Contra el enemigo de siempre, con mayor consentimiento
Antes, James Bond era un espía con licencia para matar. (De hecho, su autor literario, Ian Fleming, también fue un espía.) Ahora, James Bond es un asesino con licencia para espiar. En la primera serie de la saga, Bond (interpretado por Sean Connery) oscilaba entre la caballerosidad y la irreverencia. La guerra fría te hacía duro hacia fuera y educado hacia dentro. Había códigos donde el valor no era simplemente de cambio. Incluso en la única película protagonizada por George Lazenby, Al servicio secreto de su majestad (1969), la cercanía del mayo del 68 creó un agente secreto con raptos de romanticismo. El deshielo progresivo del conflicto con la URSS fue suavizando el enfrentamiento (el Bond de Roger Moore pudo, incluso, tener una aventura con una generala soviética), buscando al enemigo en guerras de baja intensidad. Pura psicodelia. La era Reagan devolvió al eje del mal a su sitio: otra vez los comunistas estaban infectando la sangre pura que había viajado en el Mayflower.
Pero los tiempos cambiaban. La derrota de la URSS dejó a Occidente sin enemigo. Lo supo pronto Huntington, que empezó a pensar en los árabes. El año 2001 y la amenaza terrorista cambió las tornas y volvió a hacer necesario un tipo implacable. Bond ya no se ríe. En un mundo en donde todo y todos son mercancías, Bond se ha endurecido. O comes o eres comido. Sin cuestionar, por supuesto, el gran orden de todas las cosas: el Estado, la realidad que no se interroga y que, lejos de desaparecer (un mito al que contribuyó la ciencia política), ha mutado para ponerse al servicio de la competitividad empresarial. Frente a la omnipotencia estatal, cualquiera es una pequeña pieza sustituible. Bond lo sabe. Él es el gran ejecutor de la razón de Estado. Pero al gran público no le importa: Bond sigue teniendo su complicidad. Ayer, adivinando dónde se amenazaba a la civilización; hoy, eliminando las amenazas. Ayer, con una suerte de cuestionamiento de las reglas mientras guiñaba un ojo a las clases medias y sectores populares con ganas de aventura; hoy, quebrando la ley sin pudor alguno mientras guiña un ojo a las clases medias y sectores populares con ganas de venganza.
Las cuatro décadas de neoliberalismo han asentado el “derecho del enemigo”, donde la justicia se ha convertido en una kafkiana maquinaria burocrática que poco tiene que ver con la justicia. Tarzán en Nueva York no duraría ahora 15 minutos. Son tiempos de Rambo, de Terminator, de Mad Max, de los supervivientes de las catástrofes. De un James Bond que sigue tomando el martini agitado, no removido, pero que en vez de una aceituna echa en el cóctel el corazón de su enemigo.
La última entrega de James Bond, Skyfall, firmada en la dirección por Sam Mendes y en el guión por Neal Purvis, Robert Wade y John Logan, fue estrenada en Londres en octubre de 2012. Con esta película se cumplían 50 años de la serie, desde que comenzó en 1963 con el Doctor No, el enemigo asiático que iniciaría el enfrentamiento entre el gendarme de Occidente y sus enemigos.
El guión de la película repite el esquema de la serie (que, al igual que los anuncios de detergente, es simple pero eficaz): James Bond pelea contra un asocial muy peligroso; momentáneamente, el héroe es derrotado, pero, finalmente, triunfa, siempre añadiendo en la solución final algún elemento de venganza personal. Este esquema siempre dinamita el Estado de derecho.
Al presentar a los malvados como evidentemente culpables —se les ve siempre cometer su fechoría con, además, cierta satisfacción privada—, no se precisa un juicio justo que determine su culpa y, mucho menos, se permite algún procedimiento que pudiera conducir a la aplicación de cualquier atenuante: son malvados estructurales que merecen, sin duda alguna, la muerte. Algo que James Bond, con licencia para matar y rematar, nos regala. Justicia a la carta, prêt- à-porter, para nuestra complacencia y tranquilidad personal de saber que estamos entre los justos que reparten armonía en el mundo.
