Crítica

Alfredo Sanzol estrena una bufonada con aires de reflexión política y artística sobre la guerra de Ucrania

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Fundamentalmente fantasías para la resistencia es una comedia. Y no lo es. Alfredo Sanzol lo intenta todo en este montaje. Renovar la comedia más popular y viejuna del teatro patrio, posicionarse ante el complejo conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, esclarecer las concomitancias entre la tragedia y la comedia, e incluso darle una nueva vuelta de tuerca a Pirandello para hacer avanzar la metateatralidad contemporánea. Demasiadas cosas. Al final, queda una comedia de más de dos horas y media desequilibrada que, además, en ciertos momentos de pretendido gamberrismo teatral, cae en exceso en lo burdo y la brocha gorda.

Sanzol venía de tres grandes éxitos: La ternura (2017) que pudo verse hasta hace unas semanas en el Teatro Infanta Isabel, El bar que se tragó a todos los españoles (2021), ya como director del Centro Dramático Nacional (CDN) y, el año pasado, el texto de Juan Mayorga El Golem. Pero en este montaje —no había nada más que ver la aglomeración de público y el runrún del día del estreno— se la jugaba. Y Sanzol apostó por lo que le ha hecho crecer y darse a conocer, una comedia capaz de provocar la risa eléctrica en platea y un elenco con el que lleva trabajando y afinando modos durante años.

El punto de partida es osado y converge con la línea principal de programación de su dirección al frente del CDN: un teatro que hable del presente. Al igual que en los últimos años en el escenario del Centro Dramático se ha hablado de nuevas maternidades, de conflictos sociales como el de la Cañada Real o las trabajadoras de la limpieza, o de temas como el de la monarquía, la discapacidad, la memoria histórica o el feminismo, Sanzol ha querido meterle mano a la guerra entre Ucrania y Rusia. La obra fue escrita, como el dramaturgo nos informa en el programa de mano, cuando comenzó la invasión. Y se ha estrenado justo un año después, muy cerca del aniversario del comienzo de esta. Todo preparado para estar a pie de calle, para hacer un teatro, si no de urgencia, apegado al presente.

'Pin-Pan-Putin'

El argumento de esta obra que se representa hasta el 16 de abril en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, narra cómo una compañía ucraniana de la ciudad de Kiev, en su local de ensayos que ahora se usa como refugio, decide seguir haciendo teatro bajo las bombas y montar una parodia llamada Pin-Pan-Putin. Una farsa en la que un grupo musical barroco de Pamplona, el Txoko Barroko, es invitado al Kremlin a actuar para Vladímir Putin, ocasión que los navarros deciden aprovechar para asesinar al presidente ruso con la colaboración del CNI y la CIA.

La obra comienza con un monólogo dicho a público de la dramaturga ucraniana Patricia (Natalia Hernández), sobre el horror de la guerra y la función del arte y el teatro en un momento donde la estulticia del hombre campa a sus anchas: “Que la pena pueda reposar su peso inmenso sobre la alegría infinita de crear. Que el dolor tenga su confortable casa en el templo de una humilde ficción”, dice al final del mismo. Un prefacio facilón, sentido y buenista (¿quién no firmaría algo así?) que si se hubiese quedado en simple introducción hubiese aguantado. El problema es que durante toda la obra la comedia se irá cortando abruptamente para meter con calzador reflexiones sobre la guerra de Ucrania o teorizaciones sobre la comedia y el teatro. Algo que lastrará el ritmo y el propio sentido de la obra.

La comedia se defiende a capa y espada por los actores. Una trama en la que cada actor está desdoblado al interpretar dos personajes al mismo tiempo: el personaje del actor ucraniano y el que este representa en la comedia que están haciendo. Todos los actores están ágiles y dan una interpretación llena de energía. Hay momentos desternillantes; Sanzol tiene mano para la comedia y hay escenas y giros imposibles que suscitan la risa eléctrica del respetable.

