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Cuando se acabe el tiempo

Rubén Martínez Dalmau

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Cuando se acabe el tiempo,

Este tiempo, esta extraña aberración que se va a lo oscuro, a morir…

El lúcido verso de María Beneyto evoca la capacidad que hemos tenido las sociedades de dejar atrás los peores momentos y salir reforzados de ellos. Aunque esta posición nos ha caracterizado desde el origen de los tiempos, en psicología se le puso nombre hace cincuenta años: resiliencia, de resilio -volver de un salto, rebotar-; esto es, la capacidad humana de sobreponernos a situaciones límite y salir fortalecidos de ellas.

La Covid-19 nos ha colocado en una situación límite y la crisis sanitaria dará paso a un tiempo nuevo; eso es lo que piensan siete de cada diez ciudadanas y ciudadanos según las últimas encuestas. Somos conscientes de que saldremos de esta y seremos capaces de superar el sufrimiento que nosotros y nuestras familias hemos soportado durante la crisis. Sabemos que llegará el día en que saldremos de nuestras casas y respiraremos profundamente con la vista en el horizonte; es esa convicción la que nos motiva ahora a confinarnos y a seguir las medidas de seguridad que nos proporcionan las autoridades.

Ahora es nuestra obligación reflexionar sobre qué significa “salir fortalecidos”. Y salir fortalecidos -así lo manifiesta el 80% de las personas consultadas- no puede ser en ningún caso pensar que las cosas serán como antes. Esa manifestación de la inteligencia colectiva que solemos llamar sentido común así nos lo dice. El sentido común nos indica qué podemos recuperar de lo que teníamos y qué tenemos que dejar atrás definitivamente. Y sin duda este ejercicio de reflexión profunda que realizamos cada día en sociedad, la conciencia de nuestra vulnerabilidad, el reconocimiento a quienes salen todos los días a enfrentar la enfermedad en primera línea de fuego, la mayor cercanía con allegados y los vecinos de escalera que hasta ahora eran casi desconocidos, los aplausos en los balcones y en los portales a las ocho de la noche, la experiencia de poder cruzar calles vacías de tráfico cuando se baja a por el pan y de respirar aire limpio en pleno centro de la ciudad, o la solidaridad entre generaciones pocas veces tan exteriorizada como ahora, desembocan en una conclusión: somos más conscientes de la necesidad de cuidarnos, de preocuparnos por nuestro entorno, de la razón de ser de nuestras vidas. Saldremos de la crisis siendo menos individualistas y más conscientes de la fuerza de la unidad.

Esa consciencia reforzará sin duda el papel de lo público. Lo público entendido como lo de todos, incluso más allá del Estado. Todos hemos sido testigos de amigos y conocidos que hace apenas unos meses apoyaban propuestas políticas a favor de los recortes en el sector público, en sanidad o en educación, y que ahora se han lanzado sin dudarlo a los brazos del sistema público de salud y han tratado a nuestro personal sanitario, como no podía ser de otra forma, de héroes. De hecho, los países que más sufrirán los efectos de la pandemia serán, lamentablemente, aquellos que no construyeron a tiempo un Estado del Bienestar y que, después de esta crisis, no dudarán en la necesidad de hacerlo. Sin Estado social, sin debate y control democráticos, sin inversión en derechos esta crisis hubiera sido una catástrofe de dimensiones mucho más graves de lo que será. Los problemas globales solo pueden ser combatidos son soluciones globales, y nadie en estos momentos discute que esas soluciones integrales solo pueden darse ahora mismo desde la reivindicación de lo público. Podemos desterrar el debate sobre la necesidad o no de Estado social y de más democracia: ese debate ya lo ha ganado la sociedad.

Pero la importancia de lo público, que ya no parece que pueda cuestionarse más, debe responder a los valores en construcción de nuestra generación; y esto sí estaba en cuestionamiento por parte de algunos sectores privados que siguen empecinados en imponer los intereses particulares sobre los generales. Recordemos que meses antes de la llegada del virus estábamos inmersos en asuntos fundamentales como la lucha contra el cambio climático, la transición ecológica y los derechos de la naturaleza. Estos debates no han quedado postergados, sino en un paréntesis a causa de la contingencia. Y serán muy importantes cuando salgamos a las calles y emprendamos nuestras vidas.  El llamado Nuevo Pacto Verde que lenta pero inquebrantablemente va infiltrándose entre los papeles de los despachos y las agendas de nuestros gobernantes es ahora ya no una opción, sino una obligación. Y todos debemos asumir nuestra parte de responsabilidad; tanto quienes toman decisiones políticas desde los gobiernos como quienes también las toman desde el sector privado.

El coronavirus ha fulminado las grandes ampliaciones de puertos, los monumentales proyectos de macrocentros comerciales y las propuestas de llenar con más hormigón nuestras costas y montañas. Ya no es sostenible que la mayor parte de los desplazamientos deban realizarse en automóviles particulares, que las grandes autopistas penetren hasta el corazón de las ciudades destrozando todo lo que encuentren a su alrededor, o que los aparcamientos sustituyan las calles, las plazas o los caminos. El modelo de desarrollo en que se basaban estas decisiones ha quedado descartado; los nuevos valores empujan hacia pueblos y ciudades más habitables, más adecuadas a una vida en sociedad, y en las que sea posible caminar para comprar el pan y respirar aire puro. Defender lo contrario sería no solo ir contra el sentido común, esa manifestación lúcida de la inteligencia colectiva, sino aún peor: sería ir contra la sostenibilidad de nuestra vida presente y futura.

Estos son los grandes debates que tendremos que ganar cuando desterremos al virus. Y será en torno a ellos donde se fijarán las posiciones de quienes quieren dejar el pasado y avanzar o quienes quieren seguir cometiendo los mismos errores que ya se cometieron, sin aprender nada de este tiempo acabado, esta extraña aberración que se va a lo oscuro.

Rubén Martínez Dalmau es vicepresidente segundo de la Generalitat Valenciana

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