Los milagros son inesperados. Por caprichosos y porque casi nadie los espera. Pero a veces, ocurren. Y ayer en el ensayo general del estreno de Safo, en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, se alinearon los planetas. Principalmente, tres.
La propia Christina Rosenvinge, que en su primera incursión teatral da con una Safo pop y lánguida que es todo presencia; la dramaturga María Folguera, que ofreció un texto fragmentario, lírico, inteligente y juguetón sin necesidad de cargar tintas; y su directora, Marta Pazos, capaz de recrear un universo kitsch comandado por el espíritu de la Sofia Coppola de Maria Antonieta. Safo de Mitilene fue la primera poeta de la Grecia Arcaica que vivió en el siglo sexto antes de Cristo. Una figura masticada por la historiografía patriarcal y academicista que renace en esta obra fresca, reivindicativa de otra feminidad gozosa y sin lastres.
La obra comienza con unas parcas que vienen a reclamar el cuerpo en vida de Safo. Unas parcas futuristas que parecen sacadas de un video los ochenta de Robert Palmer, pero vestidas de Versace y que se mueven en un escenario rosa masticable: instrumentos de música rosa, suelo de danza rosa y, como fondo, una recreación a lo Christo del propio Teatro Romano de Mérida en miniatura.
Se la llevarán con monedas en los ojos para pagar a Caronte, pero antes recordarán la vida de esta poeta, cantante y creadora del plectro –púa para la lira–, libre y apasionada. “Fue la primera Bob Dylan”, afirma Rosenvinge a este periódico. “Safo no estaba en Atenas ni en Esparta, sino en la Isla de Lesbos, en la periferia, y desde allí crea un espacio de libertad, como si fuera la Ibiza de aquella época, ese es el imaginario que ha conformado un poco el espíritu del trabajo”, continúa la cantante.
Un colectivo ecléctico de mujeres
Aparte de estas tres creadoras, la obra está aupada por un colectivo de mujeres en escena muy destacable. Con una María Pizarro de fuerza insospechada en la poética del cuerpo (que ya trabajó con María Pazos en Comedia sin título, de Lorca) y con una sorprendente Lucía Bocanegra, una joven sevillana de 24 años proveniente de la danza y capaz de llenar un teatro con siglos de piedra a las espaldas. Un milagro que se va redondeando con una de las actrices más versátiles y correctas, en el mejor sentido de la palabra, de la escena: Natalia Huarte, que ejerce de contrapunto textual.
Por último, la banda: bajo, batería, guitarra y órgano en manos de Juliane Heinemann, Irene Novoa, Lucía Rey y Xerach Peñate. El conjunto está liderado por una Rosenvinge pop y experimental que, agarrada al texto de Safo, construye varios temas de gran fuerza como Hoy no duermo sola, pequeña canción de preciosismo pop delicado; Canción de Boda, himno folk que convierte el rito del matrimonio en un hermanamiento femenino y popular; y Canción de los fragmentos, pieza más rokera, de naturaleza experimental y que Rosenvinge contaba que le salió “un tanto PJ Harvey”.
Todas ellas, bailarinas, músicas y actrices, se contaminan y se reactivan unas a otras orquestadas por la libertad asociativa de Pazos, que se apoya en las luces arquitectónicas y ambientales de Nuno Meira y en el vestuario de Pier Paolo Álvaro. Este último va desde el look ochentero, pasando por la alta costura de gasa y vuelo, hasta aciertos insospechados de estética de los años cincuenta o un final funerario bañado en oro.
La finalidad: recorrer lo poco que sabemos de la vida de esta mujer que hizo más de diez mil composiciones líricas de las que solo quedan 190. Una pérdida nada inocente. Sería el Papa Gregorio VII quien decidiera quemar la obra de esta poeta en el siglo XI por inmoral. Recorrer su mito y su obra y revisitarla desde el presente, quitándole lastres y herencias espurias, y así poder heredarla.