En un mundo caracterizado por la vertiginosidad y por la pérdida de los marcadores de certeza social, hacen falta indicadores de fuerza que balicen la lectura del mundo y el lugar propio que se ocupa (este argumento repetido, que configura el corazón de series de éxito recientes como Dexter, tiene una ligera variante que termina de cerrar el círculo: un inocente es condenado a muerte y los espectadores salen de la sala convencidos de que están en contra de la pena máxima, cuando lo que ocurre es que están en contra de la ejecución de un inocente. Una simplificación bien lejos de la complejidad del teatro de autor. Pero ¿acaso no es más eficaz para la política internacional el Rambo de Silvester Stallone que el Ricardo III de Shakespeare?).
Skyfall representa uno de los más aquilatados ejemplos ideológicos del actual cine de Hollywood, bien lejos de aquellos años sesenta y setenta cuando, liberado de la caza de brujas macartista de la década anterior, floreció como un espacio de crítica y reflexión que alimentó el mayo del 68, la liberación sexual o la destitución de un presidente (Nixon) por hacer de la Casa Blanca un espacio ajeno al derecho.
De hecho, el control audiovisual es una de las principales recomendaciones del Informe a la Trilateral que Samuel Huntington propone en el programa de máximos del neoliberalismo publicado en 1975 bajo el título La crisis de la democracia. Si el Consenso de Washington fue el programa de máximos del neoliberalismo económico, el Informe a la Trilateral es el programa de máximos del neoliberalismo político: recuperación del Estado como instrumento de preponderancia de la burguesía, desideologización de partidos y Parlamentos, naturalización del capitalismo competitivo, autoritarismo en nombre de la razón del nuevo Estado (contrario a su condición “social”), remercantilización del mundo del trabajo, estigmatización de la izquierda, cuestionamiento de la “política” (y su sustitución por el mercado), machismo —o resituación del papel de la mujer en virtud de las necesidades del sistema capitalista— y eurocentrismo.
Ya es un lugar común que una parte importante del actual cine norteamericano se escriba, produzca y ruede en colaboración —o con la aquiescencia— del Pentágono y del Departamento de Estado (regresando al cine de propaganda propio de los años de la guerra mundial). No solo con Top Gun (película en la que luego se basaría George Bush para representar el aterrizaje en un portaviones y anunciar el “fin” de la invasión y guerra de Irak) o la conocida secuela de Rambo (especialmente la segunda y tercera parte), sino toda una industria al servicio de identificar enemigos y construir miedo social que facilite el control de la ciudadanía.
La premiada directora Kathryn Bigelow es uno de los más claros ejemplos de simplificación de la realidad política internacional —en la oscarizada En tierra hostil (The Hurt Locker)— o de la justificación de la tortura como forma de salvar la tranquilidad de los estadounidenses —La noche más oscura (Zero Dark Thirty)—. Ese escenario de normalización de la tortura es, igualmente, el corazón de la también muy premiada serie 24 protagonizada por Kiefer Sutherland.
James Bond siempre se adelantó a este estado de excepción permanente denunciado por Agamben y que pone a la democracia fuera de juego. Nunca quedó más claro que Bond está dispuesto a cualquier cosa si el “orden del mundo” se lo exige.
Aceptar los pecados, volver a nacer
Esta entrega en cine del clásico de Ian Fleming coincide con la crisis más grave que conoce el capitalismo desde el crash de 1929. Toda la ciencia social coincide en que estamos en un “cambio de época”. El Estado nacional, el capitalismo y el pensamiento moderno se ven amenazados por sus propios defectos: la falta de adecuación del tamaño del Estado nacional (demasiado grande o demasiado pequeño), la necesidad de una mayor participación que vaya más allá de las elecciones y los partidos, el reparto del trabajo y el empleo (además, digno), la crisis medioambiental y el cuestionamiento del productivismo, el feminismo, la multiculturidad, el hambre, la precariedad, el racismo, las guerras imperialistas y su menor capacidad de ser efectivas... No es extraño que tanto Merkel como Obama o Sarkozy coincidieran en la necesidad de “refundar el capitalismo”. Esta es la tarea de James Bond. Para eso “cae del cielo”. ¿O creían que Dios iba a abandonar a su pueblo prometido?