Además, el autor escribe para unos actores con los que lleva años trabajando y sabe sacarles jugo. Juan Antonio Lumbreras lo da todo en su papel de un histriónico y desalmado Putin, Pepe Sevilla sigue siendo el gran rostro cómico de la incredulidad indefensa, Paco Déniz lo borda en el texto expansivo, Eva Trancón es un seguro de vida… Todos defienden con dientes la propuesta y son bien acompañados en la escenografía, el vestuario, las luces y la creación musical por Blanca Añón, Vanessa Actif, Pedro Yagüe y Fernando Velázquez.

Pero Sanzol decide meterse en camisa de once varas. Así, el desdoblamiento de los actores será el campo abonado para una reflexión metateatral sobre la ficción. No solo los personajes de la comedia Pin-Pan-Putin serán creación de la mano de la dramaturga Patricia, sino que también lo serán sus propios compañeros. La compañía, los actores, entre los que está su hija, su marido y su hermano, también serán fruto de su pluma y asistiremos a cómo esos personajes piden vida propia y llegan incluso a rebelarse contra su autora como en la archiconocida obra del italiano Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor. Un giro en el que, en detrimento de la propia comedia, se va haciendo demasiado presente la voz del propio Sanzol.

El autor omnipresente

La reflexión del autor llega a un punto culmen cuando una de las actrices de la compañía ucraniana, Olena (Julia Rubio), muere en un tiroteo en la ciudad. Patricia, la dramaturga, que es además su madre, no entiende cómo puede haber pasado ya que ella no lo ha escrito. Ahí, por arte de birlibirloque, otra de las actrices de la compañía, Taisia (Elena González), se revela como la diosa Némesis (la diosa griega Ramnusia que es la que restablece la justicia en el mundo) y le explica que no se puede matar a un personaje en una obra sin pagar un precio, en este caso la vida de su hija, que el arte tiene que ser responsable y ejemplificante. Comienza ahí un diálogo entre la dramaturga y la diosa que no es otra cosa que los circunloquios del propio autor, unas cavilaciones sobre la comedia, la corrección política y la finalidad del arte vacuos y que consiguen desnortar por completo la función.

Sanzol se defiende, gratuitamente y sin venir a cuento, frente a una supuesta intelectualidad que denosta la comedia como género menor y contra otros supuestos sujetos no identificados que se creen dioses con el poder suficiente para decirle a los autores cómo tienen que ser sus obras. Ya Ucrania importa poco. Estamos ante el gran escritor de comedias al frente del Centro Dramático Nacional hablándonos de sus problemas, de cómo su trabajo no es suficientemente valorado y entendido.

Este ombliguismo pasado por supuesta reflexión filosófica provoca que todo haga aguas. Los momentos donde entra la dura realidad de esos actores que están enfrentándose al horror de la guerra dejan de ser creíbles y suenan afectados e impostados. Y la propia obra, donde Sanzol se permite los juegos de la comedia más fácil —el histrión y la mueca, el chiste facilón y el retruécano que busca la risa rápida—, se revela como una estructura sin sustento. Se pretende hacer pasar por temeridad lo que es simple gamberrada; por algo renovador lo que en realidad es un teatro de hace décadas, muy antiguo y con una significación política muy clara.

La sensación después de ver la función es complicada. Una obra de teatro no tiene tanta importancia. Pero, irremediablemente, sí la tiene una función del Centro Dramático Nacional dirigida y escrita por su director que aborda un tema tan complicado como la guerra de Ucrania y el poder del teatro frente a la realidad política y social de nuestro presente. Si a este montaje se le quita todo el andamiaje de supuesta reflexión teatral y política tan solo queda una bufonada bien actuada pero muy antigua, una pantomima impropia de un centro dramático público que política y teatralmente, hablando en plata, suponen una involución llena de acentos retrógrados.