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CRÍTICA

'1936', la obra sobre la Guerra Civil que Franco no hubiera querido que vieran los españoles

Madrid —

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Andrés Lima lo ha vuelto a hacer y ha conseguido salir victorioso de uno de los mayores retos de su carrera teatral: llevar a escena nada más y nada menos que la Guerra Civil española. Una tarea para la que se ha encomendado a ese estilo por el que ya es conocido. Un estilo que es pura mezcla macarra y anarca donde todos los géneros teatrales pueden convivir y un chotis se puede juntar con el Spanish Bombs de The Clash y encajar perfectamente. 1936, la obra que acaba de estrenar en el Centro Dramático Nacional, es un recorrido por nuestra historia, por el horror de una guerra fratricida. Y al mismo tiempo es una toma de posición política, antifascista y republicana, ante la memoria y el presente.

La obra comienza dura, con un Queipo de Llano (interpretado por Morris) furibundo en Radio Sevilla el 18 de julio. El posicionamiento del montaje es claro desde el comienzo. La represión y la violencia no fue la misma en ambos bandos. En 1936, dice la obra, la violencia de la izquierda se llevó por delante 800 personas en el suroeste; la fascista, 25.000. Durante toda la obra se irán dando datos contrastados en la historiografía existente y contextualizados con las charlas que el equipo ha tenido con historiadores como Julián Casanova, Paul Preston o Ángel Viñas.

Desde ahí la propuesta no parará en las 28 escenas que conforman las cuatro horas que dura la obra. El espacio escénico, con el público a cuatro bandas, se convertirá en el tablero de guerra donde se atraviesa cronológicamente la contienda. Lima sabe que afronta un conflicto inabarcable. Y consigue no zozobrar por varias razones.

La primera es una tremenda capacidad de destilación gracias también a la escritura del propio Lima, Juan Cavestany, Juan Mayorga y Albert Boronat. Es increíble como está contada la Batalla del Ebro o la resistencia de Madrid en escasos 15 minutos. Y no es menor la capacidad de recrear episodios en los que falta mucha documentación histórica y gráfica como la matanza de Badajoz o la masacre de la carretera de Málaga a Almería. Episodios tapados hasta hace bien poco y que todavía siguen negando historiadores actuales de la talla de Pío Moa.

La segunda es la capacidad de aunar planos de emoción. Lo hace a través de la música y las canciones de la época. Los cuatro muleros, La internacional, Cara al sol o la mencionada canción que el grupo de punk británico The Clash dedicara a las Brigadas Internacionales, van entrando y aunándose en un dispositivo que consigue así escapar de lo discursivo. Un peligro que también evita con propuestas diferentes, desde la farsa de lo más horrible hasta llegar a simular un bombardeo sobre el teatro en el que parte del público participa agachado en el escenario junto a los actores.

Y la tercera es la capacidad de plantear espejos con la actualidad, puentes que unen diferentes planos de realidad, pero trazados desde lo escénico y no desde lo dicho. El gran ejemplo de esto es el coro de jóvenes de Madrid. Una docena de jóvenes estarán durante todo el tiempo en el espacio. Serán jóvenes fascistas, milicianos, pueblo, soldados que se matan, cantarán, serán aplastados en la carretera de Málaga, fusilados en Badajoz, bombardeados en Madrid, serán campesinos colectivizando tierras, cuadrillas de la muerte desperdigando el terror. Y los veremos, ahí, vestidos de calle, jóvenes y totalmente inmersos en el caos y el horror de unos años furibundos, en teoría para ellos lejanos. El espectador los mira y sabe que ellos también están mirando, bebiendo y digiriendo todo lo que pasa en escena.

Otro ejemplo de esta capacidad de levantar puentes con el presente es el acierto de dar relevancia a la voz de la mujer. Lima hará un homenaje a la generación de Las Sin Sombrero, saldrá Rosa la dinamitera, saldrán las milicias de mujeres en Cataluña, y el diario de Pilar Duaygües será, junto a los discursos de Azaña y Franco, uno de los hilos que atravesarán la obra (diario que con quince años comenzó a escribir al comienzo de la guerra esta joven de Barcelona y que se publicó en 2017).

