A principios del siglo XX, muchas reliquias y construcciones españolas abandonaron el país para dirigirse a otro lugar. En 1926, cruzaron el Atlántico 35.784 bloques de piedra pertenecientes al monasterio de Santa Maria la Real, emplazado originalmente en Sacramenia (Segovia).
Arthur Byne, el ojeador artístico de William Randolph Hearst en España, fue quien se hizo con el claustro, la sala capitular y el refectorio del conjunto, fundado por Alfonso VII en el año 1141. Pagó por todo ello la módica cifra de 40.000 dólares. El cenobio, junto a elementos de otros templos, terminó ubicándose en Florida. Fragmentos de historia vendidos al mejor postor.
En 1927 ocurrió algo parecido, el monasterio de Santa Maria de Ovila, en Guadalajara, pasó de manos públicas a manos privadas por la ridícula cantidad de 3.130 pesetas. Cuatro años más tarde, la construcción cisterciense fue empaquetada y transportada hasta San Francisco. En un almacén del puerto de esa ciudad permaneció más de diez años por la falta de recursos de su comprador, nuevamente Hearst.
El edificio alcarreño, tras sufrir cinco incendios y el robo de algunas de sus piezas, terminó adornando la Abadía de New Clairvaux, en California. Sirvan estos ejemplos, más que significativos, para dar cuenta de la importancia que tenía el movimiento de obras de arte en las primeras décadas del siglo XX.
Aquel periodo es conocido como la fiebre americana, un momento especialmente voraz para la historia del arte español. Coleccionistas de diferentes nacionalidades, pero sobre todo norteamericanos, con la ayuda de marchantes y comerciantes de aquí, se hicieron con todo tipo de material importante. Desde pinturas murales o relicarios hasta claustros románicos.
“La ignorancia de los clérigos, el hambre de negocio de los anticuarios y la connivencia de las autoridades públicas eran los ingredientes de un peligroso cóctel que amenazaba de lleno el patrimonio histórico forjado a lo largo de siglos”, escribe el periodista José María Sadia en El último claustro: los enigmas del caso Palamós.
Es un trabajo a medio camino entre la novela de misterio y el ensayo periodístico, que se adentra en las oscuras aguas de la compraventa de bienes culturales con un protagonista absoluto: el claustro encontrado en los jardines de la finca Mas del Vent hace un lustro.
Se alquila finca con piscina y claustro romano
El 5 de junio de 2012 El País dio la noticia en portada: “Se alquila finca con claustro románico. Una lujosa mansión de Girona guarda en su jardín una joya del siglo XII”. Sin embargo, la información de los meses siguientes fue cada vez más desconcertante.
Estos son algunos de los titulares que aparecieron en la prensa: “Mas del Vent, claustro desprotegido”, “El claustro, por fin protegido”, “El informe final de Cultura asegura que el claustro de Palamós es falso”, “A vueltas con la autenticidad del claustro de Palamós”.
Nno todos los especialistas coinciden sobre su autenticidad. Gerardo Boto, profesor de Historia del Arte Medieval de la Universidad de Girona, se alinea con la tesis que defiende la autenticidad e importancia del hallazgo. Mientras, otros lo tildan de pastiche, una recreación que mezcla varios estilos, y, por lo tanto, falso. Dentro de esta última línea encontramos a José Miguel Merino de Cáceres, catedrático emérito de Historia de la Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y coautor de una obra que tiene especial relevancia en este contexto, La destrucción del patrimonio artístico español. W.R. Hearst: “el gran acaparador”.
Estas dos corrientes irán planteando interrogantes y líneas rojas sobre la viabilidad de un obra de hace ocho siglos. Además, sobre ella no aparece mención alguna hasta 1931, en el distrito Ciudad Lineal de Madrid. Esa es la fecha y el lugar en el que Ignacio Martínez empieza a montar el claustro. Los vínculos entre Martínez y Byne, expoliador de guante blanco, darán algunas pistas sobre el porvenir de la arquería.
Se podría decir que lo mejor y lo peor de cada casa se encuentra en el libro de Sadia. Descubrimientos únicos y joyas de nuestro patrimonio se mezclan con operaciones de dudosa ética y falsificaciones, tan estudiadas que han perdurado hasta el día de hoy. “Los anticuarios vieron en este negocio la oportunidad de sus vidas y la de poner en valor esos bienes que encontraban en las iglesias de los pueblos y las catedrales”, comenta el autor sobre los intereses de estos mercaderes del arte. “Las operaciones eran legales, aunque se puede hablar de moralidad. También habría que trasladarse a aquella época y ver lo que pensaban hace un siglo, que no es lo que pensamos ahora mismo, ni mucho menos”.
