El nieto de doña Rita, de quince meses, lleva preso desde que nació. Su mamá lo tuvo en el hospital, pero el mismo día regresó a prisión con el bebé. Una playera rosa con un 18 impreso cuelga encima de la cama que comparte con ella, en una de las habitaciones de la prisión, el recinto materno infantil de la Penitenciaria Nacional Femenina de Honduras.
Debajo de la playera hay fotos del niño, de su hermano de siete años rodeando un corazón rojo de papel. Al bebé se le ve bien, aunque la policía golpeó a su mamá con un tubo las piernas, la cabeza y la panza cuando él estaba adentro.
Convive en la habitación con otras cinco madres y sus niños. Puede salir de casa cuna con su mamá de cinco de la mañana a cuatro de la tarde que las custodias cierran las puertas, pero pasa en su cuarto la mayor parte de sus horas. El ocio penitenciario es exactamente esto: su mamá no tiene más que hacer y tampoco él.
Es un azul sábado de julio. El nieto de doña Rita hoy va a salir dos semanas. Los niños que viven con sus mamás encarceladas tienen derecho a salir con su familia. Doña Rita no lo saca desde hace dos meses, dice. Y cada vez que sale, el niño no entiende lo que es un bus, un carro, una moto.
“Todo lo que es de una ciudad, es nuevo para él”. Hoy, como siempre, lo pondrá en la ventana del bus que les lleva a su casa a dos horas de distancia de la prisión. “Observa bastante… Sí se le nota algo de cambio [cuando sale]”.
A las ocho de la mañana, el sol aplasta las cabezas de los familiares de las presas que avanzan lentos en una fila para ingresar a la Penitenciaria de Adaptación Social Femenina (PNFAS), en Támara, a cuarenta minutos en carro de Tegucigalpa, en un día de visita.
Este es es el único centro penal de Honduras donde sólo hay mujeres y donde viven niños hasta la edad que la legislación lo permite: cuatro años. Estos niños nacen con la condena de que sus madres están presas en Honduras. Tienen el derecho a la alimentación condicionado, porque dependen de la buena voluntad de unas pocas organizaciones, que algunas además dependen de fondos internacionales.
El Estado no da presupuesto para comprar comida, cunas, camas o pañales. Como sus mamás no tienen empleo y no hay una guardería, el único beneficio que tienen los niños que crecen en la Penitenciaria es la compañía permanente de sus madres.
Además de su bolso y una bolsa de deporte, doña Rita carga un paquete de pañales y tres bolsas con leche, pañales, toallas húmedas, compota, papas y huevos. “Todo lo necesario para un bebé”, dice ante el silencio observador de su hija pequeña.
La tímida doña Rita, que no dice su apellido, lleva todo lo necesario para un bebé porque el Instituto Penitenciario hondureño no se hace cargo de la alimentación, vestuario, pañales y medicamentos de los hijos de las mujeres que llegan embarazadas o que se quedan embarazadas en prisión.
La manutención de los menores depende de la caridad
El Estado sólo ofrece a los niños el encarcelamiento. PNFAS tiene una sector para las madres y los niños, llamado casa cuna, pero la manutención de los menores es un asunto de disposición: o son las familias las que apoyan o son ONG o iglesias.
Doña Rita gasta unos 160$ (2,500 lempiras) mensuales en el niño. Esta es una historia de buena fe. “Claro que no son las condiciones adecuadas, pero así se dieron las cosas. Y por motivos ajenos a su voluntad, [el niño] tiene que estar aquí”, dice la abuela que accede a platicar sólo seis minutos, de espaldas a la cámara, tras salir de su visita, porque la mamá del niño le dice que no hable.
Su hija pequeña carga al nieto de Rita y no abre la boca. Una larga cola de pelo negro es la imagen que muestra esta mujer que supera los sesenta y que no quiere decir por qué está su hija en prisión. “¿Es necesario?, mejor no”.
En Honduras no había un reglamento de visitas hasta 2016. Ahora, un visitante tiene que acreditar que es familiar o tiene un vínculo cercano, avisar con cinco días de antelación y presentar un montón de papeleo, incluyendo tres fotos y antecedentes penales, para que reciba un carnet de visita que tiene vigencia de seis meses. Y está prohibido, además de llevar llaves, monedas, teléfonos o gorras, que llegue a la visita vestido de color verde, gris o naranja.
En el alboroto de la sala de visitas, en la que la mayoría de visitantes son mujeres, la familia de Rita está sentada en una mesa, que pagan por usar, alrededor del niño que pasa de mano en mano. Sara González, -nombre ficticio porque no quiere dar su nombre real-, sentada en su silla, mira con desconfianza. Sólo funcionan cuatro de nueve ventiladores.
El griterio dificulta hablar con ella, más aún escucharla, toca acercarse a su oído en la sala de visitas, una amplia bodega industrial de paredes verde menta, a la que se accede por una estrecha puerta negra custodiada por una guardia que prohíbe el acceso de visitantes vestidos de blanco o negro, aunque el reglamento de visitas dice que solo están prohibidos el verde, el naranja y el gris.