La clave ideológica de la película la encontramos en el diálogo que tienen Bond y su enemigo (Raoul Silva, interpretado por Javier Bardem) después de que este capturara al agente 007 en la isla en donde ha creado su campo de operaciones: “Inglaterra, el Imperio, el MI6... Vives en unas ruinas, amigo”, le dice el villano Silva. Y le ofrece lo único que, al parecer, pueden ofrecer los que no comparten la vigencia de “Inglaterra, el Imperio, el MI6”: ¿qué quieres hacer?, le ofrece el diablo tentador al Bond que fue traicionado por sus jefes. ¿Parar un satélite de comunicaciones para espiar a los insurgentes en Kabul? ¿Acabar con una multinacional manipulando sus acciones? ¿Hacer que el mejor postor gane unas elecciones en Uganda? (los ejemplos siempre dejan claro que hay una línea abisal, como refiere Boaventura de Sousa Santos, debajo de la cual los países son meros accidentes de la historia).
La oferta de Silva es claramente “antisistema”. Al fin y al cabo, ¿no son estas las tareas tradicionales de quienes adversan el modelo vigente? Pero James Bond, a quien no se le escapan los problemas actuales del mundo occidental, contesta a la pregunta de cuál es su “pasatiempo” diciendo: “La resurrección”. He aquí el motivo principal de la película: el mundo de ayer se está hundiendo y parte de la culpa la tiene el propio sistema: tiene que morir para que pueda resucitar.
La razón de Estado occidental y el epistemicidio del elegante Bond
Persiguiendo al primer malvado de la película —alguien que ha robado una lista con información clasificada del Gobierno—, Bond va a vivir en sus propias carnes cómo la razón de Estado está por encima de cualquier otra consideración. Encuentra un compañero herido —Ronson, del que se nos hace saber el nombre para que la pérdida sea más dolorosa—, pero le obligan a dejarlo morir porque tiene que perseguir al ladrón. Primera inhumanidad. En la persecución, como es lugar común, los puestos de pequeños comerciantes están ahí para, simplemente, ser destrozados. Frutas rodando por la calle, verduras por los aires, tarantines destrozados. Es curioso que por mucho menos cayó la dictadura de Ben Alí en Túnez —quitarle la policía la mercancía a un joven—. Pero en las películas de James Bond —o en el mainstream de Hollywood— esa es una escena repetida. Aunque, a fin de cuentas, ¿a quién le interesa la suerte de unos pobres diablos de países miserables que están vendiendo mercancías baratas en la calle?
Volvamos a la trama. El mismo James Bond, peleando con el implacable asesino, es disparado, encima de un tren en movimiento, por otro agente, quien, pese a dudar acerca de disparar o no por el riesgo de herir a su compañero, recibe una orden tajante de la directora de los servicios de inteligencia, el MI6: “Haz el maldito disparo”. La bala alcanza a Bond, quien cae del tren a un río, hundiéndose en un lento viaje a la muerte (esa es la metáfora por donde discurren los títulos de crédito). En el protocolo de la razón de Estado el hecho se zanja con dos palabras: “Agent down”.
Pero James Bond, obviamente, no muere (se acabaría demasiado pronto la película). Su muerte es, como decíamos, metafórica: mueres cuando el Estado nacional, democrático, social y de derecho te abandona, te olvida, te desemplea, te desahucia, te dispara cuando, simplemente, estabas cumpliendo con tu deber y el último golpe te lo asesta quien tenía que ayudarte.
El ciudadano británico Bond, muerto en vida, se va, como no podía ser de otra manera, al lugar de los muertos en vida, al infierno —o, como mucho, al purgatorio: al Sur—. Un Sur colonizado —latinoamericano, africano, asiático, pero Sur al fin y al cabo— donde las mujeres son fáciles y entregadas, donde el alcohol forma parte de la cotidianidad, donde se juega y apuesta con la muerte —beber con un alacrán en el brazo—, donde un blanco sigue siendo un blanco que merece respeto y crédito y donde nadie hace preguntas porque, como ya se sabe, son pueblos sin civilizar. Solo cuando una explosión en la sede del MI6 tiene lugar, Bond decide regresar: si hay un ataque terrorista, uno no puede seguir muerto. No en vano, en esa escena aparecerá lo que convoca a cualquier persona de bien: los sarcófagos de los compatriotas muertos en acto de servicio envueltos en la bandera. Ante tamaña imagen, Bond ya no puede seguir, como él dice, “disfrutando de la muerte”. Solo hay vida encima de la línea abisal que separa el Norte del Sur. Es tiempo de resucitar.
