El 8 de agosto de 1988, cientos de miles de birmanos se lanzaron a las calles de todo el país con el objetivo de derrocar la dictadura que llevaba atenazando a la población desde que el general Ne Win tomara el mando mediante un golpe de Estado en 1962. Aquella explosión de descontento popular haría temblar los cimientos del régimen pero no llegaría a derribarlo. 25 años después, sigue teniendo un fuerte peso en la conciencia colectiva del país.
La represión del Gobierno y una desastrosa gestión económica, que había sumido al país en la pobreza más absoluta, fueron el caldo de cultivo de una revolución cuyo significado histórico para el país no es menor que el de las protestas estudiantiles en la plaza de Tiananmen del año siguiente para China. Aquello supuso el despertar político de cientos de miles de birmanos, sobre todo jóvenes, que convirtieron en icono a Aung San Suu Kyi, la hija del padre de la independencia birmana, Aung San, líder de la Liga Nacional para la Democracia (LND), el principal partido de la oposición democrática, y Premio Nobel de la Paz en 1991.
El propio general Ne Win se había visto obligado a dimitir oficialmente de su cargo como presidente de la nación algunas semanas antes, aunque continuaría manejando los hilos entre bastidores durante algunos años. Pero, tras algunas semanas en las que el Gobierno no se hizo notar en las calles, los militares volvieron a imponer su poder mediante la fuerza más brutal: al menos tres mil civiles fueron asesinados, muchos desaparecieron o fueron encarcelados y torturados durante años y otros se vieron obligados a abandonar el país.
El ejército instauró una dictadura militar que ya no se ocultaba detrás de una ideología vagamente socialista y estaba encabezada por una Junta que recibió el nombre de Consejo de Estado para la Restauración de la Ley y el Orden (SLORC, en sus siglas en inglés). En 1997 seguiría el consejo de una firma de relaciones públicas estadounidense y adoptaría el nombre, menos amenazador pero más orwelliano, de Consejo de Estado para la Paz y el Orden (SPDC).
Al igual que sigue sucediendo en China, cualquier conmemoración de aquella revolución fallida ha estado estrictamente prohibida durante años y el Estado ha hecho todo lo posible para imponer su versión de los acontecimientos, según la cual el ejército se vio obligado a intervenir para evitar que el país se sumiera en un caos provocado por “agentes externos”.
Celebraciones recientes
Veinticinco años después, y por segundo años consecutivo, el Gobierno está permitiendo que los birmanos conmemoren las revueltas. Birmania atraviesa un incierto proceso de transición democrática desde que el actual presidente, Thein Sein, tomara posesión de su cargo en marzo de 2011, tras ganar en diciembre de 2010 unas elecciones totalmente amañadas. Desde entonces, los birmanos disfrutan de más libertades que en los anteriores cinco decenios de dictadura pero, en realidad, todos los miembros del actual Gobierno son hombres del “antiguo régimen” y se siguen cometiendo numerosas violaciones de los derechos humanos a lo largo y ancho del país.
No obstante, durante tres días, los líderes estudiantiles de hace un cuarto de siglo han organizado una serie de actos en Rangún, la mayor ciudad del país y su antigua capital, para conmemorar una revuelta que estaba dirigida contra las mismas instituciones y algunas de las mismas personas que continúan detentando el poder. Incluso el ministro de la Presidencia, Aung Min, ha acudido a la celebración y, como hizo el año pasado, ha hecho un donativo a sus antiguos enemigos políticos. Ko Ko Gyi, uno de los dirigentes del grupo de la Generación del 88 y antiguo líder estudiantil, ya dijo el año pasado que la presencia de Aung Min en sus celebraciones era “un paso adelante hacia las reformas” y muchos ven un signo de reconciliación en el gesto.
Sin embargo, muchas heridas siguen abiertas. Por ejemplo, la de los padres de Maw Win Maw Oo, una estudiante asesinada en septiembre de 1988, que no han superado la pérdida de su hija hace 25 años y creen que la Birmania por la que murió aún no se ha hecho realidad. De hecho, nunca se ha hecho justicia por crímenes como éste ni ninguno de sus responsables ha reconocido su responsabilidad en la represión. El propio presidente Thein Sein era un comandante del ejército en Rangún por aquel entonces y, como tal, participó directamente en la represión de las revueltas, según un cable de 2004 de la embajada estadounidense hecho público por Wikileaks.
Vulneraciones de derechos humanos
En la actualidad, es posible oír a gente en Rangún que el nuevo Gobierno está “cooptando” a la oposición democrática o directamente “comprándola”, como me dijo un analista político birmano que prefería no ver publicado su nombre. El hecho de que Aung San Suu Kyi defendiera a los llamados “cronies” (un grupo de millonarios fuertemente vinculados a los militares que prácticamente controlan la economía birmana tras conseguir lucrativas concesiones y prebendas mediante acuerdos poco claros con el Gobierno) después de que su partido aceptara donaciones de un par de ellos no ha hecho más que reforzar la impresión de que la oposición democrática ha sido desactivada en la “nueva Birmania”.
Durante el último año, y de forma paralela a la “transición democrática” Birmania también ha presenciado el recrudecimiento de la limpieza étnica de la minoría musulmana rohingya en el Estado de Arakan, además de episodios de violencia contra musulmanes en otros lugares del país, una violencia a menudo cometida en nombre del budismo.
El caso de los rohingya, considerados inmigrantes ilegales de Bangladesh por el Gobierno y una gran parte de la población del país, ha puesto de relieve que el Gobierno y la oposición tienen una idea de la identidad nacional sospechosamente similar, fundamentalmente basada en la etnia. Cuando el año pasado entrevisté al líder de la Generación del 88, Ko Ko Gyi, dejó claro que los rohingya no pueden ser considerados ciudadanos birmanos y Aung San Suu Kyi ha mantenido un obstinado silencio al respecto, pero uno de los miembros más importantes de su partido, el veterano periodista U Win Tin declaró que una solución podría radicar en “hacer lo que hicieron los estadounidenses con los japoneses durante la segunda guerra mundial: confinarlos en campos hasta resolver el problema”.
Irónicamente, esas ideas etnonacionalistas tan peligrosas probablemente vayan en contra del espíritu de la revolución que estuvo a punto de cambiar el rumbo de Birmania y hoy cumple un cuarto de siglo. Como contaba el periodista sueco Bertil Lintner en Outrage: Burma’s Struggle for Democracy, la mejor narración de las revueltas del 88, budistas y musulmanes trabajaron codo con codo durante aquellos días cargados de esperanza (incluso en Arakan, donde las divisiones entre ambas religiones son más profundas) en la tarea común de derribar a los tiranos que los oprimían a todos.