Mario no aparta la vista del móvil. Se sienta solo en el comedor de la Casa del Migrante de Tecún Umán, punto fronterizo entre Guatemala y México. Acaba de llegar, pero a diferencia de otros, él viene de hacer el camino contrario: se encuentra de regreso a casa. Es guatemalteco, tiene 35 años. Mario huyó de la zona 18 de la capital del país, una de las más peligrosas de Centroamérica. Al finalizar el almuerzo, en la cola para lavar los platos, Mario se acerca. Quiere contar la historia de dos viajes forzados, uno de ida, y otro de vuelta. La historia de su deportación.
Como a él, el albergue la Casa del Migrante de Tecún Umán acoge diariamente a centenares de migrantes en su camino hacia el norte y, cada vez más, a aquellos que se ven forzados a volver al punto de partida. El caso de Mario no es una excepción.
“El trabajo sucio lo hace México”
Guatemala ha experimentado un incremento del número de deportados desde que, a consecuencia de las caravanas de migrantes, México y Estados Unidos endurecieron sus políticas migratorias. Tan solo durante el primer trimestre del año 2023, 20.564 guatemaltecos han sido deportados a su país. Un total de 265 buses y 104 aviones repletos de personas que han visto finalizar su sueño americano. El 24% eran mujeres, y el 9% niños, niñas y adolescentes, dos de los colectivos más vulnerables en estas peligrosas rutas. Estos datos no tienen en cuenta a todos aquellos que se ven obligados a retornar por su cuenta. Son forzados a regresar por la peligrosidad del camino, por la falta de recursos para continuar su viaje o por el temor de que los cárteles mexicanos acaben con sus vidas.
Rodolfo espera en una sala oscura y calurosa del Centro de Recepción de Retornados de Tecún Umán. Una gorra roja oculta su tez morena y llena de arrugas. Le acompaña Juan, un joven tímido y delgado de 23 años. Un inesperado compañero de viaje que conoció “por allá arriba”, en Palenque. Sus ojos reflejan tristeza, cansancio y decepción. Juan y Rodolfo han sido deportados. Los dos esperan dinero de sus familias para poder regresar a sus casas. El viaje al revés. El camino de los deportados. Mientras hacen los trámites pertinentes, llega otro bus repleto de retornados. Es el quinto del día.
- Y ahora, ¿qué? ¿Te planteas volver a subir?
- Yo ya no voy a intentarlo. Iba para allá para ganar más, pero está muy duro por allá arriba.
Rodolfo lo intenta por segunda vez. La primera llegó hasta Veracruz, desde donde regresó por su propio pie. El dinero ya no le daba para continuar su viaje, pero esta ocasión ha sido diferente: “Me agarraron porque los buseros mexicanos están compinchados con la migra. Compré un boleto y el mismo conductor se desvió y me dejó directamente en migración”. Estuvo cinco días en una cárcel para migrantes en el sur de México. Al día siguiente, volverá a su puesto de trabajo en la obra, en la capital de Guatemala.
El Centro de Retornados donde se encuentran Rodolfo y Juan es el mismo por el que pasó Mario antes de llegar a la Casa del Migrante, un hangar situado en pleno centro de la ciudad fronteriza de Tecún Umán, al norte de Guatemala. Aparte del centro de retornados de Tecún Umán, Guatemala cuenta con dos centros más. Todos están financiados por Estados Unidos y representan la culminación de la política de externalización de fronteras de este país.
En marzo de 2020, con el pretexto de la pandemia de COVID-19, Estados Unidos emitió una orden de salud pública que permitía a las autoridades expulsar rápidamente a los migrantes que se encuentran en territorio estadounidense. El Título 42, como se la conoce, aún continúa vigente. En este punto es donde entran en juego México y Guatemala. México se ha convertido de facto en un apéndice de la frontera sur de Estados Unidos. Este país ha cedido toda su autonomía y soberanía en materia migratoria a cambio de beneficios económicos, comerciales y políticos con su vecino del norte. “Es México quien hace el trabajo sucio”, nos cuenta Noé, el técnico que derivan desde la Casa del Migrante para atender a las personas del Centro de Retornados. Guatemala está siguiendo ese mismo camino.
Los que “son agarrados por la migra”, como nos cuenta Rodolfo cabizbajo, son hacinados durante unos días en una “cárcel para migrantes” en México. “Allá esperamos hasta que fuimos suficientes para llenar un bus y para acá nos dejaron”, dice. Estos son los protocolos habituales de las deportaciones. La otra cara de este duro viaje.
En el lugar donde nos encontramos llegan únicamente guatemaltecos. Una vez allí, tienen que buscarse la vida para continuar su camino de vuelta a casa. Ante las dificultades para regresar, muchos intentan subir de nuevo. A los que no son guatemaltecos —en este momento las nacionalidades mayoritarias en esta frontera son Venezuela y Haití— los dejan en el puente fronterizo Rodolfo Robles, una práctica cuestionada por el derecho internacional que se ejecuta bajo la excusa de la falta de recursos.
