La vida amenazada por las pandillas en El Salvador: “Tuve que dejar todo para salvarme”

La palabra “pandillas” disminuye el volumen de su voz. Evita formularla. Habla de ellas con eufemismos, tiene talento para mencionarlas sin citarlas. Si la conversación supera la superficialidad, su risa nerviosa se dispara, silencia su verborrea habitual, acelera sus bromas... El tic de sus piernas se acelera. Comienza a susurrar: Leo está amenazado por una de las maras cuya violencia sitúa a El Salvador como uno de los países más peligrosos del mundo.

Las maras o pandillas son grupos de jóvenes relacionados con el narcotráfico, que emplean la violencia para sostener la estructura de la organización a través de la extorsión, la amenaza y el miedo. “Ver, oir y callar”: tres palabras interiorizadas por buena parte de los salvadoreños cuando entran en contacto con sus integrantes o chocan de bruces con sus crímenes. “El otro día asesinaron a uno aquí, en la calle paralela. Pasé de largo”, dice un vecino de la zona rural. No es una excepción. “Pueden incluso mancharse con su sangre y continuar su camino... ¿Qué van a hacer?”, añade un agente municipal. Actuar puede acarrear la muerte. Cerca de nueve personas son asesinadas al día en el país en manos de las pandillas.

Si la pronunciación de los términos prohibidos baja su voz, las especificaciones sobre sus nombres obligan a Leo a coger un bolígrafo y escribir. En un lugar seguro y de absoluta confianza, el miedo subconsciente impulsa alguna que otra mirada de reojo antes de explicar con claridad encorsetada lo ocurrido hace cerca de un año: el día que decidió abandonar la comunidad en la que vivió durante la mayor parte de su vida en una zona rural de El Salvador y empezar de nuevo en otro barrio.

“Yo antes vivía en otra parte...”, susurra Leo –nombre ficticio–. Alguna media sonrisa saca a relucir el nudo en el estómago derivado de la razón de su desplazamiento. A punto de compartir los miedos que su orgullo esconde a empujones en su interior, se crea un pequeño silencio. Y continúa: “Fui amenazado por la estructura de una 'organización'. Aparecieron... Creo que no me pasó nada porque estaba mi mamá conmigo. Tuve que dejar todo para salvar mi vida. A saber qué me hubiese pasado si no llega a estar ella...”.

“Los mareros solo se matan entre ellos”. “Ninguna persona asesinada por las pandillas muere porque sí. Siempre hay algo detrás”. “Si no te metes con ellos, no hay riesgos”. “Es una lucha entre ellos”. Frases como estas suenan en buena parte de las conversaciones en las que los salvadoreños narran su visión de la violencia generada por estos grupos de jóvenes –y ya no tan jóvenes– que extienden sus tentáculos por todo el país. La mayoría asume la gran inseguridad, pero muchas de las personas con las que ha hablado eldiario.es añaden este tipo de matizaciones “tranquilizadoras”.

Leo no forma parte de ninguna pandilla. Nunca ha sido marero, no ha hecho negocios con estos grupos ni se ha metido directamente con ellos, asegura. Leo intenta ayudar a prevenir los ingresos de jóvenes en las maras a través de la sensibilización mediante su participación en colectivos juveniles, pero esta no es la razón que llevó a sus amenazadores a pedir que se acercase a ellos en aquel callejón de su barrio de casi toda la vida mientras paseaba con su madre. No es el motivo que impulsó las palabras que truncaron su vida: “Vas a saber quienes somos nosotros. Yo soy callejero, y nadie puede mentirme”.

“Piensan que estoy metido en la mara contraria”

La persona que lanzó el ultimátum pertenece a la banda situada en el barrio donde vivía –no especificada por su seguridad–. “Ellos pensaban, y creo que aún lo piensan, que estoy metido en la mara contraria, que ocupa la zona donde vivo ahora”. En su adolescencia, se llevaba bien con determinadas personas que han acabado siendo pandilleros de dos pandillas contrarias -una situada en la comunidad de donde huyó, otra en el lugar adonde se desplazó. Hace tiempo que había dejado de relacionarse con ambos. Aunque, “para evitar problemas, si les veía, les saludaba. Es la mejor forma, no permitir que huelan el miedo”.