Se abordará cómo la Republica supuso también una revolución feminista que buscaba la liberación de la mujer de la esclavitud del matrimonio y cómo eso levantó la oposición brutal de los sublevados. Algo que, sin explicitarlo, se confronta con el momento actual donde el resurgir de la extrema derecha ya nadie obvia que es también una reacción a la última revolución feminista.

Hay un momento donde esa voluntad de dar voz y espacio a la mujer se hace carne en escena. María Morales interpreta a Azaña. En un momento Morales se quita la ropa del prócer y se convierte en Clara Campoamor. A partir de ahí, Morales ya no necesitará caracterizarse como Azaña en los otros discursos que dirá de él. Pura metáfora escénica que solo se puede sostener en la dicción sensata y sabia de esta actriz.

Cabe resaltar el vestuario y la escenografía de Beatriz San Juan. Cada guerrera de cada militar, de Queipo de Llano, del General Mola, de Rojo, de Miaja o del propio Franco, son perfectas. El armamento es veraz, incluso la granada que le explota en las manos a Rosario la Dinamitera es una buena replica de las bombas FAI utilizadas por las milicias anarquistas. Todo ese trabajo da una seriedad documental al montaje que unido a la caracterización de Cécile Kretschmar, facilita que cuando, por ejemplo, Guillermo Toledo aparece como el General Miaja en escena esté clavado.

Además, luego está el trabajo actoral. Malabarismo puro y camaleónico donde todos brillan. Blanca Portillo está impresionante como Jose Antonio Primo de Rivera. Juan Vinuesa da con un Franco a medio camino entre el chiste y la pesadilla. Alba Flores está telúrica y terrenal como La Pasionaria. Y la Interpretación de Paco Ochoa de José Calvo Sotelo es de otro mundo. Su dicción, su porte, su fraseo… Es algo espectacular de ver.

La escena de Ochoa llega en una de las partes medulares del montaje que sirve para poder tener una mirada a los antecedentes de la guerra: la creación de Falange, el complot de industriales y la oligarquía desde el mismo pronunciamiento de la República, etc. Un flashback que es toda una virguería dramatúrgica que debería estudiarse ya en las escuelas de teatro. En ese flashback, además, veremos la parte más brechtiana e ideológica de la pieza en el que, aparte de antecedentes de la guerra, el montaje se permite un acercamiento a temas más transversales. Sobre todo, a dos: la violencia y el hambre. Ahí, Natalia Hernández, actriz esencial del montaje, habla al público, se rompe la cuarta pared. Todos cantan aquella canción de la época, Sin pan. La escena funciona como un tiro, descansa la representación, entra la reflexión y aunque hay algún punto desmedido, como comparar el hambre del 36 con la actual “inseguridad alimentaria”, es uno de los momentos más poderosos de la obra.

El tercer acto será el de la derrota del ejército republicano: el último intento, la Batalla del Ebro que salvó Valencia durante unos meses, pero que se convirtió en un baño de sangre con más de 30.000 muertos. Aparecerá Goya, siempre Goya, y se oirán las palabras de Azaña en ese discurso famoso a los dos años de la guerra en el que dijo que las generaciones posteriores deberán pensar “en los muertos y tendrán que escuchar su lección”.

La obra cuenta con un final que, sin destriparlo, puede decirse que es un claro homenaje a Emilio Silva y la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Un final teatral a más no poder, donde muertos y vivos se unen en el presente bajo una gran bandera de la República de diez metros de largo. Una escena de gran emoción que está llena de esperanza no cumplida.

1936 se erige como una propuesta sólida teatralmente y pertinente históricamente, una visión desde la izquierda sobre la Guerra Civil que no quiere agradar a todo el mundo y que aúna las revisiones profundas que los historiadores han realizado de la contienda en los últimos veinte años. Este montaje es el que Franco y el franquismo nunca hubieran querido que vieran los españoles. El aplauso fue generoso, enrabietado con lo que el hombre es capaz de hacer, con las injusticias que otros han sufrido, un aplauso cargado de historia y conmoción. A la salida pude ver a un joven que miraba al suelo y repetía para sí mismo: “Viva la República, viva el 14 de abril”.