“Se ha vuelto una práctica muy común en esta frontera que las autoridades mexicanas deporten a ciudadanos de otros países del continente, y del mundo, y los suelten en Tecún Umán,” recalca Noé. Abandonados a su suerte, tras un largo viaje hacia el norte, estos migrantes se encuentran en una situación de estancamiento o de limbo. Muy lejos de su objetivo, Estados Unidos, pero también lejos de su origen, de sus familias, de su hogar.
Cárteles, retenes y aislamiento
Mario salió de Zona 18 un jueves de febrero. Él no cruzó la frontera por Tecún Umán, es la primera vez que está en este lugar. Su viaje inició cruzando La Mesilla, una de las fronteras más peligrosa entre Guatemala y México debido a la presencia de cárteles. Su estrategia: una pelota de fútbol, unos tenis y una pantaloneta: “Compramos una y pasamos jugando a la pelota unos 15 kilómetros, como si fuésemos de la zona. Nos acercamos también a una señora mayor para ayudarla a recoger latas con una bolsa y así no parecimos migrantes”. Este inicio ingenioso y afortunado no marcó, por desgracia, un precedente en el resto del viaje de Mario a través de México. Después de sobrevivir de forma exitosa el sur del país (sorteando milagrosamente varios retenes y puntos calientes de cárteles), como para tantos, la mala suerte empezó en el norte, concretamente en Tamaulipas, una localidad próxima a la frontera con Estados Unidos.
Una vez allí, y con ayuda de unos primos que ya estaban en EEUU, Mario y su compañero se pusieron en contacto con los cárteles para pagarles la cantidad pertinente y poder llegar hacia Matamoros o Reynosa, puntos fronterizos del norte de México. Esta frontera la dominan los cárteles y, por tanto, cualquiera que quiera poner un pie en ella debe pagar el monto correspondiente. Los migrantes pagan al coyote y el coyote paga al cartel: “Nos pedían 8.000 dólares a cada uno para cruzar con un coyote a pie. Mi amigo tuvo que quedarse, no tenía el dinero”.
Mario llegó en un coche de unos desconocidos a una “casa de seguridad” en Matamoros, una especie de viviendas destartaladas que los cárteles utilizan para dejar a los migrantes esperando el momento del cruce, apenas sin comida ni agua. Allí pasó un total de 20 días e intentó cruzar el peligroso Río Bravo cinco veces. En cada una de ellas, las patrullas mexicanas o estadounidenses lo detuvieron a él y al resto de migrantes con quien realizaba el intento de cruce. “[Los coyotes] nos llevaban hasta la orilla del río pero ahí no cruzaban, si logras cruzar el río aún no estás del otro lado… Yo les decía que tenían que acompañarnos y que por eso habíamos pagado”. Cada una de estas veces, Mario acabó en lo que los migrantes llaman “las perreras”, dice.
Él mentía y decía que era mexicano para que solamente lo deportaran hasta la misma frontera mexicana. Cuando los soltaban, el coyote ya los esperaba en Matamoros. Si el migrante conocía la palabra clave correspondiente, él volvía a llevarlos a la casa para descansar unos días y así volver a intentarlo. En el pack de 8.000 dólares entraban varios intentos. “Los que no sabían o no recordaban la clave se los llevan en carro… nunca supe dónde”, cuenta.
Harto de intentos en vano, Mario se comunicó con sus primos. Quería solicitar un cambio, otros coyotes, otros guías. Con estos estaba claro que no llegaría a ningún lado. Pero el cambio era imposible. Su primo le explicó por primera vez que estaba en manos de los Zetas. Este cártel controla la zona y todos los coyotes deben rendirle cuentas. Cambiar de cártel supondría la muerte. Cansado y fatigado, Mario lo intentó una última vez.
Después de cruzar el río, más de cuatro horas de caminata, varios metros avanzando arrastrados por el suelo y viendo el muro de siete metros a tiro de piedra, las luces de las patrullas se encendieron de la nada, los habían detectado hacía un rato por una torre de control. Ese día no deportaron a Mario a Matamoros sino a Reynosa, a una garita de los federales de México. Después de varias preguntas identificaron que no era mexicano, sino guatemalteco: “Ahí mis sueños pues ya estaban rotos. Fue muy duro para mí, porque ser deportado hasta Guatemala se hace más difícil. Si me tiran acá nomás yo vuelvo y vuelvo…”. Dos días después, las autoridades reunieron a un grupo de 15 guatemaltecos y los mandaron hacia Villahermosa, capital del estado de Tabasco, cerca de la frontera con la selva guatemalteca de Petén. Después de pasar tres días detenidos, a Mario y su grupo los llevaron al centro de retornados de Tecún Umán. De nuevo enganchado a su teléfono, Mario continúa buscando formas para regresar a casa.
“Uno sabe de todos los riesgos. Sabía perfectamente que incluso podía morir. Pero tenía más miedo al retorno que a morir... En Ciudad de Guatemala, ya no tenía nada”, dice Mario, a quien el largo camino le ha empujado a abandonar su objetivo. “Viviendo todo lo que viví, tanto miedo, y sentirme privado de mi libertad durante tanto tiempo, ahora valoro más la vida. Ahora quiero empezar de cero en Guatemala. Ya no quiero intentarlo más”, asegura.
Poco después de esta entrevista Mario nos escribió al WhatsApp el siguiente mensaje:
Aún no escribas mi historia. Aún no termina.
Voy nuevamente para EEUU.