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La protección de la arquitectura contemporánea, un asunto en construcción

La reciente demolición de la Casa Guzmán, obra de Alejandro de la Sota, ha levantado oleadas de indignación, alentadas en primer lugar por la web que lleva su nombre, centrada en el legado de uno de los grandes arquitectos españoles de la segunda mitad del siglo XX. El hecho de que la casa Guzmán no haya caído debido a la especulación inmobiliaria, sino porque el heredero de la misma prefirió sustituirla por una de nueva planta y bastante vulgar, plantea no solo las habituales cuestiones sobre la pérdida de patrimonio contemporáneo. Se trata también de hasta qué punto y de qué manera ha de protegerse dicho patrimonio y qué derechos les asisten (o no) a sus dueños materiales.

Una casa no es un cuadro

A raíz de este caso, se ha llegado a escuchar en los medios que derribar un edificio para edificar otro viene a ser lo mismo que comprar un Picasso y cuando uno se ha cansado de él, raspar el cuadro y mandar pintar otro nuevo. Parece ingenioso e intuitivo, pero en realidad es solo una ocurrencia. Las artes no textuales ocupan el espacio de diferente forma. Los cuadros, fotografías, vídeos o infografías ocupan planos, por lo general paredes. La escultura o las instalaciones, un determinado volumen, por lo general reducido. La danza ocupa el espacio de forma dinámica y la música lo hace de forma total e inmaterial. Todas ellas muestran un rasgo común: no tienen un carácter funcional definido y puede prescindirse de ellas en cualquier momento.

¿Y la arquitectura? Pues la arquitectura se usa para residir, trabajar o entretenerse. Ocupa un espacio, el solar, y un volumen que pueden ser muy amplios y ello de manera permanente. La arquitectura no puede guardarse en un almacén como una pintura, ni se puede poner otra, como la música. Los problemas de todo orden que plantea la conservación de un edificio son complejos.

El caso concreto de la Casa Guzmán y su polvareda aneja son curiosos. Esa vivienda unifamiliar fue construida en 1972-73, cuando Alejandro de la Sota contaba 60 años y estaba ya muy reconocido en los medios arquitectónicos. En el mismo año 73 recibiría el Premio Nacional de Arquitectura. De la Sota venía a significar el baluarte histórico del racionalismo, tal y como como expresaba una broma estudiantil: Mies (van der Rohe) es dios y de la Sota su profeta. Es decir, que no se trata de una obra de juventud e importancia histórico-biográfica, como pudieron ser la casa Darwin (1905) de Frank Lloyd Wright, la casa Ryder (1923), la desaparecida casa Wolf (1926) o las Esters y Lange (1928) del mencionado van der Rohe, o la demolida vivienda unifamiliar Arvesú en la calle Dr. Arce de Madrid, que el mismo de la Sota diseñó en sus comienzos, en 1955.

La casa Guzmán era conocida sobre todo por sucesivas promociones de arquitectos debido a que está cerca de Madrid ciudad y , en efecto, es una construcción interesante, aunque seguramente menos que la anterior casa Varela (1964) en Villalba. Pero su ubicación en el pueblo de Algete, un municipio de 20.000 almas y algo a trasmano, la convertían en una perfecta desconocida para el resto de la humanidad. Lo que no puede negarse es que ha puesto sobre la mesa la conservación del patrimonio arquitectónico del siglo XX.

Demoliendo, reconstruyendo

Este patrimonio es más complicado de proteger que el anterior a 1900, ya historificado, y de hecho ha sufrido agresiones tremendas, mucho más graves que la casa Guzmán. Aparte de la antes mencionada casa de Dr. Arce, de De la Sota, lo más escandaloso en tiempos cercanos fue el edificio Pagoda (1965) de Miguel Fisac junto a la carretera de Barajas, demolida en 1999 con nocturnidad y alevosía. Pero muy cerca se alzaba la fábrica de cafés Monky (1961-62) de Alas y Casariego que era de un racionalismo muy Mies y que cayó un buen día de 1991 sin que nadie se diera cuenta.

La lista es apabullante. Aparte de construcciones de principios de siglo como los templetes de las paradas de metro de Sol y Red de San Luis (1920) de Antonio Palacios, hoy reconstruido en Porriño, algunas de las construcciones consideradas como pioneras y más importantes en la modernidad se han venido abajo o han sido drásticamente transformadas.

