Alberto Cortés es un torero queer, un enigma escénico, un Hakim Bey medio marica medio sufí, que explota en su última pieza, El ardor. Una obra escénica inclasificable, llena de la fuerza apolínea de Nietzsche y del verbo duro de Burroughs que Cortés convierte en verborrea incívica en busca de una comunidad de “maricas, bolleras, negras y no binarios”, de una “geometría secreta” y organizada que destroce nuestros hogares contagiándolos de ardor. La pieza consigue situarse en el romanticismo y el malditismo, algo que pudiera hoy parecer casi imposible. Aunque Cortés lo logra. Y, además, consigue que esas palabras se trasladen y se alojen en la carne. Su danza es de una belleza inseparable a su discurso, y su discurso no puede decirse más que a través de ese cuerpo. Experimentación escénica llena de verdadera indagación vital y un texto más que notable plagado de lirismo y acidez nada complaciente.
Esta semana, después de girar por varias ciudades y festivales, el montaje llega a uno de los últimos reductos experimentales e independientes de la capital, Replika Teatro. Pero la historia de este malagueño, esa historia que se decanta en El ardor, comenzó mucho antes. Cortés estudió dirección y dramaturgia en su ciudad natal: “A mí nunca me ha gustado el teatro, pero me di cuenta de que el teatro era una forma donde cabía todo. Para mí el teatro nunca ha sido un lugar para las historias, sino un lugar donde destruir esas historias. Cuando consigo destruirlas es cuando aparece mi propia voz”, confiesa a este diario. Fue en Málaga donde crearía en 2008 su primera compañía, Bajo Tierra, junto a otra malagueña, Alessandra García. En Málaga, a pesar de las instituciones, fue surgiendo una escena paralela, bulliciosa, que si no había sala hacían las obras en casas, que creó y gestionó su propio festival, El Quirófano, y que hoy recoge nombres como María del Mar Suárez 'La Chachi', Ximena Carnevale, la propia Alessandra García con Violeta Niebla, Cristian Alcaraz o Luz Prado. “Había muchas ganas, mucha actitud y muy poco dinero, era una cosa como muy canalla y muy punki. Se generó un caldo de cultivo muy importante para entender la escena de Málaga hoy, todos venimos de ese momento”, recuerda Cortés.
A mí nunca me ha gustado el teatro, pero me di cuenta de que el teatro era una forma donde cabía todo. Para mí el teatro nunca ha sido un lugar para las historias, sino un lugar donde destruir esas historias
En 2012, Cortés decidiría ir por solitario: ahí comenzaría una etapa de producción creativa fulgurante, a pieza por año: Viva la guerra, Exit, Historia de Mikoto, La última rave o Hollywood son algunas de ellas. En esta etapa, comienza a aparecer en escena: “Antes trabajaba desde fuera, aquello fue un salto importante para entender muchas cosas y para descubrir bien quién era yo frente al espectador. Y ahí empezó a interesarme la idea de una dramaturgia muy impura, en la que trabajar la remezcla, la tradición y el folclore, el flamenco. Buscaba en esa impureza cuál era nuestra raíz y cómo podía colocarla en la escena actual”, precisa Cortés.
Años centrados en la creación y con poca gira que fueron conformando al creador que hace dos años, con su pieza anterior, Masacre en Nebraska, estrenaría en el Festival de Otoño de Madrid. Una pieza que era un manifiesto colectivo, con una decena de actores en escena, en la que Cortés sentaba las bases del teatro que defiende, un teatro no hecho, no compuesto, que rehúye de la trama y la narratividad. En esa pieza, cuando Cortés abordaba el final, después de más de una hora de obra en la que se rememoraban, desde la irreverencia nacida de la admiración, piezas de creadores como Jan Fabre, Angélica Liddell, Rodrigo García o El Conde de Torrefiel; y después de hacer un homenaje ácido a todas las representaciones que se siguen repitiendo por todo el mundo de la La señorita Julia, obra archiconocida de August Strindberg, Alberto Cortés decía: “Yo en estos momentos, justo ahora, me siento muy pequeño. Cuando hago este tipo de cosas en el escenario me siento muy, muy pequeño. Soy el enano de Twin Peaks”.
Ahí, Cortés, después de decir que no iba a “follarse pulpos” como en el espectáculo de Liddell, ni que iba a dejarse mear encima, se bajaba los pantalones y decía con voz centrada y queda: “No queremos otra escena, no queremos otra historia, no necesitamos otra escena, queremos la caña después de la obra. Mejor: queremos la caña antes, durante y después de la obra. Pero no queremos más escenas ni más historias. Queremos fogatas, eso sí, fogatas para reunirnos alrededor del fuego, queremos un campamento de verano”. Ahí, en ese momento, Cortés muta, momento fundacional de un viraje artístico en el que comienza a hablar descamisado, entregado, al público. Ahí, en ese momento, está la génesis de El ardor: “Nebraska es el pico de ese bloque de la remezcla, tradición y folclore, es en ese final donde siento que en la siguiente ya no puedo seguir por ahí, que se abre otra puerta. La respuesta es El ardor, que apuesta por lo poético y no lo discursivo, que apunta a aquello que no se puede atrapar y que tiene que ver con una palabra que está en el cuerpo”.