Ovidio y la sandía
La obra contiene momentos de gran fuerza, que se apoyan en la manera de hacer del teatro experimental de finales de siglo pasado. Un teatro en el que las escenas se van conformando por pequeñas acciones o performances del cuerpo que trabajan para y por la polisemia. Destaca la escena dedicada a Ovidio en la que, además, la propuesta se posiciona políticamente.
Así, vemos a un Ovidio, interpretado por Natalia Huarte, pagado de si mismo, imperial, y al que se le acusa de haber deformado la figura de Safo en su conocido libro de Las Heroidas, donde “se inventa” que Safo se suicidase por amor al joven Faón. “Hasta Ovidio no hay ninguna referencia a que Safo se suicidó, y el mundo académico está muy de acuerdo en que Safo murió ya mayor, como los prueban poemas que se han salvado y hablan sobre la vejez”, defiende la autora María Folguera a este diario.
“Ovidio la encumbra, pero al mismo tiempo la trata con total condescendencia. Soy fea pero talentosa, con mi arte compenso lo que me falta, ya no me gustan las mujeres, mujeres alejaos de mí Citara que Faón se llevó lo que os gustaba… Todo eso que se dice en la obra es puro Ovidio y me encanta que se oiga de esa manera en el Teatro Romano de Mérida porque todavía estamos en esa misma cultura, en ese mismo culto”, recalca Folguera. “Es importante sacar la figura de la mujer artista de ahí, sino seguiremos siempre con que morirá pobre, joven, loca o maldita. Además, siempre vinculada a una figura masculina. Realmente lo que dice Safo es lo contrario: podemos ser grandes artistas, ser felices, amar a quien queramos, vivir en libertad y morir de viejas, no hay castigo, no hay estigma”, puntualiza Pazos.
Acaba esta escena de Ovidio con Rosenvinge cantando el Poema de la Pasión, “mi piel esconde un río que abrasa en mi interior, me zumban los oídos, se nubla mi visión”, dice la letra. Mientras, Natalia Huarte va comiendo con las manos un fruto de sandía que tiene entre las piernas con gesto un tanto punki. Un ejemplo de cómo la acción teatral, performática y no ilustrativa, puede ir hilando con polisemia e intención las distintas partes de la obra sin que está sea una sucesión de escenas. Así mismo, veremos un baile de Bocanegra con armadura en las piernas que en la dificultad gana en poética, o varios duetos entre esta bailarina y Pizarro de una gran fuerza donde el cuerpo femenino reina libre y tratado con sana impudicia.
Aunque todavía hay momentos, presencias y textos por pulir, la obra ya se mantiene y tiene todos los visos de ir creciendo. Aunque su lirismo no sea eficaz siempre y tenga ritmos o canciones menos agraciadas, como una incomprensible Canción de las musas, la obra contiene momentos de gran fuerza visual y musical donde reina una portentosa Rosenvinge que, si bien sabe que en el movimiento por el espacio y el decir teatral puede naufragar, arrasa en capacidad y magnetismo sobre la escena.
Safo es, en definitiva, una rara avis que campa con igual solvencia en el concierto, el clasicismo y la composición contemporánea. Hace ocho meses le proponían a Rosenvinge el proyecto, “acababa de perder mi móvil y con él todas las maquetas de mi nuevo disco, así que acepté sin saber en qué íbamos a acabar”, explica la cantante a este diario.
Ahora, tras pocos meses, se ha levantado una solvente pieza que también llama la atención por la conjunción de talentos de mujeres de diferentes generaciones y cómo han conseguido remar en una misma dirección. Una dirección que campa en un terreno sáfico sin moralina, gozoso, centrado en el deseo y vitalista. No es habitual, y es de agradecer, ver una gran producción que parta sin saber, ni remotamente, el punto de llegada y, además, apueste por la mezcla del pop, el teatro clásico, la autoría contemporánea y un lenguaje escénico renovador. Safo, después de las representaciones en Mérida esta semana, viajará al Teatre Romea de Barcelona dentro de la programación del Festival Grec, para luego pasar el 20 de julio a Sagunto y ya, en septiembre, entrar en temporada en los Teatros del Canal.