El marine estadounidense grita “¡empujen!” y cientos de personas obedecen la orden. Se apretujan en el interior del avión militar Boeing C-17 y se amontonan para que pueda entrar el mayor número posible de personas. Cuando la puerta trasera se cierra y los ensordecedores motores se ponen en marcha, y el pesado avión despega de la pista del aeropuerto internacional de Kabul, los pasajeros rompen a llorar. Se han convertido en refugiados.
El ruido en cabina de los aviones militares es mucho mayor que el de los aviones comerciales. Casi no tienen ventanas, así que los 400 pasajeros a bordo del avión, que se dirigía a una base militar qatarí, no pudieron disfrutar de un último vistazo a la cordillera del Hindu Kush.
La mayoría de ellos han tenido una vida cómoda, con días laborables llenos de actividad y fines de semana con familiares y los amigos. Visitaban los jardines o parques de las afueras de la ciudad y disfrutaban de la tradicional bebida helada de yogur durante los calurosos veranos.
Tuvieron una vida digna, incluso feliz, a pesar de la guerra. No deseaban abandonar sus hogares, pero su vida se tambaleó de la noche a la mañana cuando los talibanes ganaron posiciones y tomaron la capital afgana el 15 de agosto.
El ejército de Estados Unidos completó la retirada este martes, con la salida de los 5.400 soldados desplegados para dar apoyo a los traslados masivos que comenzaron pocos días antes de la toma de la capital por los talibanes y que se convirtieron en una de las mayores operaciones de evacuación aérea de la historia.
Para los pasajeros con destino a Qatar del pasado fin de semana, el viaje ya había sido insoportablemente duro antes de despegar. Tuvieron que abrirse paso entre miles de personas en la entrada del aeropuerto, con la amenaza constante de atentados con explosivos.
Y aún quedaba por delante uno de los pasos más complicados: el proceso de solicitar asilo en un país extranjero, de vivir en un campamento de refugiados, de enfrentarse a la discriminación y al rechazo, de empezar una nueva vida con la única y diminuta maleta que se pudieron llevar. La dificultad de ser un refugiado. Es una huida no deseada pero necesaria; dejar su tierra natal fue una decisión dura, pero requería ser tomada con rapidez.
Tres jóvenes están sentados entre la multitud, con camisas a juego y la cabeza inclinada. Se secan las silenciosas lágrimas con las manos. Los exsoldados afganos viajan con el uniforme de un ejército que efectivamente ya no existe, con un aspecto no muy diferente al de los militares estadounidenses que representan al país que firmó un acuerdo con los talibanes en febrero de 2020.
En el fondo del avión, muchos pasajeros cuentan que habían esperado despiertos en el aeropuerto, durante varias noches seguidas, la oportunidad de salir del país. Cuando los motores empezaron a retumbar y el aire helado entró a través de las tuberías del avión, la incomodidad, decían, era ahora más fácil de soportar.
El sueño vence a muchos. Sus cuerpos reposan sobre desconocidos o amontonados sobre las piernas de otras personas, ojos cubiertos por camisetas o bufandas. Algunos permanecen de pie durante las tres horas de vuelo, ven películas en las pantallas de los ordenadores. Otros, como un joven padre de cuatro hijos, no paran de llorar durante todo el vuelo.
Estados Unidos no priorizó la comodidad en el C-17. Se trataba de una evacuación, por lo que los soldados pensaron de forma práctica. Acomodar al mayor número posible era el objetivo, incluso si eso significaba meter a la gente a empujones en el avión; incluso si una amalgama de hombres y mujeres desconocidos se tocaban en un espacio cerrado, algo generalmente impensable en la cultura afgana.
Todos saben que miles de personas se quedaban atrás, algunas esperando bajo un sol abrasador, sentadas en medio de un montón de basura formada por botellas de agua vacías y pañales llenos. Los niños presentan erupciones cutáneas, diarrea, golpes de calor. La hija de dos años de un intérprete afgano que había trabajado para Estados Unidos murió pisoteada por una multitud a las puertas del aeropuerto. El jueves de la semana pasada, hasta 170 afganos murieron en un atentado suicida y un ataque con armas de fuego cerca de la entrada del aeropuerto.
Algunos niños dicen estar contentos. “Voy a Kandahar”, explica Arzam, una niña de tres años que se dirigía a Estados Unidos. Cree que va a un lugar del sur de Afganistán del que había oído hablar.
Ya ha amanecido cuando el C-17 aterriza en la base aérea de al-Udeid, en Qatar. El aire húmedo entra a toda prisa al abrirse la puerta. Debido al intenso calor, las gotas de sudor empiezan a asomar en la frente de los pasajeros. Una madre se pone en pie, sostiene las manos de sus dos hijos adultos y observa con el rostro inexpresivo cómo los soldados estadounidenses descargan las pocas pertenencias de los pasajeros.
No se les permite desembarcar hasta que un estadounidense uniformado instala una cámara para filmar a los recién llegados que se disponen a bajar del avión.
Casi 30.000 personas han llegado al centro de tránsito de Al Udeid en las últimas semanas. Se alojan en grandes tiendas de campaña con aire acondicionado, que ofrecen refugio pero poca privacidad, mientras se tramita la documentación necesaria. Se han instalado varios castillos hinchables de colores en el exterior para los niños.
En el campamento se han formado comunidades, organizadas en torno a los ancianos que escuchan y transmiten las necesidades de los que se encuentran en la gigantesca ciudad formada por tiendas de campaña: se necesitan más mantas, todavía no se ha encontrado el equipaje perdido, no hay suficientes retretes.
Aunque Qatar es un centro de tránsito, en la última semana los afganos han llegado a muchos países. Reino Unido, España, Corea del Sur, Uganda, Alemania, México, Ucrania, Francia y Colombia son algunos de los Estados que forman parte de una larga lista.
Los afganos huyen de nuevo del régimen talibán y vuelven a ser un pueblo desarraigado y disperso.