El pasado que tiene que morir, los papeles de Wikileaks y la mentira de la igualdad
La jefa del MI6 escribe el obituario del supuesto Bond muerto. En realidad, es su propio obituario. Un burócrata que quiere “quitarle el puesto” a M —en realidad, se trata de un político que no entiende la importancia de la lucha contra el nuevo terrorismo— le recuerda que ha perdido un disco duro con información esencial que pone en peligro a los agentes que están salvando la civilización occidental. La antigua responsable de los servicios de inteligencia se desespera ante la falta de colaboración y comprensión de los políticos. ¡Hay nuevos peligros más terribles que los sufridos en ningún otro momento de la historia! Es lo que pasa, dice la jefa de inteligencia, cuando los “ciberterroristas” campan por sus respetos. Jóvenes expertos en informática que ponen en peligro el orden social. Gente que roba información al Gobierno y que luego, además, la entrega a la ciudadanía. ¡Como si los ciudadanos pudieran saber de esos asuntos!
Internet hace vulnerable al poder. El enemigo, ahora, está dentro, es “uno de los nuestros”. Es necesario regresar al poder físico, al de siempre, al que controlamos. Para pelear contra el enemigo, una vez destruida la sede del MI6, hay que regresar a lo más iluminador del pasado: al búnker que usó Churchill durante la guerra mundial. Ahí es donde se refugian los servicios secretos cuando el mundo de las redes lo ha hecho tan vulnerable (la directora del MI6 tiene un bulldog de porcelana envuelto en una bandera británica con un claro recuerdo al mandatario de la “sangre, sudor y lágrimas”). Enfrente, un Bardem teñido de rubio asombrosamente parecido a Julian Assange, la cara más conocida de Wikileaks.
Bond está golpeado por su paso por el balneario infernal del Sur (y porque anda consternado en ese mundo que ya no entiende). Suspende en las pruebas de aptitud para reintegrarse al cuerpo, pero M miente y falsifica los resultados. El viejo orden sigue mintiendo, sacrificándose para acabar con el mal y que Occidente pueda volver a recuperar su gloria. Una burócrata que sigue a pies juntillas la razón de Estado, quiebra los protocolos y deja entrar de nuevo a un agente que ya no vale. ¿Por qué lo hace? El pasado que muere tiene un terrible defecto: es sentimental. Muchas culpas. “Muchos pecados”, va a recordarle el malvado de la película a M cuando le hackea su página. Pecados en todas las direcciones. Para todos los gustos.
Ante el callejón sin salida del incierto futuro (quién ha robado la lista, quién está asesinando agentes, quién ha volado la sede del MI6), Bond hace también su sacrificio. Esquirlas de una bala disparada por el asesino al que persiguió por el bazar de Estambul y con el que peleó encima del tren aún están en el pecho de Bond. Con una navaja se abre el pecho y saca la posibilidad de encontrar una pista. Tenía que ser en el pecho. ¿Tendría la misma fuerza simbólica si la bala se la sacara Bond de una nalga? Nada se consigue sin sacrificio. La sangre del pecho de Bond empieza a redimir a Occidente. Lo otro lo ponen los laboratorios que la analizan. El villano ya está localizado.
La película regresa a su lugar —del que nunca tendrían que haber salido— a los emergentes protagonistas de la nueva democracia. Jóvenes idiotas, mujeres —y además negras— que piensan que pueden estar a la altura de James Bond —y que termina siendo la nueva Monypenny, es decir, su secretaria, después de demostrar que lo único que hace bien es aportar el reposo del guerrero al imprescindible Bond—, los latinos, las masas trabajadoras —gente que molesta en el metro o hace comentarios estúpidos, masas que son apenas un relleno de la vida de los héroes, gente sin memoria ni esperanzas.