Esas tres primeras décadas ven cómo “el país entero se convierte en una tienda de antigüedades”, destaca Sadia. “Había especiales facilidades legales. A lo que hay que añadir la falta de percepción de la sociedad, que hizo que en nuestro país se diera un especial caldo de cultivo para este intercambio. España era el país idóneo”, sentencia el escritor.
Entre todos construyeron un negocio que vive su mejor momento en el primer tercio del siglo XX. Posteriormente, las obras empezaron a escasear, lo cual dio lugar a la picaresca y la aparición de trabajadores especializados. “Se abre la puerta a que personas con habilidades, como los canteros, puedan fabricar ese tipo de obras de arte: falsificaciones, imitaciones”, revela Sadia.
En busca de la reliquia olvidada
El escritor evalúa algunas de las incógnitas que sigue arrastrando la defensa del claustro como obra original. “Es un caso único que por su magnitud difícilmente podría pasar desapercibida tantos siglos. Por eso mismo se echa en falta la vida anterior a los años treinta”, afirma José María. Entonces, ¿dónde estuvo oculto? y ¿por qué no hay ningún documento?
Tomando como referencia el descubrimiento de este claustro, los actores del mercado del arte de antigüedades desfilan por las páginas de esta trepidante obra. “Algunos anticuarios alcanzaron la fama en su época, como los hermanos Ruiz o Juan Lafora, que estaba vinculado a la famosa venta del bote de Zamora”, recuerda el periodista.
Pero otros no necesitaron trascender más allá de su círculo cercano. “Muchos quisieron hacerlo así. Ignacio Martínez creó un negocio de la nada y jamás le contó a nadie dónde había comprado el claustro. Si era auténtico o no lo era”, dice el autor. “El hermetismo era una cualidad inherente a los anticuarios”.
De esta manera, destacan las investigaciones alrededor de familias como los restauradores Ortiz, los alemanes Engelhorn, últimos propietarios del claustro, o los anticuarios Martínez. De estos últimos, el escritor recalca la vida de Ignacio, sobre quien “tenía la obligación de entrar en su vida personal y cumplir uno de los objetivos del libro, que era dar a conocer su historia”.
Para el autor, parece “increíble que un personaje de la época se fuera a Madrid, demostrará todas las habilidades y además se atreviera a fabricar un claustro de enormes proporciones”. Pasados cinco años, la edificación sigue desconcertando a los mayores expertos en románico, arqueología y arquitectura. Sadia se pregunta: “¿Cómo encriptó las claves del conjunto de arcos para que, aplicando las últimas técnicas de análisis, todavía no sepamos si es verdadero o falso?”.
Compraventa de obras en el frío Madrid de los 50
Otra de las claves de El último claustro está en la recreación de pequeños espacios, prácticamente olvidados y a los que conseguimos volver gracias a una escritura rigurosa y seductora.
“El caso de las Galerías Conchita Piquer está explicado por Jerónimo, el hermano de Ignacio Martinez. Eso me permite reconstruir el personaje que era”, indica José María sobre otro de los comerciantes vinculados al zoco de Ribera de Curtidores. Agrega que “hay personas que hablaban de él, que lo conocían perfectamente y que detallaban cómo durante la semana se iba a los pueblos de Castilla. Allí conseguía las piezas con las que hacer negocio el fin de semana”.
Pero en el frío Madrid de los cincuenta quienes triunfaban y hacían buenos negocios eran habitualmente los afines al régimen. Eutiquiano García Calles fue uno de los anticuarios mejor relacionados, amigo personal de Carmen Polo. “Aprovechó su don de gentes con la mujer de Franco para beneficiarse en el aspecto profesional y montar un imperio en torno a las antigüedades”, expone Sadia sobre un hombre que llegó a poseer todo un edificio en la plaza de Santa Ana, donde también residía.
“Ni siquiera le interesaba vender obras. Le interesaba deshacerse de lotes enteros de vajillas o de textiles, que era su especialidad”, indica el responsable de El último claustro. La vinculación de García Calles con el régimen era tan estrecha que consiguió la propiedad del claustro cuando murió Ignacio Martinez. Así, García Calles fue el encargado de vender el claustro al millonario Hans Engelhorn por un millón de pesetas en 1958.
El periodista concluye llamando la atención sobre la conservación y trato de las obras que han llegado hasta nosotros. Por ejemplo, el ábside de la iglesia de San Martín de Fuentidueña (Segovia), que fue metido en paquetes y enviado a Nueva York en 1955. Ahora, como explica José María, “es una de las piezas más importantes de los conjuntos del museo The Cloisters, en Nueva York”. Mientras que al otro lado del Atlántico miles de personas observan la obra con admiración, según el autor, “en el lugar donde se erigió el auténtico templo ni siquiera saben de él”.