“Mi hijo cree que trabajo aquí”
La nave, separada por un patio con dos subibaja abandonados, queda enfrente del sector donde viven las mujeres de la pandilla Barrio 18. Detrás de la mesa de Sara, la madre del niño de quince meses que lleva presa desde febrero de 2016, hay puestos de peluquería, de licuados, de manicura y de bordados, que apenas reciben clientes.
Ella es una veinteañera con un fino piercing plateado sobre sus labios gruesos, con grandes ojos retadores. Dice que está encarcelada por asociación ilícita, portación de armas y de drogas. El hijo mayor de Sara González tiene siete años y vive con su papá. Cada hijo es de padre distinto. Pero con el padre del bebé no tiene relación. Aunque venía a visitarla, ella no quería nada con él desde que estaba embarazada y le dijo que no regresara.
El niño mayor ya visitó a su mamá, pero no sabe que está presa. “Él me cuenta que le han dicho que ella trabaja aquí”, dice la abuela del niño, cuya madre escucha, pero no quiere hablar mucho. Es una mujer que, de primeras, elige el recelo. Dice que la agarraron con cuatro amigos de la pandilla Barrio 18 en una casa.
El Barrio 18 es junto con la Mara Salvatrucha, una de las pandillas más grandes, sanguinarias y temidas de Centroamérica y a la que el presidente, Juan Orlando Hernández, ha calificado como una de las mayores amenazas del país.
“Tenía dos caminos: o me matan o me meten en prisión”
González no dice que sea pandillera, tampoco abunda en qué pasó para que la detuvieran, pero no es cínica: “Sabiendo en lo que uno anda, uno sabe lo que le espera. Yo tenía dos caminos: o me matan o me meten en prisión”, dice con mucha seriedad. Han pasado cuatro días desde la primera plática. Sara González agarra del brazo para saludar.
Es una mujer que, de segundas, elige la proximidad. Pero la prisa de la situación impide la plática distendida: el Instituto Hondureño Penitenciario ha restringido mucho el acceso de medios de comunicación a cárceles y es el comisionado del Comité Nacional de Prevención contra la Tortura (Conaprev), un organismo autónomo estatal que verifica la situación en las cárceles, quien acompaña a los periodistas.
Es una visita de dos horas exclusivamente al área de casa cuna, dentro de la prisión, tras la negativa del Instituto Penitenciario a conceder el ingreso. Hay mujeres, muchas, la mayoría, en PNFAS, que nunca reciben visita familiar o de amigos. Dependen de lo que les den otros.
Sara González y su hijo son una rareza: nunca le ha puesto pañales de tela, siempre desechables. Ella tiene dinero para pagar sus aseos (limpieza de su espacio). Sabe que en casa cuna reciben donaciones que les permiten vestir, alimentar y dar medicamentos a sus hijos.
“Me ayuda mi familia, pero nosotras comemos por el proyecto, no por el Estado”, dice firme. Con el proyecto se refiere al apoyo de la ONG hondureña Andar, que con un proyecto de 19 meses en casa cuna, es la principal donante de alimentos para los niños, además de pañales, cunas, trabajo de estimulación temprana y asesoría legal.
También es relevante la ONG italiana Dokita, que con fondos de la Unión Europea, entre 2011 y 2014, remodeló la casa cuna y la guardería, que entonces estaba funcionando, y compró estufas, microondas, camas, colchones, cunas, inodoros, duchas, botiquines y arregló el sistema eléctrico.
En 2016 entró Caritas en su lugar, reemplazando las camas, cunas, microondas y botiquines. A veces, la Conaprev recibe pañales y ropa de oenegés para los niños. El Estado limita sus funciones en la atención a los menores: da el espacio, las camas y las cunas, busca medicamentos o vacunas a solicitud de la doctora del centro y envía a los niños al hospital si tienen alguna enfermedad que ella no pueda atender. Pero hasta ahí.
Antes de entrar en prisión, Sara González estudiaba bachiller en computación. Le faltaban dos años para graduarse. Un año después, duerme con cinco mujeres y cinco niños más en una habitación de casa cuna, un espacio donde la convivencia no siempre es fácil.
A veces, hay peleas en el área materno infantil. Porque un niño pegue a otro cuando sus madres no están mirando, la situación se puede volver crítica. Una mamá puede llegar a sacar su arma, dice, y la Dirección de Niñez y Adolescencia (Dinaf) se lleva a los niños a un hogar si el asunto llega a mayores.
En su primer cumpleaños en prisión, al hijo de González le hicieron pastel en casa cuna. Su mamá señala al fondo de la ruidosa sala de visitas en dirección a una mujer con trenzas. A ella le quitaron a su hija por una pelea fuerte. “Por eso yo prefiero cuidarlo a él”, dice esta mamá que, como muchísimas, no se separa de su hijo ni un metro.
Este reportaje forma parte del especial “Niños Presos” un proyecto de El Intercambio con Facum.especial “Niños Presos”