La semana pasada, debajo de la fuente de la Plaza de Colón en la sala pequeña del Teatro Fernando Fernán Gómez, se ensayaba la primera producción de este teatro dirigido por Laila Ripoll: Tea Rooms, obra dirigida por la misma Ripoll y que es una adaptación de la novela que escribió la escritora madrileña Luisa Carnés, figura revindicada por el movimiento de Las Sin Sombrero y que, después de un olvido de más de setenta años, hoy vuelve a lucir como el gran referente de la novela social femenina de la primera mitad del siglo XX.
Justo encima de las cabezas de las actrices que estaban interpretando a esas mujeres de los años treinta, que sufrían y padecían por poder trabajar y emanciparse, otras miles de mujeres se manifestaban el 8M. Después del ensayo, al salir del teatro, el Paseo de Recoletos, ya vacío, todavía bullía con ecos y proclamas de dignidad e igualdad. Pero la Historia es pertinaz.
Hace 58 años, en México, en un mismo 8 de marzo, Luisa Carnés celebraba la festividad de la mujer junto a sus compañeros del Partido Comunista, junto a asociaciones de mujeres y de exiliados. Se enviaban paquetes a compañeros encarcelados en España, celebraban en el campo, cantaban y comían... Un México que caminaba muy por delante de la España franquista había acogido a Luisa Carnés y a su hijo Luis después de la Guerra Civil.
Allá, Carnés había podido trabajar de lo que siempre quiso, de periodista en cabeceras como El Nacional o La Prensa. Allá, después de un primer matrimonio con el conocido artista gráfico Ramón Puyol, se casaría con otro de los españoles fundamentales del exilio en México, Juan Rejano. Años de actividad frenética en los que Carnés sacaría a flote a una familia, ejercería el periodismo, escribiría teatro y seguiría escribiendo novelas y cuentos, estos últimos ahora reunidos en el Editorial Renacimiento.
En México Carnés rehizo su vida. Y ese 8 de marzo de 1964, ya jubilada y centrada en su escritura, al volver con toda su familia en coche, llegó la tragedia. “Había llovido como allí llueve, el coche pegó un patinazo y tuvimos un accidente. A nadie le pasó nada, solo a Luisa, que se dio un golpe. Murió cuatro días después. Ese momento se quedó ahí grabado, parado, y el dolor lo inundó todo. Fue una tragedia horrorosa, tenía 59 años, como tengo yo ahora, era joven”, razona su nieto Juan Ramón Puyol, fotógrafo y también periodista que hoy está “feliz de lo que está pasando” con su abuela. “De algún modo, Luisa vuelve a caminar por las calles de Madrid, una ciudad a la que nunca pudo volver”.
Juan Ramón no recuerda a su abuela: ese día en el coche tan solo tenía tres años, ahora fotografía a la actriz Paula Iwasaki, Matilde en la función, el personaje que encarna el álter ego de Carnés. Una mujer de extracción humilde que comenzó a leer los folletines y la novela popular en los periódicos y poco a poco, de manera autodidacta, consiguió formarse en brazos de Galdós, de Gorki, de Dostoyevski o de Tolstói.
En cierto modo, Carnés es nuestra Miguel Hernández de la narrativa. Pero, si bien no tuvo un final abrupto como el alicantino, Carnés sufrió otra muerte: la del olvido. Después de triunfar entre público y crítica en tiempos de la II República con su primera novela, Natacha, y sus escritos en publicaciones referenciales como Estampa, llegaría el olvido hasta que, en el año 2002, la editorial Renacimiento recuperara su última novela, El eslabón perdido. Mujer, roja y exiliada, un camino complicado en el siglo XX.
De algún modo Luisa vuelve a caminar por las calles de Madrid, una ciudad a la que nunca pudo volver
Ahora, después de cierta recuperación de su figura en estos últimos años, Laila Ripoll ha decidido llevar al teatro su novela Tea Rooms, mujeres obreras novela que editó hace cuatro años la editorial Hoja de Lata y que Carnés escribió durante el año 1932 y publicó en 1934. Una adaptación fiel al espíritu, que sigue el estilo claro y directo de la autora. “Me he ceñido a la segunda mitad de la novela que se centra en el salón de té. Y por otro, he tenido que escoger personajes”, explica Ripoll que ha decidido centrarse en los personajes femeninos y circunscribir la acción a la trastienda del negocio.
“Lo que he intentado rescatar es la parte más inmediata. Como autora, soy muy rebuscada escribiendo y precisamente he intentado hacer lo contrario: rescatar la sencillez de Carnés, su tono incluso periodístico a veces. También he intentado rescatar la voz de la autora, sus reflexiones e impresiones que me parecían de gran pertinencia como eso que dice que la sociedad se divide entre los que utilizan el ascensor y los que siempre subirán por la escalera de servicio”, afirma Ripoll.
¿Teatro costumbrista?
Ripoll ha levantado una función con tintes del teatro costumbrista o realista, ese mismo que Galdós inaugurara en España en el Teatro Español de 1892 con Realidad. Algo inusual en la creación contemporánea, donde el teatro realista o naturalista se percibe como algo viejuno y pasado de moda. Es la primera vez que esta directora se interna en este código teatral. “El teatro costumbrista, realista, en el siglo XXI ya no es lo mismo. Mismamente el uso del espacio y la inclusión de otra tecnología hace que el acercamiento y el resultado ya sea distinto”, explica Ripoll sobre esta obra donde destaca el trabajo de video creado por Arturo Martín Burgos, que reproduce el escaparate de la tienda sita en la Calle Arenal esquina con la Plaza de la Ópera de Madrid. Vemos un Teatro Real difuminado y a las gentes pasar, contraste con la trastienda, micro mundo donde transcurre toda la obra.
