La mujer más fea del mundo tiene el rostro perfecto, los ojos perfectos, la nariz perfecta, los glúteos perfectos, los pies perfectos y un vacío perfecto entre el pecho y el estómago. Ella espera subida en una tarima, cubierta con un manto de virgen, a que el espectador tome asiento en la grada del Pavón Teatro Kamikaze. Lo hace mientras suena un canto gregoriano que invita a contemplarla como a una hermosa talla de iglesia. La diferencia es que no es de mármol ni de madera: esta virgen grita, llora y reniega de esas miradas superficiales.
Pero, de pronto, la liturgia deja paso a la música techno y Ana Rujas cambia la tela de gasa por una camiseta de algodón y unos pantalones cortos de atletismo. Se viste y se desviste sin pasar por bambalinas porque, cuando los sentimientos están desnudos, lo de menos es mostrarse en sujetador y bragas.
A partir de ese momento, el monólogo de la actriz se vuelve una sucesión frenética de palabrotas, pensamientos suicidas, confesiones sexuales, conflictos generacionales, críticas al capitalismo y anorexia en vivo y en directo muy difícil de reseñar. Ni siquiera Rujas y la directora de la obra, Bárbara Mestanza, han podido confeccionar un resumen para venderla ante el público y los medios.
Todo comienza un día entre semana, en el suelo de un baño cualquiera, dentro de un apartamento cualquiera de Madrid o Barcelona, con una treintañera tumbada en las frías baldosas sin poder moverse. La joven evita las superficies reflectantes y se recrea en la dejadez que solo se les permite a las mujeres cuando se confinan entre cuatro paredes. “Esta es una historia real. La suma de la vida de Ana Rujas, Bárbara Mestanza y muchas otras”, reza un mensaje en la pantalla.
La angustia o el “vacío perfecto” no se cura ni con droga, ni con fiesta, ni con amigas ni con mensajes de cariño de una madre. “Bárbara y yo estábamos pasando por un mal momento, así que una noche de mucho vino y mucho llanto en Nueva York, yo le conté cosas que nunca le había dicho y ella me convenció para convertirlas en un monólogo”, desvela Ana Rujas en conversación con eldiario.es.
Aunque hay partes exageradas y ficcionadas, es evidente que buena parte del texto sale de la vida de la actriz. Las referencias a Carabanchel, barrio obrero de donde procede, al mundo de la moda que le dio trabajo cuando los papeles escaseaban, a la anorexia, a la representante que le decía que ella tenía las caderas demasiado grandes y su amiga la cara demasiado fea y a los productores que solo la quieren para representar papeles de chica sexy con diez años menos van dejando pistas. Pero hay mucho más que referencias biográficas.
La mujer más fea del mundo es teatro a mazazos. Rujas se expande por la sala como un torrente ofreciendo chupitos o sacando su vis cómica y, cuando vuelve a la carga con la confesión de un abuso sexual o el coqueteo con unas tijeras (de punta redonda), el espectador ya no sabe cómo reaccionar. “Es una obra muy incómoda para ellos y para mí. Hemos tenido pases de todo tipo. Hubo algunos súper divertidos y otros en los que la gente se quedaba fatal y solo quería irse a casa”, desvela la actriz.
En cuanto a ella, prefiere no pensar en la catársis que vive sobre el escenario todos los días. “No me puedo permitir llevármelo a lo personal porque es una obra que requiere mucha energía. Cuando terminen los pases me vendrá el bajón absoluto, como me pasó en Barcelona”, confiesa, pero rápidamente rectifica. “También lo disfruto un montón. Procuro descansar, cuidarme y ya está”.
Mientras está postrada en el suelo, a la chica se le aparece un dios. Ella es atea, pero en el fondo del pozo a veces solo hay cabida para el agnosticismo si se quiere salir a flote. “A mí me llamaba mucho la idea de Dios, de la fe, de la Virgen y de nuestra España católica también. Al final traemos todos como el gen de alguna manera, seas o no seas”, explica Rujas. “De ahí, sin saber muy bien cómo, hemos hecho un retrato generacional”.
Más allá de un alegato contra la belleza o contra el body positive, La mujer más fea del mundo funciona a base de pensamientos inadecuados y refrescantes. Casi todos tienen que ver con los mensajes contradictorios que lanza el capitalismo para vender todo tipo de productos, y con el acoso sexual que se deriva tanto si sigues sus preceptos como si no. Rujas lo representa a través del ligoteo “inofensivo” de una noche de fiesta en una discoteca.
“No pretendíamos tanto hablar de la belleza física como tal, sino de usarla como ataque. Atacar con honestidad, con belleza y con verdad es la única manera de empoderarnos”, explica la coautora de la obra. Por eso en Mi sexo ataca y derriba. Sacude intestinos de vacas, el capítulo dedicado al deseo femenino, proponen la respuesta del tetazo contra cualquier ataque misógino. Esto es, noquear al patriarcado a través de la propia belleza. Marcarse un Femen espontáneo.
Porque las miradas de lujuria no caben en este espacio de desnudos integrales, aunque no de los que venden. “Es nuestro dolor hecho arte y queríamos ponerlo de una manera consciente y responsable más que en forma de discurso o de lección”, resume Rujas.
Una sobredosis de la misma vida. Sobrepeso a causa de demasiada cultura kitsch, barata y llena de plástico. Una persona resultado del consumismo más tópico de este siglo XXI en búsqueda de la salida más rápida: la salvación o la muerte.