Una de las primeras, la gasolinera que Casto Fernández Shaw levantó en Alberto Aguilera en 1927, fue derribada en 1977 para no molestar a un hotel de nueva construcción. Pero la indignación se mantuvo hasta que en 1996 el ayuntamiento ordenó rehacerla.

Cuatro años antes, en 1923 se había construido la Fábrica de Chocolates Elgorriaga en Irún, de José Ángel Fernández Casadevante, derribada en 1997 para dejar lugar a un complejo residencial. Así puede seguirse con la Fundación del Amo (1929) de Soler y Bergamín, el mismo Pabellón de Mies van der Rohe para la expo de Barcelona de 1929, reconstruido en los 80. O la piscina La Isla (1931) de Gutiérrez Soto y finalmente el Frontón Recoletos (1936) de Zuazo y Torroja, víctima de bombardeos durante la Guerra Civil.

Tras la Guerra Civil, otros edificios, mismas actitudes

Por supuesto, obras realizadas tras esa Guerra Civil, algunas de ellas bien interesantes, han corrido una suerte similar. Son destacables los Almacenes Mazón, proyectados por Zuazo y de la Vega en 1945 en plena Gran Vía madrileña, la antigua sede de Edificios SEAT en Barcelona, obra de Ortiz-Echagüe y Echaide de 1956-58, o los Edificios SEAT en Madrid, de 1961-66, de los mismos autores.

También destacan los Hexágonos, construidos en 1958 por Corrales y Molezún para la Exposición Universal de Bruselas (trasladados luego a la Casa de Campo de Madrid y absolutamente abandonados). En toda España hay ejemplos, desde zonas de renovación urbana como Bilbao a otras de crisis industrial como Asturias. Barbaridades perpetradas a cuentagotas pero sin impedimento alguno.

La información existe, los criterios y la protección no

Una pregunta que se ha planteado estos días es si no existe información sobre arquitectura contemporánea generalmente considerada valiosa. José María Ezquiaga, decano del Colegio de Arquitectos de Madrid la respondía durante una rueda de prensa poniendo sobre la mesa los gruesos volúmenes de la Guía de Arquitectura de Madrid (que se extiende ya a toda la Comunidad) y que puede consultar cualquiera. Pero, como señaló una y otra vez Ezquiaga, ni el COAM ni ningún otro colegio español (con Guías similares) o una institución supranacional como Docomomo, tienen competencias para prohibir nada. Son las Comunidades Autónomas y los ayuntamientos quienes tienen capacidad de catalogar aquellos edificios dignos de protección.

Pero claro, proteger todos los edificios supondría paralizar en gran medida la evolución de cualquier ciudad, algo consustancial las mismas al menos desde Jericó. Lo que pide el COAM es que su Guía y otras similares se divulguen entre el público y sobre todo en los ayuntamientos para que, al menos, tomen conciencia de lo que tienen. E instar a la Comunidad para proteger de manera efectiva edificios notables, interviniendo en aquellos casos donde los ayuntamientos hagan caso omiso. Y no se trata solo de presuntas joyas de la arquitectura, sino también de edificios sin excesivo interés técnico o estético pero que se han convertido en iconos de la ciudad, como por ejemplo el Edificio de España en Madrid.

La verdad es que urge una catalogación, es decir, la protección de determinadas construcciones. Contando con otras realidades, derivadas del carácter singular de la arquitectura entre las artes.

La antigua Fábrica de Clesa (1962) del mismo de la Sota, no es solo un edificio sin destino (la fábrica cerró hace cuatro años) sino 70.000 m2 de solar. Especulación de más o de menos, resulta claro que algo hay que hacer en ese lugar. En este caso el ayuntamiento de Madrid y su actual propietario, Metrovacesa, han negociado que en vez de las viviendas inicialmente previstas y que se consideraban urbanísticamente muy problemáticas, se rehabilite el espacio para oficinas, manteniendo así su aspecto y su uso.

Con las históricas cocheras del Metro de Madrid (1919), aún no se ha llegado a un acuerdo. Porque no solo ha de catalogarse, ha de trabajarse con criterios algo más complejos. En el caso Guzmán, tan personal, ¿se le puede imponer a alguien la casa donde vive?