La portada de mañana
Acceder
El jefe de la Casa Real incentiva un nuevo perfil político de Felipe VI
Así queda el paquete fiscal: impuesto a la banca y prórroga a las energéticas
OPINIÓN | 'Siria ha dado a Netanyahu su imagen de victoria', por Aluf Benn

El auge de la mutilación genital femenina en las trastiendas de las farmacias de Kenia: “Es un buen negocio”

Caroline Kimeu

12 de enero de 2023 22:46 h

0

En Kisii, una ciudad en el suroeste de Kenia, un decadente edificio al borde de la carretera alberga una farmacia. Unas estrechas ventanas rotas permiten que entre la luz justa para iluminar las desnudas estanterías del dispensario. La planta baja está dividida en dos pequeñas salas, una de ellas cubierta con telas para tapar lo que esconde detrás; en la otra, se puede divisar una cama individual por un hueco que han dejado las cortinas.  

Al igual que muchas otras farmacias de la zona, esta tiene una doble función para servir igualmente como clínica. La montó Lilian Kemunto*, una antigua enfermera quirúrgica, cuando se jubiló en 2018. Lo que más hace son reconocimientos médicos, pero también ha ofrecido la mutilación genital femenina (MGF) bajo demanda. 

Kemunto ha realizado mutilaciones desde los años 90, después de aprender técnicas quirúrgicas básicas de compañeros de trabajo, hombres, en el hospital local donde trabajaba. Los cortes en el hospital los hacía por la noche, pero era arriesgado, cuenta, porque la dirección no lo aprobaba. “Nos decían: 'Hazlo y punto, pero si te pillan, estás sola'”.

Prefería cortar a las niñas en una casa particular, en mitad de la noche, dice que era mucho más fácil: “Para las seis de la mañana, las niñas ya estaban de vuelta en sus propias casas, como si nada hubiera pasado”.

De celebración a actividad privada

En la región de Kisii, la medicalización está normalizada. Dos de cada tres casos de mutilación genital femenina los realizan sanitarios, lo que contrasta con la mayor parte del país, en el que el 70% de las mutilaciones las realizan curanderos tradicionales.

La demanda de estos servicios se dispara durante las vacaciones de diciembre, cuando las comunidades acostumbran a celebrar el rito de iniciación. Sin embargo, la COVID-19 ha afectado al calendario escolar, lo que ha hecho los patrones algo menos predecibles. Con la medicalización, esta práctica ha pasado de ser una actividad comunitaria caracterizada por una celebración pública a ser una actividad privada. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos dicen que esta tendencia hace más difícil monitorizar la situación, y Unicef califica la medicalización como “una de las mayores amenazas” para eliminar la mutilación genital femenina.

“Es muy difícil descubrir quién está haciendo qué”, dice Esnahs Nyaramba, una activista anti-MGF que monitoriza e informa sobre esta práctica. “Mientras siga habiendo un mutilador y una persona a mutilar, hay trato”. 

Nyaramba dice que muchos padres llevan a sus hijas a la mutilación bajo la tapadera de otro servicio médico. Ella usa a personas que están dentro, como enfermeros o guardias de seguridad, para obtener información sobre cuándo sucederán las mutilaciones y colabora con la policía para evitarlas.

Su organización, Onsembe, forma parte del movimiento ciudadano #FrontlineEndingFGM (Frente para Acabar con la MGF), que proporciona información minuto a minuto sobre dónde y cuándo suceden mutilaciones genitales femeninas. Los organizadores dicen que esto ha facilitado presionar a las autoridades locales para que actúen.

Mutilación “moderna”

Las cifras de MGF en Kenia han bajado de forma significativa en la última década. El país aprobó duras leyes en 2011, impuso altas multas a quienes la practicaran y aumentó la vigilancia para el cumplimiento de la Ley. Pero ahora la medicalización supone un nuevo reto para esta nación del África oriental, que tiene unas tasas de medicalización de un 15%, una de las más altas del continente.

A principios de este mes, el presidente keniano, William Ruto, mostró su respaldo al presidente del Tribunal Supremo del país y máxima figura del sistema judicial, que dijo que la mutilación genital femenina “no debería ser un debate en la Kenia del siglo XXI”, y reiteró el compromiso de su Administración con la erradicación de esta práctica. Alrededor de 475.022 niñas corren el riesgo de ser sometidas a la MGF en Kenia entre los años 2022 y 2030, y el 75% de las niñas son sometidas a la mutilación entre los ocho y los 14 años.

Kemunto ha hecho menos mutilaciones en los últimos años a causa de las medidas del Gobierno. Desde que se jubiló, solo ha mutilado a cinco niñas: una en 2021 y cuatro en 2020, frente a “varias” en los años anteriores. “Tenemos miedo”, dice, y añade que una mutilación mal hecha es la forma más fácil de que te pillen.

