales en un yacimiento y, cuando llegaron, los agentes me preguntaron donde estaba la zona protegida: parece que cualquier yacimiento tiene que ser como Pompeya, no se dieron cuenta de que se encontraba bajo los terrenos sembrados”.
Granero vacceo de Castilla
De haberse impuesto el saqueo y la destrucción, hoy Pintia no sería lo que es: una de las fuentes más importantes para conocer la realidad vaccea. “Es un periodo bastante desconocido: parece que la civilización siempre empieza en Roma y, sin embargo, ese mundo céltico prerromano de la Edad del Hierro —en este caso, vacceo— que se desarrolló en el primer milenio antes de Cristo dejó una impronta indeleble”, sostiene Carlos Sanz. A ellos debemos avances como “una arquitectura de adobe y madera que no existía anteriormente”, con la que sobrevivían en la meseta a inviernos rigurosos y veranos asfixiantes, como también rituales vinculados al vino y al banquete e, incluso, la agricultura cerealista: “Podemos decir que el origen de Castilla como granero del cereal se encuentra en las comunidades vacceas”, añade Sanz.
Allí, en la cuenca media del Duero, nacieron y se desarrollaron las primeras ciudades del territorio como tales, con una población de entre 5.000 y 10.000 habitantes, nada que ver con granjas y aldeas que, por entonces, apenas llegaban a sumar 300 habitantes. Tanto este tipo de aspectos, como la abundante cerámica, joyas, útiles de la Edad del Hierro o armas rescatadas por el Centro de Estudios Vacceos “Federico Wattenberg”, siguen teniendo por delante como desafío el individualismo y una sociedad escasamente sensible hacia ese patrimonio subterráneo, el que no se ve.