En las series y películas policiacas es un tópico: la frase 'soy Johnson, de Asuntos Internos' basta para presentar a un personaje que como mínimo dificultará el trabajo de los protagonistas; a veces será incluso el Malo. Tampoco en las redacciones el Defensor de la Comunidad es el más popular. Y es que hay un aroma en esta línea de trabajo que va más allá de lo ingrata que pueda ser la tarea; una mácula de traición. Los de Asuntos Internos no son solo tocanarices; también han abandonado a los suyos y de alguna manera se han pasado al Enemigo.
Se puede entender que esto ocurra en grupos sociales tan cerrados como pueden ser los policías o los periodistas. Es también una idea muy equivocada, y hasta peligrosa, porque considera al Lector como el Enemigo. Pero hay al menos dos buenas razones por las cuales es necesaria esta función.
La primera es que policías y periodistas gozan de literales privilegios en su trabajo; hay leyes que les proporcionan protecciones que no están a disposición de otros ciudadanos. En las democracias los legisladores han decidido que estas funciones son tan importantes para la sociedad que quienes las encarnan deben tener especial protección. Los policías protegen la paz y detienen a quien intenta romperla. Los periodistas ponen a disposición de la sociedad la información que necesita, para que cada ciudadano pueda tomar sus propias decisiones. Ambos grupos profesionales tienen importantes tareas que cumplir, para lo cual se les dota de herramientas legales especiales. En justa correspondencia, su trabajo debe estar sujeto a especial control. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y alguien debe encargarse de ejercerla. Es mejor para todos que el primer nivel de control se haga desde dentro, por parte de quienes conocen de primera mano las dificultades de la tarea.
La segunda razón es casi más importante porque no afecta a la parte del oficio periodístico que es diferente a los demás, sino a la común con todas las profesiones: la obligación de cualquier trabajador de hacer lo mejor posible su trabajo. Se trata de un principio ético fundamental, la elemental idea de que no debemos querer para los demás lo que no querríamos para nosotros y viceversa; la regla de oro de la moral. Igual que un camionero debe aspirar a ser mejor caminonero y un pintor a ser mejor pintor, un periodista debe aspirar a hacer mejor su trabajo.
Esta voluntad de mejora es especialmente crítica en una situación como la actual, cuando la industria y las viejas certezas de la prensa están colapsando y nuevas empresas muy jóvenes, como eldiario.es, se afanan en reinventar la vieja profesión del periodismo en un nuevo entorno como Internet. La prensa como industria y los periodistas como profesionales tenemos que ir construyendo un nuevo futuro. Y la Red, con todas sus oportunidades y ventajas, no es el territorio más sencillo para hacerlo. La reflexión es imprescindible.
Tal y como yo la entiendo, la tarea del Defensor de la Comunidad ya no consiste sólo en corregir errores, sino que debe contribuir a mejorar la calidad del periodismo en tiempos de zozobra y en espacios de aplicación radicalmente distintos a los del pasado. Ya no basta con quitar lo que está enfermo o equivocado; es necesario ayudar a mejorar lo que no es incorrecto, pero podría ser mejor aún. Es importante la función de arreglar los yerros, pero también hay que aspirar a animar aciertos. Sólo un par de principios generales me acompañan al arrancar en este camino.
En primer lugar, las cuestiones relacionadas con artículos de opinión publicados por eldiario.es en general no serán atendidas. Como dice el viejo refrán las opiniones son libres pero los hechos son sagrados. Las opiniones no deben generar censura o castigo, y por la misma razón no deben ser protegidas de la refutación o las dudas. La discusión, en términos educados, es y será bienvenida. Pero no se deben eliminar opiniones por el mero hecho de ser impopulares, así como no se debe considerar la discrepancia como insulto. Las protestas que hagan cualquiera estas dos cosas serán obviadas. Trataré de centrarme en aquellos casos en los que la duda se refiera a hechos, que es donde los errores pueden hacer más daño.
En segundo lugar, hay un principio básico de la discusión en Internet que muchos participantes en foros parecen no tener claro: bloquear la participación de una persona en un foro particular no equivale a censurar su opinión. Cuando alguien se convierte en un obstáculo para la conversación y es eliminado de ella no se está acallando su voz, que puede todavía exponer a lo ancho y lo alto de Internet. Lo que se está haciendo es preservar los criterios de educación y civilidad del propietario de ese espacio de discusión, en este caso eldiario.es. Quien no quiera aceptar esos criterios es muy libre de irse a otro sitio; las quejas por presunta censura en los comentarios no serán recibidas con simpatía.
El resto del camino habré de descubrirlo sobre la marcha. Intentaré equivocarme poco, escuchar mucho y rectificar siempre que haya ocasión, para mantener el cargo a la altura a la que lo elevó su primera ocupante, Olga Rodríguez. Al contemplar lo conseguido por mi antecesora sólo puedo invocar la Oración del Pastor que musitara Alan Shepard al despegar por primera vez hacia el espacio: 'señor, no permitas que la cague'. Aunque a nadie le caigan especialmente bien, los de Asuntos Internos pueden hasta resultar útiles.
En las series y películas policiacas es un tópico: la frase 'soy Johnson, de Asuntos Internos' basta para presentar a un personaje que como mínimo dificultará el trabajo de los protagonistas; a veces será incluso el Malo. Tampoco en las redacciones el Defensor de la Comunidad es el más popular. Y es que hay un aroma en esta línea de trabajo que va más allá de lo ingrata que pueda ser la tarea; una mácula de traición. Los de Asuntos Internos no son solo tocanarices; también han abandonado a los suyos y de alguna manera se han pasado al Enemigo.
Se puede entender que esto ocurra en grupos sociales tan cerrados como pueden ser los policías o los periodistas. Es también una idea muy equivocada, y hasta peligrosa, porque considera al Lector como el Enemigo. Pero hay al menos dos buenas razones por las cuales es necesaria esta función.