Kemunto dice que intenta evitar contratiempos y, como mínimo, necesita algo de anestesia, una hoja de bisturí, gasas esterilizadas y una solución antiséptica para proceder. También asegura no emplear un procedimiento invasivo: una incisión pequeña del clítoris que quienes la practican denominan “firma”. 

La práctica de la mutilación genital femenina en Kisii se considera menos dura que en otras zonas, y a los activistas contra la MGF les preocupa que se produzca una creciente aceptación de esta práctica como si fuera más segura, higiénica y superficial. 

Tradicionalmente, en Kisii realizaban la mutilación genital femenina como una forma de controlar la libido de la niña, pero los sanitarios dicen que ha habido un cambio. “Algunos padres sienten que es una forma de cumplir con su cultura de una forma moderna”, dice Ruth Mogaka, una enfermera jubilada y orientadora que trabajó durante años en uno de los mayores hospitales de la zona.

8 euros por mutilación

Algunas de las madres que llevaron a sus hijas a la clínica de Kemunto eran de Nairobi, la capital de Kenia, y los sanitarios dicen que todavía se practica entre algunos pequeños sectores de la Kisii urbana y formada.

La cantidad de clínicas sin licencia en Kisii ha crecido de forma significativa en el último par de años debido a unos servicios sanitarios pobres e inadecuados en los hospitales públicos, según trabajadores sanitarios y grupos de defensa de los derechos humanos. Quienes llevan estas clínicas a menudo son enfermeros, técnicos de laboratorio, sanitarios, auxiliares de hospitales o trabajadores sociales especializados en el ámbito de la salud que han trabajado en la ciudad y vuelven a su lugar de origen, donde la gente confía en ellos para realizar la mutilación, aunque no estén cualificados para llevar a cabo incisiones quirúrgicas.

“En las zonas rurales llaman daktari (doctor) a todo el que trabaje en un hospital”, dice Mogaka. 

La “clínica” de Kemunto no es única en la región. “Todo farmacéutico tiene una trastienda”, dice Carol Makori*, una médica jubilada de la zona, en referencia a la trastienda habitual de las farmacias, que se emplea para mutilaciones genitales femeninas y otros servicios médicos ilegales de objetivo muy diverso. “Es una sala de consulta, una sala para realizar revisiones, una cama”, dice. “Es un buen negocio. La gente quiere el servicio y quiere que sea tan discreto como sea posible”.

Dice que ella no realiza cortes, pero uno de sus familiares más cercanos, que cobra 1.000 chelines kenianos (menos de 8 euros) por la mutilación, dice que es “pesa pap” (“dinero rápido” en lenguaje callejero). Los sanitarios y quienes buscan el corte se suelen localizar mutuamente gracias a personas de confianza. Como las autoridades están tomando fuertes medidas contra la práctica, estos círculos de confianza se están volviendo cada vez más cerrados.

Evitar su aceptación

Los datos de 2014 sitúan la prevalencia de la MGF en Kisii en un 84%, la tercera tasa más alta del país. Sin embargo, informes más antiguos a su vez registraron una oposición del 87% a esta práctica en la comunidad de Kisii, la cifra más alta en distintos grupos étnicos. Los agentes de género de la región dicen que cada vez son más palpables las tensiones entre las mujeres que apoyan la práctica y las que no.

Los líderes comunitarios están seguros de que los datos actuales no reflejan la tendencia a la baja de los últimos años. 

Sin embargo, también es común que se niegue tajantemente su práctica. “En nuestra zona no tenemos MGF”, dice un jefe de la localidad de Masongo en Kisii, Wilta Omosa. Pero los informes de grupos de defensa de los derechos humanos afirman que el pasado noviembre se cerró, como mínimo, una clínica por realizar las mutilaciones. Los activistas dicen que se sabe que algunas autoridades locales se han preocupado por mantener la práctica, con una aplicación laxa de la vigilancia y, en los peores casos, alertando a los perpetradores. 

Históricamente, se han llevado a cabo más esfuerzos en acabar con la mutilación genital femenina tradicional, que a menudo incluye el uso de instrumentos sin esterilizar, es sin anestesia y se hacen cortes más graves, dice Jack Onyando, un experto en protección de la infancia de Unicef. Onyando dice que las campañas contra la MGF deben implicar más a las asociaciones y sindicatos de profesionales sanitarios para que la práctica no alcance una aceptación mayor.

“Es violencia”, dice. “La visión de las [distintas] comunidades de que podría ser una forma más segura de mutilación genital femenina es lo que nos preocupa. A los profesionales como nosotros, esto nos está llevando de vuelta al punto de partida”.

* Se han cambiado los nombres para proteger las identidades de estas personas.

Traducción de María Torrens Tillack