La industria del aceite de palma lleva décadas bajo la atenta mirada de la sociedad civil internacional. Desde los años 90, varias ONGs han puesto de relieve el alto impacto medioambiental de este sector que, según WWF, arrasa 300 campos de fútbol cada hora tan sólo en Indonesia para plantar palma.
En 2004, la industria respondió a las críticas internacionales lanzando la Mesa Redonda para el Aceite de Palma Sostenible (RSPO en sus siglas en inglés), que debía poner las bases de una cadena de producción ética y sostenible. Sin embargo, la iniciativa, que está liderada por la propia industria, se ha centrado en el lado más visible de las críticas y ha dejado de lado los impactos sociales del sector.
“Los problemas ambientales y de disputa de tierras han tenido prevalencia y las condiciones laborales no han sido analizadas en profundidad”, asegura Rikke Netterstrom, directora de Helikonia, una consultora sobre sostenibilidad .
“De forma simple, la RSPO no protege a los trabajadores”, aseguró Robin Averbeck, de la Rainforest Action Network (RAN) en un comunicado durante la última reunión de la Mesa Redonda celebrada en noviembre.
“A pesar de las continuas violaciones, ningún miembro de la RSPO ha perdido nunca su certificación por problemas laborales. La certificación no asegura que no se estén cometiendo violaciones masivas de derechos laborales”, continúa la activista.
La industria del aceite de palma se ha sustentado tradicionalmente sobre la vulnerable mano de obra migrante. Cuando los holandeses introdujeron por primera vez la palma africana en la isla indonesia de Sumatra, a finales del siglo XIX, trajeron también consigo miles de inmigrantes de India y China para ocuparse de las plantaciones.
Hoy en día la industria del aceite de palma en Malasia e Indonesia, que supone más del 85% de la producción mundial, aún descansa en el trabajo de millones de trabajadores migrantes, desplazados desde otros países u otras regiones, para mantener y recolectar los frutos de los que sale el aceite más consumido del mundo.
“La industria del aceite de palma no hubiera sido posible sin el trabajo de los migrantes. De hecho, ha sido la industria del aceite de palma la que ha promovido el flujo de inmigrantes [en Indonesia y Malasia]”, dice Pablo Pacheco, científico del Centro para la Investigación Forestal Internacional (CIFOR en sus siglas en inglés).
Su situación en los dos principales productores mundiales es, sin embargo, diferente. En la subdesarrollada Indonesia, los migrantes viajan principalmente desde las regiones más pobres del país buscando una vida mejor en las provincias más ricas donde se planta el aceite de palma. “Normalmente son de comunidades rurales muy pobres y a veces ni siquiera hablan (la lengua oficial) bahasa, así que son muy vulnerables”, explica Fitri Arianti, de Rainforest Action Network.
Historicamente, el gobierno de Indonesia ha promovido el desplazamiento de trabajadores a través del programa de transmigración que fue creado para aliviar las áreas superpobladas del país, sobre todo Java. Este esquema, que da a los migrantes casas y tierra, ha reubicado a más de 3,6 millones de personas entre 1903 y 1990, según el Banco Mundial, y sigue activo hoy en día, aunque a menor escala.
En Malasia, un país de ingresos medios, los trabajadores de las plantaciones de aceite de palma son principalmente inmigrantes de países cercanos más pobres, como Filipinas, Nepal, Bangladesh e Indonesia. “En Malasia, la mano de obra de las plantaciones de aceite de palma procede casi por completo de otros países”, dice Eric Gottwald, director legal del Foro Internacional de Derechos Laborales (ILRF en sus siglas en inglés).
Las condiciones laborales en las plantaciones, explica Gottwald, son duras y los malasios no están dispuestos a recolectar los rojos frutos a cambio de los bajos salarios que la industria ofrece.
