Por dónde empezar. Vayamos a la última pantalla. Y de repente una enorme cruz baja del techo. Vuelven las luces. Moctezuma y Orteguilla han muerto y han subido al cielo. Están vestidos con chaquetillas de lentejuelas que parecen desempolvadas de las galas de José Luis Moreno y se dirigen a fray Jerónimo de Aguilar, que les atiende desde sus carnes todavía mortales. Le dicen que se han convertido en estrellas, que mire arriba y vea cuántas hay... “La muerte es solo ausencia de luz”, le explican al sacerdote estas dos almas bendecidas con la inmortalidad católica. Pero uno tiene la sospecha de que el que habla no es el emperador azteca de Tenochtitlán. Esa voz suena más a desvaríos ególatras de Nacho Cano. Sales de dudas con la última frase de la homilía, que dispara el actor que interpreta a Moctezuma antes de que llegue la traca final de luces, canciones, bailes y música: “¿La magia? ¡La magia es Él!”. Él es dios, claro, y Nacho Cano su nuevo apóstol, que se ha convertido para difundir su palabra en el Ifema, la tierra prometida, con una Biblia actualizada por los embrujos liberales del emprendimiento, la acumulación de riqueza y la hispanidad.
La cruz cristiana no es lo único que sube y baja durante estas tres insufribles horas —con media de descanso para consumir México en los bares de las carpas— de Malinche, que evidentemente debería haberse titulado Hernán Cortés. Lo de las cosas que vuelan por el escenario es un fetiche que Nacho Cano no ha logrado superar. Ana Torroja cuenta en sus memorias que a Nacho le gustaba la “parafernalia”. “Quería volar con alas, a José le parecía ridículo... Luego se cabreaban y, al final, me llevaba yo los palos. Yo acababa todos los conciertos llorando”. Aquellos maravillosos años de Mecano. José María no soportaba esa grandilocuencia hortera de su hermano. Si antes su hermano hacía de filtro en el ridículo, ahora Nacho está desatado y la consecuencia es un espectáculo tan bochornoso que cualquiera en su sano juicio, y con un mínimo cuidado por su propia carrera, se alejaría de este engendro racista, incluso 15 días antes del estreno.
“¡Una nueva raza grande, libre y mágica!”. Grita un cura sobre un escenario celebrando las teorías delirantes del más descarnado racismo —de hace siglo y medio— sobre los pueblos de origen no europeo. El espectáculo celebra y legitima la mugrienta idea de la salvación de pueblos que “no tenían pasado”. No es una crónica histórica de los motivos que llevaron a los españoles a invadir América, es una reivindicación de la evangelización. Y, a fin de cuentas, de una raza creada a imagen y semejanza de Nacho Cano: equilibrada, hermosa, inteligente, creativa y educada. La mejor marca blanca que tiene la decencia de contratar a una persona en el elenco —Andrea Bayardo como sustituta de Chanel— con un acento diferente al vallisoletano y nacida en México.
Cano sabe lo que quiere la España que añora al imperio español. Y les da estas cosas folclóricas del arte libre de los ochenta y recalentado en derechona desatada. Cano enloquece a la “España sin complejos” con una coreografía con sabor a Sábado noche y Mamachichos y un libreto infantiloide como las novelas de Arturo Pérez Reverte. Una lástima que no haya podido montar una pirámide azteca en la plaza de Colón. Es el colofón que se merece.
Nacho Cano ha tardado 12 años en hacer un musical que deja el teatro a un cuarto de llenarse cada noche y que, como los protagonistas, no sabe decir Quetzalcóatl. El Hijo de la luna ha viajado a un pasado falangista y le ha comprado todas las ideas y las formas, que desembocan en ese estribillo que tan malos recuerdos nos trae: “México, grande, libre”... Nacho Cano es un legionario que cree en el amor. En el dorado, también, pero sobre todo en la luna. Coloca una guitarra a Hernán Cortés, que se frustra porque no le sale la canción. Mira al astro nocturno y le reclama: “¡Este no es el acorde! Luna, por favor, ¡ayúdame!”. Mientras Malinche se está dando un baño en una de las dos piscinas que ha montado sobre el escenario para terminar haciéndolo en la tienda de campaña. Acaba de retratar el nacimiento de México.
“Una nueva raza nacerá de vuestra unión”, dice el fraile simpaticote y bonachón —no como los aztecas— para subrayar la idea más básica de Malinche: que Hernán Cortés y Malinche se encontraron y amaron y a partir de su hijo Martín surgió esa nueva estirpe civilizatoria que salvó América de los salvajes. Aprovecho para pedir perdón a mis vecinos de butaca, que se asustaron con mi primera carcajada cuando Hernán Cortés dice a Moctezuma: “¡Lo de los sacrificios se acabó! No está bien sacarle el corazón a la gente sobre una piedra”. La segunda ya no les pilló por sorpresa: “Ya me va cayendo mejor ese Jesús”, dice Moctezuma de Jesucristo...
Nacho mira a la luna y le pide cosas, mientras su chófer conduce el Bentley en el que le lleva de regreso a casa tras la representación. Malinche es un espectáculo dirigido a pijos —un término que usa el propio libreto— espirituales que pagan una entrada a partir de 55 euros y unos tacos por 15, tan falsos como ese México que sucede sobre el escenario.