Que con los viejos tiempos regresen los viejos ideales y los viejos actores
Bond se encuentra con el nuevo responsable de artilugios del MI6. Ya no es un viejo sabio: es un joven experto en informática. Condenado, por tanto, a ser un metepatas. Si el malo es un experto informático, el nuevo responsable del MI6 tiene también que serlo. Lo que no sabíamos era que lo que está mal en sí es la informática. Qué sutileza. El encuentro entre Bond y Q es en la Tate Gallery. Frente a un simbólico cuadro de Turner, El luchador temerario, pintado en 1839, cuando el pintor se sentía ya de despedida. Para el joven Q, se trata de “un puto barco”. Para Bond es la metáfora de Gran Bretaña: un viejo barco de guerra, que estuvo en la batalla de Trafalgar con Nelson, remolcado ahora hacia el desguace. Los ancianos veleros convertidos en blancos fantasmas envueltos en brumas de decadencia.
Para que quede más claro, Bond le dice al jovencito: “Tienes acné y no tienes experiencia”. Todo conduce a una valoración de la vieja gloria del pasado. En vez de artilugios sofisticados (una clave en la serie), le entrega apenas una radio y una pistola. Bond recuperará más tarde su Austin Martin, escopetas de caza, dinamita, un cuchillo. El viejo orden. Su compañera llama a su habitación para ver si todo anda sin novedad. Bond está afeitándose. Ella se ofrece a terminar la tarea. Bond le explica por qué usa una navaja de barbero: “Me gusta hacer algunas cosas a la antigua”. La escena de cama se supone. ¿O no forma parte del orden natural de las cosas que el macho alfa conquiste a la hembra?
La isla en donde vive el villano es, como el viejo mundo, un lugar devastado. En las ruinas del pasado vive el mal. Hay que regresar a las ruinas para cerrar ese legado. Y, claro está, también Bond tiene que regresar al pasado: a Skyfall, la vieja hacienda familiar de un matrimonio cosmopolita y adinerado. Bond no podía, como Corto Maltés, ser hijo de un capitán de barco originario de Cornualles y de una gitana de Sevilla: necesita un pedigrí más acentuado, más colonial, donde quede clara la superioridad del Norte, de lo que está por encima de la línea abisal. Si ayer solo votaban los que tenían renta, hoy solo pueden salvar a la patria los que tienen apellidos (una recuperación constante de la herencia de sangre anterior al ascenso de la burguesía, como ocurre en la saga de La guerra de las Galaxias, donde los caballeros Jedi necesitan tener las midiclorianas altas, es decir, poseer sangre azul). Pero también es un recuerdo de que la grandeza del Imperio tiene que ver con mantenerse unidos (el “Reino Unido”).
Por eso la vieja casa está en el lugar donde ahora mismo está pendiente un referéndum de independencia: Escocia. ¿Y cómo puede Escocia independizarse si James Bond viene de ahí? En la vieja casa de Bond están “las viejas almas”, el rifle de cacería del padre salvado de la subasta, el viejo guardabosques que lleva toda la vida esperando volver a disparar contra seres humanos enemigos de la patria, el cuchillo, el refuerzo de las ventanas como en las antiguas películas del Oeste. “Las maneras antiguas son las mejores”, va a zanjar el guardabosques. No hay nada interesante en el mundo que está amaneciendo. Maldita desobediencia.
Regresar a las cloacas, matar a la bestia, morir por la patria, empezar de nuevo
La decadente M es cuestionada por su potencial sustituto. Un chupatintas, un burócrata que jamás ha disparado contra nadie. Sospechoso por tanto. El burócrata recrimina a M, a quien ve “anticuada”: tenemos que reportar al pueblo lo que hacemos. Rendición de cuentas es la expresión de la ciencia política. M se escandaliza: “¡El enemigo nos conoce!”. Y está “en las sombras”, escondido, acechando: “Ahí es donde debemos luchar”.
Es el propio enemigo, Silva, quien se define a sí mismo como “una rata”. A las ratas se las caza. Ya lo había dicho con motivo de los GAL y el terrorismo de Estado el Gobierno de Felipe González: “Al Estado de derecho se le defiende también en las cloacas”.
