Una de las últimas misiones de Red Dead Redemption 2 consiste en tener una cita entre John Marston y Abigail, que aprovechan que tienen un rato a solas para cabalgar hasta al pueblo de Blackwater. “No sé, podríamos caminar un poco a ver dónde terminamos”, le dice él. Visitan un estudio de fotografía, ven una película en el cine y, finalmente, dan un paseo en barca. Entonces el juego se detiene y solo basta con presionar un botón para cumplir el objetivo de la trama: pedir matrimonio.
No hay que acabar con enemigos, ni resolver puzles, ni pasar a la “acción” entendida como apretar el gatillo. Lo que propone el título de Rockstar en este apartado es una historia de autodescubrimiento. Avanzar se limita a interactuar con un entorno convertido en metáfora de lo que sucede en el interior de dos personajes que, en este caso, representan los nervios de dos enamorados ante una pedida de mano.
Pero este modo de jugar no solo busca la introspección de las figuras que aparecen en pantalla. Quien se pone a los mandos pasa del habitual rol activo a uno contemplativo, donde las acciones pasan por deambular o explorar. A esta filosofía para contar historias se han sumado lanzamientos recientes como The Last of Us II o Death Stranding, pero su origen no está en las grandes producciones, sino en la escena indie.
Walking simulator es el término utilizado para denominar a este tipo de juegos, aunque quizá no sea la forma más adecuada de referirse a ellos. De hecho, la crítica cultural Eva Cid recalcaba en Twitter la necesidad de renombrarlos, ya que categorizarlos como “simuladores de caminar” no suele ser descriptivo y a menudo el término ha sido utilizado de forma peyorativa para denostar estos títulos. No se basan únicamente en la mecánica de andar por un espacio, sino en la relación con todos los elementos del diseño y las sensaciones que evocan.
El origen de los walking simulator puede remontarse hasta 1980, cuando al desarrollador Graham Relf se le ocurrió crear un juego con innumerables localizaciones basado en la exploración. Por entonces el concepto no cautivó demasiado al público, pero podría considerarse un primer eslabón de lo que luego veríamos en obras como Bioshock (2007), especialmente en su prólogo. Al inicio de este sufrimos un accidente de avión y despertamos en mitad del océano para pasar a descubrir la inmensidad de Rapture, una ciudad sumergida que se despliega ante nuestros ojos.
Pero el primer juego que realmente descubrió las posibilidades del formato (o las llevó al extremo) fue otro: Dear Esther (2012), desarrollado por el estudio británico The Chinese Room a partir del motor gráfico de Half Life 2. La aventura transcurría en una isla deshabitada mientras se escuchaba una voz en off al llegar a ciertos puntos, a modo de novela epistolar. Y en eso consistía, en avanzar por un sendero.
“Tras la publicación de este título, el término se popularizó: al principio se consideró 'despectivo' hacia el propio género, ya que, muchos jugadores no consideraban que fueran 'juegos de verdad'. Sus críticas se justificaban en la falta de retos, la imposibilidad de morir y tener una dificultad baja”, escribe la periodista Sofía Francisco en el libro Walking Simulators: la exploración hecha videojuego.
Pero lo que era planteado como un insulto, la etiqueta de walking simulator, fue objeto de un proceso de reapropiación por parte de jugadores y desarrolladores interesados en explorar los límites del medio. Como señala el sociólogo e investigador cultural Daniel Muriel en Canino, el título responsable de ello fue Gone Home (2013), ganador del premio BAFTA a Mejor juego debut y nominado en la categoría de Mejor historia. En él manejábamos a Kaitlin, que exploraba una mansión abandonada a partir de los objetos que iba encontrando en las habitaciones, ya fueran posters, fotografías o cartas, elementos que no eran meros coleccionables. Ayudaban a tejer la narrativa como otro personaje más, una semilla sembrada en la industria y cuya raíz llega hasta al reciente The Last of Us II.
Parte de la aventura de Ellie y Abby está explicada a través de documentos en cajones viejos o en paseos contemplativos bajo edificios en ruinas que, en definitiva, evocan lo que un día la humanidad fue antes de que estallara la epidemia zombi en 2013.
La mochila al hombro y cientos de kilómetros por delante
Virginia (2016), Firewatch (2016) o Tacoma (2017) también fueron títulos, todos ellos desarrollados por estudios independientes, que sentaron las bases de lo que hoy conocemos como walking simulators. Pero estos últimos años, además, el género ha sido aupado por grandes desarrolladores como Hideo Kojima.
Death Stranding se ambienta en un mundo distópico donde manejamos a Sam Porter Bridges, un repartidor cuya misión es entregar paquetes a lo largo de un Estados Unidos desolado. Para ello tenemos que caminar sorteando ríos o grietas con instrumentos tan rudimentarios como cuerdas y escaleras. Además hay que tener en cuenta el terreno: no es lo mismo andar por una superficie rocosa que por un prado llano. Cada piedra en el camino cuenta y un tropiezo puede significar la pérdida de la carga, por eso mantener el equilibrio y el cuerpo erguido del personaje es algo que siempre está presente. Es una obra que, al igual que las travesías por las montañas, se desarrolla con la vista puesta en el suelo.
No vamos a entrar a valorar el guion y sus posibles fallos o aciertos, sino sus mecánicas. Y el objetivo es sencillo: llegar del punto A al B sin que nada se rompa. Pero lo complicado, como suele ocurrir con el senderismo en la vida real, es lidiar con el agotamiento físico y mental que conlleva una ruta de decenas kilómetros en la que únicamente pasas tiempo a solas contigo mismo.
“Death Stranding captura como no he visto en ningún otro juego la sensación de cargarse la mochila al hombro y abrirse paso campo a través. Y no solo eso, sino que pocos juegos captan así la magia de estar caminando en un paisaje natural”, dice el youtuber José Altozano (DayoScript) en su análisis del juego. “El entorno existe por sí mismo sin tener que dar explicaciones a nadie. Algunos lo llamarán vacío, pero yo lo veo natural: te permite desconectar y fijarte en la belleza que te rodea”, añade.
Es una sensación que el título de Kojima infunde desde sus controles: si quieres agarrar algo con una mano tienes que mantener el botón del mando presionado todo el tiempo, demostrando así el valor que tiene una extremidad cuando llevas una mochila a la espalda cargada hasta sus límites.
Lo que comenzó como un experimento con Dear Esther (si es que establecemos ahí su origen) ha terminado convirtiéndose en un género en sí mismo que añade posibilidades a la hora de contar una historia y que, como señalaba Sofía Francisco en su libro, ya podemos reconocer como “un nuevo formato que tiene derecho a convertirse en otra forma de hacer videojuegos”.