La obra nos adentra en la vida de ese micro universo y sus personajes, un mundo en el que vemos a Silvia de Pé como encargada del comercio y verdadera sargenta insoportable; o a Carolina Rubio interpretando a Laurita, una mujer que comerá las sobras debajo de las mesas para que no la vean pues llega muerta de hambre, y que cuando la echen por sisar acabará ejerciendo la prostitución. Casarse, servir o dedicarse a la prostitución, contra esta triada es contra la que se levanta la obra y la autora.
“A Carnés le impactó mucho cuando llego al mundo laboral encontrar que, entre las mujeres, en vez de haber sororidad, en vez de ayudarse unas a otras, lo que había era una competitividad espantosa. Intenta analizar eso, ver qué causas tiene, era algo que la atormentaba. En Tea Rooms vemos relaciones de todo tipo, pero creo que aparte de rivalidades, que las hay, subyace un cierto hermanamiento”, explica Ripoll.
Mención aparte merece la interpretación de María Álvarez, veterana actriz bregada con Narros que en esta función da vida a Antonia, vieja trabajadora de la casa. María Álvarez es capaz, con pequeños gestos, de ejemplificar toda la contradicción de una España trabajadora que se debatía entre unos valores cristianos y una educación represora encaminada a defender a quien te da de comer. “En la dirección de actores he intentado levantar una propuesta sosegada, tranquila. Me apetecía mucho probar eso, que hubiera silencios, que la función estuviera respirada. Me apetecía acercarme a un cierto realismo de una manera 'chejoviana'. Quería hacer algo entre el cine y Chéjov, ese final para mí es el de Las tres hermanas de Chéjov, no hay esperanza, no hay fe en el ser humano, todo seguirá igual, no van a llegar nunca a Moscú y dos años después comenzará una guerra horrible”, explica Ripoll.
Ciertamente, la obra tiene algo de la factura de las series de época de los últimos tiempos. Pero juega a la dualidad. La trastienda dentro, la calle que vemos fuera. La que va en ascensor, la que tiene que subir por la escalera de servicio. Intenta Ripoll recalcar una sociedad dividida en dos que en muy pocos años iba a enfrentarse de manera fratricida. Y otra de esas dualidades es esa estética lavada, donde todo está colocado, una estética demasiado limpia que contrasta brutalmente con lo que se dice y pasa en escena.
Ripoll es teatrera vieja y su teatro siempre esconde bombas. Vemos a mujeres peinadas, arregladas, bandejas de perfectos croissants y pastelitos, vemos un teatro costumbrista, salidas y entradas de actrices que trasladan la vida cotidiana de un negocio próspero. Y, al mismo tiempo, se nos van contando las condiciones laborales míseras: tres pesetas por un jornal de diez horas, de unas empleadas que tardan siglos en llegar a su puesto de trabajo, que se cambian en un cuchitril de dos por dos, único sitio en el que se atreven a hablar con cierta libertad. Vemos cómo la encargada humilla y acentúa jerarquía con las otras, cómo el despido puede llegar por una palabra mal dicha, un despido que te lanza a la miseria o la prostitución, oímos cómo llega y golpea a la sociedad esa huelga tan poco estudiada en los institutos y tan reveladora, la huelga de los camareros (así se conoció, excluyendo al género femenino) de 1934. Una huelga donde se dejo sentir y afloró todo el rencor y la división de una sociedad desigual e inmersa en un clasismo atroz. Vemos cómo va dibujando Carnés una sociedad rota, llena de miseria e injusticia que no está tan alejada de la nuestra aunque disten casi cien años.
Sigue existiendo la diferencia entre quien sube por la escalera de servicio y quien sube en ascensor.
“Yo en el metro y el autobús me fijo mucho en el calzado. A las siete de la mañana ves a las kellys con deportivas heredadas o de segunda mano… o a las camareras, que es un sector que no ha cambiado tanto. Yo sigo viendo el miedo a volver sola a casa o a que te pregunten si tienes novio o si vas a tener hijos cuando te van a contratar. Todo eso está ahí, sigue existiendo la diferencia entre quien sube por la escalera de servicio y quien sube en ascensor. Sin duda”, afirma Ripoll.
La obra acabará en tragedia. Una estupenda Clara Cabrera, que da vida a una inconsciente y divertida empleada, se deja seducir por un galán de la cafetería. Acabará embarazada, intentará abortar, un aborto aplicado con unas varillas de paraguas. Hace menos de un año la sociedad argentina se volcó con la aprobación de la nueva ley del aborto, hasta ese entonces ilegal. Las mujeres salieron a la calle en tropel bajo una misma bandera, una bandera verde con una percha negra como símbolo. No parece que hayan cambiado tanto las cosas. La obra ha prescindido de parte del título de la novela, ese “mujeres obreras”. Se revela esta decisión como una estrategia. No se lo crean, Tea Rooms es un cóctel molotov vestido de cóctel de época. Luisa Carnés vuelve a pasear por las calles de Madrid.