James Bond siempre ha señalado el peligro que acechaba al Imperio. Es al cine lo que Samuel Huntington a la ciencia política. Este politólogo, amigo de Kissinger, discípulo de Brzezinski y maestro de Fukuyama, señaló desde los años sesenta al enemigo de los Estados Unidos: los vietnamitas, la participación popular, los comunistas cubanos, asiáticos o soviéticos, los árabes y, finalmente, los latinos. No deja de llamar la atención que este último enemigo de Bond sea un latino, Raoul Wals, aunque su verdadero nombre es Thiago Rodríguez.
En su último libro, ¿Quiénes somos?, Huntington señala a los latinos en Estados Unidos, herederos de la Ilustración (y no del Mayflower de los peregrinos que llegaron a Massachusetts), como el futuro gran peligro de la civilización. James Bond, atento a las necesidades del país, va a enfrentarse con un latino naturalizado. Otra vez el enemigo está dentro. “Hay que ir a las cloacas”, dice M. Donde, al parecer, se esconden los que cuestionan el sistema (esta representación es idéntica en el último Batman. Si en Skyfall el enemigo está en la difuminación de información a través de las redes —Wikileaks—, para Batman el enemigo es, ni más ni menos, que Occupy Wall Street, los indignados norteamericanos que están dirigidos por un líder, igualmente enloquecido y traicionado por el sistema, que vive en las alcantarillas).
Para acabar con el mal hay que ir a los orígenes, hay que romper las nuevas reglas, hay que utilizar las mismas armas que el enemigo. El sustituto de M muestra entonces una faceta desconocida: es capaz de disparar y matar. Estuvo en la brigada antiterrorista en Irlanda, peleando contra el IRA. Ahora ya es de confianza. La resurrección está servida.
Skyfall, el hogar de James Bond, Escocia, huérfano desde niño (dice M que “los huérfanos son los mejores reclutas”. Como los niños de la guerra de África. Pero no es lo mismo que lo haga Inglaterra a que lo hagan los malditos negros). Bond es de origen noble. Necesita recuperar el nexo: el viejo guardabosques de sus padres recompone el hilo cuando le entrega el rifle de caza de su padre, lo único que no subastaron después de la supuesta muerte de Bond. Nada va a poder contra las maneras antiguas. Ni siquiera un helicóptero, que será puntualmente derribado (un helicóptero con música estruendosa que recuerda a los ataques guiados por la cabalgata de las Walkirias de Wagner en Apocalipsis Now). Será un cuchillo, un tradicional cuchillo, el que acabe con la vida del malvado Silva. La fuerza del pasado que regresa en un poema de Tennyson que recita M como su epitafio cuando sabe que tiene que irse para regresar: “No somos ya esa fuerza/que antaño movía la tierra y el cielo./Lo que somos somos./Un temperamento igual/de corazones heroicos/debilitados por el tiempo/y el destino./Pero con una voluntad fuerte/de esforzarse, de buscar/de encontrar y de no rendirse”. La mano de Logan, un reconocido autor de teatro de la escena neoyorkina, se nota.
El mal muere y va al infierno, pero el bien necesita construir su esperanza. La resurrección solo es posible cuando la muerte purifica. M va a morir con todo el acompañamiento simbólico: en una iglesia, con mucho fuego y con mucha sangre. La ordalía que ejecuta a la responsable de los males de Occidente deja que nazca la garantía del futuro orden: “Una cosa al menos hice bien”, dice dirigiéndose a James Bond antes de murmurar su postrero suspiro. Muere para renacer. El nuevo responsable de los servicios secretos le entrega una nueva misión a Bond, quien termina la película disfrutando de una visión de la que solo disfrutan los elegidos: desde lo alto, bajo la ondeante bandera británica, contemplando toda la ciudad (una imagen similar a la que repite Batman). Antes eran los reyes los que contemplaban toda la ciudad. Ahora ese honor les corresponde a los guardianes de nuestra seguridad. Bajo la bandera británica ondeando.
La película, en ese momento, recupera la luz. La oscuridad de todo el filme se transmuta en una luminosidad que mete el sol por los ojos. Tranquilo, Occidente: Bond ha regresado. ¿Podrá estar tranquilo quien no encaje en sus patrones? Eso es una pregunta para otras películas.