13 de diciembre de 2016. Un mensaje de texto anónimo en el móvil. Una amenaza más. “No se meta en lo que no le incumbe, evite problemas, sus hijas están muy lindas y piense en ellas, gran malparida perjudicial evite problema [sic] porque hasta su madre se la desaparezco”.
Lo recibió Jakeline Romero, defensora de los derechos del pueblo indígena wayúu que vive desde hace siglos en la Guajira, al norte de Colombia. Desde el año 2000, relata, las amenazas de muerte forman parte de su vida y de la de su familia. Es el precio a pagar, dice, por su activismo contra los abusos de los paramilitares y la extracción minera en su territorio, una península desértica a orillas del mar Caribe rica en recursos como el gas, el carbón o la sal donde habitan cerca de 300.000 wayúu.
De todos los días marcados por los mensajes intimidantes, Romero recuerda en especial uno. Fue en 2014. La líder wayúu se encontraba fuera de Colombia. Iba de camino a un foro de Naciones Unidas cuando su hija Génesis, de 15 años, recibió una de las amenazas por teléfono. Aquel día casi se rinde, asegura en una entrevista con eldiario.es.
“Fue muy duro estar lejos de casa con tremenda situación. Me tocó volverme de ese viaje, porque fue tal la impresión que no me sentí capaz de seguir”, recuerda la también activista del coletivo 'Fuerza de mujeres wayúu', que lleva años acompañando a las comunidades afectadas por el conflicto armado y la minería.
“Mi familia me ha pedido que me aleje, porque me pueden matar. Es lo normal, ellos se preocupan, en especial mi madre. Mis hijas son mi apoyo principal, ellas se enorgullecen y me dicen 'no te dejes mamá', pero mi mayor temor es que actúen contra ellas para dañarme”, confiesa Romero. “Yo les digo que esta es mi vida. No me imagino quedándome en casa encerrada con miedo cuando puedo seguir defendiendo a los míos”, sentencia.
200 activistas fueron asesinados en 2016 por defender el medio ambiente, según Global Witness. El 40% era indígena y la mayoría se produjo en América Latina. Las activistas indígenas se enfrentan a amenazas específicas por el hecho de ser mujeres como “la violencia sexual, el acoso a sus hijos y la discriminación en sus comunidades”, recuerda la ONG.
“Por las amenazas he tenido que cambiar algunas cosas de mi vida cotidiana. Ya no puedo andar por ahí caminando libremente por las calles del pueblo o visitar como antes todas las comunidades, pero también es una enseñanza que me ha permitido hacerme más fuerte y entender que no podemos callar. Hay que denunciar, hay que contar al mundo todas las realidades que padece nuestra gente”, comenta.
Su organización, asegura, ha denunciado estos hechos. “Ha sido difícil para la Fiscalía identificar de dónde provienen las amenazas”, precisa. También ha solicitado protección al Estado colombiano. “Lo que ofrece es un teléfono móvil, un chaleco antibalas y para casos de más riesgo un vehículo y escolta, lo cual no es lo que planteamos, pero es lo que ofrecen”, explica.
“La mina deja una huella de pobreza extrema”
Romero, de 40 años, lleva desde los 17 defendiendo los derechos de la población indígena. Vive en el Zahino, comunidad del municipio de Barrancas, en la Guajira, una zona golpeada “desde hace 30 años por el conflicto armado y la actividad minera”. En concreto, apunta a la empresa El Cerrejón, encargada de la explotación de carbón desde hace 25 años, relata la defensora. “La concesión fue prorrogada hasta el 2034. Tiene una capacidad de explotación de 32 a 34 millones de toneladas al año. Este carbón es comprado en un 60% por Europa”, puntualiza.
Esta actividad minera en la que se concentra la economía de la zona, dice, deja “una huella de miseria y pobreza extrema” y provoca el desplazamiento forzoso de algunos habitantes. “Hay comunidades que se ven obligadas a salir de sus territorios. Los obliga la mina a un destierro mediante un mal llamado 'reasentamiento voluntario'. A muchos no les devuelven tierras aptas, ni el agua, ni sus tradicionales formas de vida. Todo eso va en contra de la dignidad humana”, afirma.
La árida Guajira lleva seis años padeciendo una sequía que se ha cobrado la vida de más de 5.000 niños por el hambre y la falta de agua corriente, según las autoridades indígenas. “Todo esto se ha querido encasillar en el discurso del cambio climático o el fenómeno de El Niño, pero nadie quiere hablar de lo depredador que es el sistema económico”, argumenta Romero.
Sin embargo, apenas hay estudios que demuestren esta relación. “El Gobierno no ha reconocido que una de las causas de esta terrible problemática es la actividad minera. Nuestro pueblo carece de los estudios científicos que den cuenta del cambio en el microclima que ha ocasionado la intervención de las fuentes hídricas, sin tener en cuenta la fragilidad de una región semidesértica”, explica. “Demandamos a las autoridades la atención frente a los daños irreversibles a la cultura, a la salud y al medio ambiente”, reclama la activista.
Así, a falta de un mes para que se cumplan diez años de la Declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas de Naciones Unidas, muchos de los obstáculos siguen siendo los mismos. “Fue uno de los logros históricos, sobre todo en Latinoamérica, donde no cesan las violencias sobre nuestros territorios. Los retos siguen siendo inmensos y requiere de muchos esfuerzos políticos. Y gran parte de ello radica en el cambio del modelo económico que es nuestro enemigo principal”, opina Romero.
“En este 9 de agosto, Día Internacional de los Pueblos Indígenas, solo quisiera como, mujer wayúu, decirle a los gobiernos tanto de Colombia como del mundo que pasen de la retórica al real respeto de tantos derechos que hemos ganado en el papel, pero que solo siguen en letra muerta cuando se insiste en entregar al mejor postor nuestros territorios y bienes naturales”, concluye.
Récord de asesinatos de activistas en Colombia
En 2016, el mismo año de la firma de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC, Colombia registró un máximo histórico de asesinatos de defensores del medioambiente, según la Defensoría del pueblo. Al menos 37 defensores perdieron su vida en 2016, un 40% más que en 2015.
“Las áreas que previamente estaban bajo control guerrillero ahora son observadas con codicia por compañías extractivas y paramilitares, mientras que las comunidades desplazadas que regresan son atacadas por recuperar tierras que les fueron robadas durante medio siglo de conflicto”, explica Global Witness. “Es muy preocupante. El Estado colombiano debe hacer mayores esfuerzos políticos en el reconocimiento de la existencia de paramilitarismo en el país. Además insistimos en que se siga con los diálogos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN)”, sostiene Romero.