Explica las razones de sus sospechas: “Cuando aún no estaban las pandillas instaladas en la zona a la que me acabé trasladando, empecé a llevarme con cierta gente de la que me alejé cuando me di cuenta de que me perjudicaban, aunque algunos fueran mis amigos”, recuerda sin parecer lamentar esa distancia. Según explica, en aquel momento todos lo entendieron.

Leo estuvo en el lugar inadecuado, en un momento en el que no tenía el significado actual. Con cerca de 16 años, comenzó a reunirse con gente con gustos de música similares a los suyos. Muchos de ellos se acabaron relacionando con las maras con el objetivo de comprar la marihuana que les había distanciado de ellos. “Era la única manera para consumir, todas las personas que toman drogas por esta zona acaban acercándose a los mareros. Después se engancharon y empezaron a traficar. Una vez que empiezas a colaborar es muy difícil salir”.

“Soy el único de ese grupo que no está metido en esas cosas. Ahora unos están en la cárcel y algunos han sido asesinados”, sentencia, asegurando que ni siquiera consumía, que solo pasaba tiempo con ellos antes de convertirse en lo que ahora son. Recuerda a una de estas personas, desaparecida en la actualidad. “Fíjate que a veces sueño con él” –rememora, con media sonrisa en su rostro–. Le pregunto que qué hizo para que lo mataran... Mantengo recuerdos suyos. Creo que él era amigo mío de verdad. Él era uno de los pocos que, aunque estaba enganchado, me decía que no lo consumiese, que luego era duro salir, insistía al resto para que no me ofreciese... No quería que cayese en lo mismo que él. Yo pienso que era mi amigo pero, antes de que desapareciese, habían pasado muchos años desde que me distancié de él“. Esta persona, según explica Leo, ”colaboraba“ con la mara de la zona para conseguir droga. La ligereza con la que se habla del asesinato refleja la cotidianidad de la criminalidad en El Salvador. ”Aquí la vida no vale nada“, sentencia sonriendo el agente municipal.

Las amenazas no quedaron en aquel primer día. Unos chicos le comentaron que tuviese cuidado, habían sido enviados por la mara del barrio que desertó. “Me advertían de que si pisaba un punto muy concurrido del departamento me iban a matar. Que pasaría un coche y me dispararían. ”Continué yendo –ríe, consciente del peligro–. No puedo cambiar mi vida por ellos y era difícil que entrasen a esa zona porque es territorio del grupo opuesto“.

Las bandas salvadoreñas surgieron en Estados Unidos a principios de los 90, como sello identificativo en el principal país de destino de millones de salvadoreños emigrantes. Existen dos grupos de pandilleros contrarios. Luchan entre ellos para demostrar su poder: la MS 13 (Salvatrucha) y la M 18.

Aunque repita una y otra vez que, tras tomar contacto con las pandillas, la marcha atrás es inviable, Leo intentó evitar que sus amigos cayesen donde ya están inmersos. Lo hacía escupiendo sus pensamientos contra ellos sin edulcorantes. “Algunos me decían que les hacía falta que yo fuese con ellos, que por qué no iba a consumir. Les contestaba que me sentía bien así, que mi droga es la música. Poco a poco fueron respetándolo. Les decía que, por lo menos, a los artistas la droga les ayuda a escribir algo, pero que a ellos no les servía de nada; les repetía que prefería estar sólo que con ellos; bromeaba aceptando que, sí, que los no consumíamos éramos tontos... Pero no llegaban a entender a lo que me refería, ellos se reían, estaban drogados. Desde que se metieron en las 'organizaciones' no se lo digo... podría tener problemas”.