Un sistema abusivo que comienza en casa
Los abusos a menudo empiezan en sus lugares de procedencia donde son reclutados por redes que les cobran por conseguirles un trabajo en las plantaciones. “Es un sistema muy abusivo que incluye tráfico, esclavitud por deudas y pagos injustos”, explica Gottwald. Una vez en Malasia, muchos de estos trabajadores son contratados como jornaleros sin ningún tipo de contrato escrito y algunos tienen que entregar sus pasaportes a sus empleados, que se los retienen para que no escapen.
“Muchos de estos trabajadores son indocumentados y las leyes malasias son hostiles a los migrantes”, continúa el investigador. En este sentido, los permisos de trabajo están ligados a un empleador específico, por lo que los trabajadores no pueden buscar mejores oportunidades en otras plantaciones o sectores.
Malasia además no ha firmado ninguna de las dos Convenciones de la Organización Internacional del Trabajo que garantizan los derechos de los trabajadores migrantes. No obstante, uno de los mayores problemas en Malasia son los niños apátridas que los trabajadores migrantes tienen con las mujeres locales. La ley no permite los matrimonios entre extranjeros y locales y registrar a los niños nacidos fuera del matrimonio no es sencillo.
“Se estima que hay unos 60000 niños apátridas sólo en el estado de Sabah (uno de las principales regiones productoras de aceite de palma)”, asegura Marcus Colchester, consultor del Programa Forest People. El Departamento de Trabajo de Estados Unidos incluye además las plantaciones de aceite de palma de Malasia e Indonesia en su lista de sectores que utilizan mano de obra infantil.
En Indonesia, donde la mayor parte de los inmigrantes llegaron a las plantaciones hace varias generaciones, la discriminación entre los trabajadores locales y los migrantes sigue presente. “Hay incluso diferencias de salario, que suelen ser más bajos para los migrantes”, señala Fitri Arianti, de la Rainforest Action Network.
Pobres medidas de seguridad
La ONG Sawit Watch ha documentado además duras condiciones en las plantaciones indonesias, incluido maltrato, retención de salarios y pobres medidas de seguridad a la hora de trabajar con los pesticidas y fertilizantes. Los principios de la RSPO que toda plantación debe cumplir para conseguir la certificación incluyen, no obstante, algunos mínimos laborales. Los activistas denuncian, sin embargo, que los principios son poco claros y que no son comprobados adecuadamente durante las auditorías realizadas para obtener la certificación.
“Hay un problema de falta de integridad en las auditorías laborales. Los auditores a menudo están formados en aspectos medioambientales pero no laborales”, dice Eric Gottwald de ILRF. Así, el periódico estadounidense Wall Street Journal publicó el pasado mes de julio una investigación en una plantación certificada donde los trabajadores sufrían condiciones análogas a la esclavitud.
Un reciente informe de la Environmental Investigation Agency y Grassroots también denunció la falta de preparación de estos auditores y la corrupción que empaña todo el sistema. Para mejorar estos principios, una coalición de ONGs, sindicatos, grupos éticos de inversión y fundaciones publicó el pasado mes de marzo una guía básica de derechos laborales en las plantaciones.
“Es curioso que este paso se haya dado 10 años más tarde y que proceda de la sociedad civil, no de la RSPO”, dice la consultora Rikke Netterstrom. El principal desafío, dice Netterstrom, es el reclutamiento ético de los trabajadores. “Ninguna plantación ha sido capaz de dar respuesta a este problema. Es muy difícil controlar la procedencia de los trabajadores o contratarlos directamente”, continúa Netterstrom.
El abuso de trabajadores migrantes no es exclusivo del aceite de palma. Otras materias primas producidas en la región, como el azúcar o el caucho, también dependen de esta mano de obra, mientras que la industria pesquera lleva años enfrentándose a denuncias por el uso de trabajadores esclavos. A pesar de que el aceite de palma es uno de los pocos sectores que tiene su propio sello, las plantaciones aún tiene un largo camino por recorrer para poder ponerse la etiqueta de éticas y sostenibles.