El ardor, el deseo y el pensamiento 'queer'
La pieza de Cortés es un híbrido, no es ni una conferencia, ni un one man show, tampoco es danza y no deja de ser puro teatro. Ya al comienzo de la obra, deja claro que se entra en un terreno donde la palabra pedirá lo imposible, donde lo utópico, por no conseguible, es lo único que merece la pena defender. Con guasa retorcida, comienza diciendo: “La muerte separa a la gente, hay que exigirle al Estado que todos los que una vez estuvieron muertos vuelvan a la vida, exigirle al Estado la inmortalidad, la resurrección. Exigirlo en la calle, quemando coches. Vamos a liberar a Dios del problema de la carne y vamos a dárselo al Estado”.
Desde ahí, Cortés afrontará una perorata imposible donde, siempre mirando a público, irá desglosando un texto maravilloso, lleno de referencias masticadas y apropiadas, que abogarán por un malditismo feroz y suave al mismo tiempo, sexual y entregado. Agarrado a esa frase de Nietzsche que clama que “es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar luz a una estrella danzarina”, va convirtiéndose en un nigromante queer que, al mismo tiempo que corta cabezas con sorna y desparpajo, va mostrando su fragilidad convertida en voluntad severa. Una voluntad que quiere luchar sin complacencias por la intensidad vital.
En un momento de la obra, dice: “Cómo están las calles de bonitas, cómo están poniendo internet de bonito, cómo están poniendo la homosexualidad, la están dejando preciosa, la están dejando fina de bonita, están poniendo a los maricones de bien, están poniendo a los maricones de bonitos, están locos de contentos…”. Al preguntarle por el discurso queer que tiene la obra, Cortés lo tiene claro: “Todo discurso queer para mí implica un pensamiento, una autocrítica, una reflexión. En la obra aparece la identidad queer que es algo que nunca había aparecido de manera tan obvia en mis piezas anteriores. Hay como una salida del armario, pero no solo por lo queer, sino porque hay un gesto de mostrar quién era ese que estaba ahí escondido en las piezas anteriores. Y es verdad que también hay mucha sorna con el tipo de marica que estamos construyendo. Qué es esta cosa del marica buenista, del marica capitalista, del marica de los cruceros en barco. El marica de El ardor es lo contrario: es terrible, tiene que ver con lo maldito, pero lo maldito elegido, no lo maldito dramático de 'mira cómo sufro', sino lo maldito que tiene algo de terrorista tipo Los chicos salvajes de Burroughs, un marica terrible, peligroso, nada inofensivo”.
El deseo es también una cosa muy capitalista dentro de nuestra cultura marica, el deseo de usar tirar cuerpos
El creador va desgranando a lo largo de la pieza un concepto de ardor que se escapa del deseo: “Tuve que tener cuidado en separar estos dos conceptos, el deseo es también una cosa muy capitalista dentro de nuestra cultura marica, el deseo de usar tirar cuerpos”, precisa Cortés, que al intentar definir que es el ardor habla de algo que no puede extinguirse, como un deseo continuo, eterno, “un estado de entusiasmo y de fervor que nunca muere. En la obra hay algo que incita a la explosión, se propone una forma más peligrosa de estar”, explica Cortés, que dice no renunciar a poder crear con esta obra una comunidad peligrosa de maricas, bolleras, negras, no binarios y demás chicos salvajes. “Aunque sepa que es irrealizable, sueño con esa comunidad, sueño con poder tener un discurso peligroso. Sé que estoy en un teatro, que eso es imposible, que la gente está sentada en su butaca y que seguimos en una convención estructurada y pagada, pero quiero pensar que se está colando algo que puede golpear y encender. De ese romanticismo habla El ardor, de que la palabra puede levantar a la gente. Ese es el corazón de la pieza”, indica.
Se habla mucho del texto encarnado y enfermo de Angélica Liddell. Cortés consigue algo semejante, aunque sea por un lado bien distinto. El texto, esa verborrea imposible, se dice desde el cuerpo, pero desde un cuerpo que en vez de enfermar se va hacia la danza. Una danza que estará presente en todo momento, inacabada, fragmentada en palabras y movimientos inconclusos, pero que tiene dos momentos álgidos durante la pieza. El primero bajo un tipo de cante malagueño, similar al fandango, los verdiales. Ahí, Cortés torea, se ofrece. El segundo, bajo una pieza de Bach que acaba en musicón remasterizado por Pablo Peña del grupo Pony Bravo. Es el último baile, un baile de una fragilidad asombrosa, donde está el rebelde, el romántico, el endemoniado, y en el que Cortés va transfigurandose en mujer bajo un cielo enrojecido de muerte. Momento de pura danza inacabada, de confrontación con el abismo que es uno mismo.
Cortés en septiembre avanza que estrenará nueva pieza, One Nigth at the Golden Bar, en el Festival TNT de Terrasa: “Es un poco la prima hermana de El ardor. Es una declaración de amor supercursi, es una creación sobre el amor marica pero llevado a un extremo muy descarnado, muy romántico”. En su prestreno este mes en el festival de Dansa València la pieza ya ha dejado un rastro de gente entregada.