El veinteañero es alegre, bromista, activo. Suele parecer el más extrovertido del grupo, el típico amigo cuya ausencia resalta. Tiene grandes aspiraciones, muchas ganas de hacer infinidad de planes, pero los riesgos y las dificultades económicas –tanto las individuales como las estructurales del país– ralentizan su camino. Si la inseguridad extendida por todo El Salvador ha determinado en el último año las rutinas de vida de los habitantes de determinadas zonas rurales, la situación se agrava en las personas en las que las pandillas tienen sus ojos clavados.

Además de querer emprender nuevos caminos, también aspira a cambiar las cosas: participa en colectivos juveniles relacionados con la prevención de la violencia y pasa horas pensando en cómo los jóvenes salvadoreños pueden unirse para recuperar su dignidad y tomar voz en las decisiones políticas, de las que muchos se sienten excluidos. En cómo pueden dejar de “pagar todos por unos cuantos”, otra de las frases más escuchadas.

Sabe que estar involucrado en este tipo de colectivos podría aumentar el enfado de la mara que le amenazó, pero no quiere deshacerse también de esta parte de su vida. No por los pandilleros. El pensamiento de sumisión hacia cualquier tipo de grupo social parece dañarle. “Mi madre me dice que tenga cuidado. Yo le digo que no me importa, lo necesito... Me desahogo, permite que tenga un espacio donde trabaje de forma sutil para cambiar las cosas”, confiesa Leo.

“La juventud tiene dos opciones de futuro: o emigrar o caer en las maras”

Estudió el bachillerato y, hasta ahora, no ha podido empezar a tomar clases para desarrollar su pasión. Ni de ninguna otra carrera que pudiese motivarle: la mezcla entre la saturación de la universidad pública de su localidad y la imposibilidad de costear sus estudios en la capital le obligaron a esperar, como aguarda una buena parte de los jóvenes habitantes de las zonas rurales de El Salvador que tienen pretensiones de estudiar más. “La juventud tiene dos opciones de futuro: emigrar o caer en las maras”, concluye con resignación uno de los miembros de la junta de una comunidad rural salvadoreña. Pero aquí hay mucha gente que no se contenta con eso y, de forma aún sutil, comienzan a organizarse. Pero la inseguridad aprieta.

Leo no puede acceder al barrio contiguo de su comunidad actual. Escasos metros separan una zona de otra. Si necesita algo solo podría ir en coche, sin que nadie le viese. “Los mareros controlan todos los movimientos de su territorio”, describe Leo, que no puede ni siquiera coger un autobús que cruce esa localidad. A las 19 horas, el día acaba. La gran mayoría de la población rural de El Salvador se encierra en sus casas, la Policía sospecha de todo aquel que vague por las calles al anochecer.

Los tatuajes, símbolo durante años de los pandilleros, pueden convertirse en enemigos de aquellos que los lucen por pura estética. Por un lado, la sociedad rural observa con cierto recelo; por otro, los agentes activan sus sospechas; por último, puede despertar la ira de los mareros. “No les gusta que se parezcan a ellos si no son uno de los suyos: no podemos tatuarnos, no podemos calzar unas Nike Cortez –zapatillas con las que suelen distinguirse algunos integrantes de las bandas–. También actúan contra la gente que consideran 'superior' a ellos. Yo a veces bromeo con mis amigos: ”Van a por mí porque soy mejor“.

Y ahora, ¿qué? “Supuestamente se creían que yo estaba en EEUU, aunque imagino que ya saben que no me fui”, responde el joven que escribe versos secretos por las noches, que se siente identificado con canciones de Calle 13, que abre sus ojos y oídos para entender otras culturas, que motiva y ayuda a los que le rodean. “Estuve a punto de irme; cuando mi mamá me dijo que no me quería aquí, que me fuera. No quería que su hijo corriese peligro... A veces sí lo pensé”, asume contrayendo su rostro, tras reconocer su “debilidad”.

“No quería irme por su culpa –de las maras– pero, sí, me daba miedo, y tenía mucho resentimiento con personas que me saludaban y luego, en realidad, me querían muerto. Después de cambiarme de zona podría haber cumplido sus acusaciones y haberme convertido pandillero de los contrarios por rencor. Hubiese sido fácil, pero me niego a hacerlo”, sentencia el chico, antes de contar uno de los proyectos que ocupan su pensamiento. “Este problema es como cualquier enfermedad, lo importante es prevenir. Tenemos que vacunar a los niños de las maras”. Tiene muchas ideas, aunque necesita un empujón para ponerlas en práctica.

“Me dicen que mi barrio anterior ya está tranquilo, que ha bajado más la incidencia de violencia, pero siempre hay gente... Yo no quiero volver. No estoy bien aquí, pero creo que me han respetado más en esta zona. Nunca me han dicho nada por irme del territorio contrario, ellos saben por qué estoy aquí: saben que no quería meterme en problemas”.

Estigmas sociales: “Pagamos todos por unos cuantos”

La inseguridad del día a día ante la amenaza de los pandilleros se une a otras formas de exclusión social. El hecho de haber tenido contacto con algunos de los que ahora son pandilleros, disparan rumores que llegan a la madre de Leo. “Todavía dicen que yo consumo, se lo dicen a mi mamá. A saber que más cosas le dicen de mí. Ya ni me las cuenta. ”Puede ser que gracias a ella no esté como el resto del grupo. Quizá en esas circunstancias uno piense: 'No quiero defraudarla'. Parece mentira, pero los consejos sirven bastante“.

Una tercera vía de represión aparece de la mano de la Policía salvadoreña. Determinadas calles de las zonas rurales, donde en el último años se ha dado un repunte de la violencia de las maras, están plagadas de agentes públicos y guardias privados, con armas bien visibles de todos los tamaños. El Ejército también apoya ciertas zonas “calientes”. Y a Leo le toca pagar por el pecador. “Cuando no me acosan las maras lo hace la represión policial. Si me ven por la calle un poco tarde me retienen, me cachean, me golpean, me huelen la cartera por si llevo droga... La última vez, mientras me chequeaban de forma agresiva me preguntaron: '¿Pero quién te crees que eres?'. La respuesta era fácil: Soy un joven, soy un joven que viste como un joven”.

El juicio social también podría haberle empujado a los tentáculos de las maras. “Hay personas que me tienen miedo. Subo en un autobús y gente que no me conoce, a la que mi estética le hace desconfiar, clavan en mí una mirada muy seria, con temor. O se adelantan a saludarme con excesiva cortesía, nerviosos”, describe Leo. Ríe, como de costumbre. Parece habituado pero sin acabar de acostumbrarse.

“Yo me relajo, quizá cuando ven que no les presto atención se quedan tranquilos. Pero dan la pauta del miedo. La pauta que da un gran poder a las maras. Yo siento su miedo. Si yo dijese: 'Deme tanto dinero...'. Me lo dan, porque no me conocen... Me lo darían, me lo darían. Y no tienen ni idea, es todo lo contrario. Yo se lo cuento a mi madre, me da la risa...”. Ella se preocupa. “Me dice que cambie mi manera de vestir pero le digo que no, así me siento bien. Aunque sí quiero cambiar cómo me ve la gente”, confiesa con seguridad. “Si mantengo mi forma de vestir y me conocen, a lo mejor se les caen los estereotipos. Quizá ayudo a que cambien ellos también”, concluye el salvadoreño cargado de sueños estancados, a la espera de una oportunidad para modificar su alrededor.

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Nota: Esta cobertura es posible gracias a la financiación de la ONG Agareso y del Fondo Galego de Cooperación con el objetivo de trasladar a un grupo de periodistas para contar a través de un documental los esfuerzos comunitarios para sacar adelante a la sociedad, en un contexto marcado por la violencia de las maras y la pobreza.