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“Cien metros más lejos de la costa, hubiésemos muerto todos”

Aitor Sáez

Rodas (Grecia) —

“Cuando escuchamos el rugido del barco rompiéndose, fue el peor momento de mi vida”, cuenta apartando la mirada Mohamed Arashi, uno de los supervivientes del naufragio de un barco repleto de inmigrantes este lunes cerca de la isla griega de Rodas.

El joven sirio de 25 años recuerda la escena con los ojos empañados en lágrimas. “Muchos de mis compañeros no saben nadar y se agarraban a los otros, era imposible escapar”, explica. Tres personas murieron. Una mujer eritrea de 43 y su hijo de cinco años, y un joven de Siria. El resto, 92, fueron rescatados.

“Estamos vivos gracias a la ayuda de las personas que estaban en la playa. ¿Por qué yo no rescaté a nadie? No podía pensar en esos momentos”, se disculpa el superviviente todavía con los ojos empañados.

Como centenares de miles de sirios, Mohamed huyó de su país por una guerra que se inició hace ya cinco años. Pero la situación se ha agravado con la llegada del Estado Islámico a Alepo, que era antes la mayor ciudad de Siria. “Pasan por las calles con un megáfono y piden a todo el mundo que salga de sus casas. Entonces te quitan el dinero, el coche o la casa. Si eres joven te dan un arma y te obligan a unirte a ellos. Si no lo haces, te matan en medio de la calle. Así murieron tres primos míos y mi tío”, narra Mohammed, que prefiere no contar cómo el EI asesinó a su tío.

“Muchos de mis amigos también han escapado. Caminamos a veces varios días hasta el siguiente pueblo, pero nunca sabes con quién te vas a encontrar. Entonces tenemos que pagar al grupo [Ejército Libre Sirio, Frente Islámico, Al-Nusra o al propio EI] que controla la aldea para así poder avanzar. Sólo para llegar a la frontera turca gasté 1.000 euros”, relata el joven, quien reconoce que todavía le queda dinero para vivir en Atenas, pero no cree que pueda aguantar más de dos meses.

Como la mayoría de sirios que llegan a la capital helena, Mohammed no conoce a nadie ni tiene dónde ir. “Sólo quiero llegar a Noruega o Inglaterra, porque hablo bien inglés, y trabajar como diseñador gráfico”, profesión en la que se formó en Alepo. El nerviosismo invade el pequeño patio interior de la Autoridad Portuaria, donde fueron trasladados 55 de los supervivientes, cuando un agente les pide que formen grupos de diez para realizar el registro de la huella dactilar.

“¿Me van a dejar ir a otro país si guardan mis datos aquí?”, me pregunta Mohammed asustado. “En principio no, pero los sirios disponen de mayor protección en Europa, quizá tengas suerte”, le respondo. La Regulación de Dublín establece que un inmigrante debe solicitar asilo en el país de llegada, algo muy criticado por los Gobiernos de España, Italia y Grecia, países que sirven de puerta de entrada al continente.

Se puede comprobar por dónde ha entrado un inmigrante gracias al Eurodac, el sistema de huellas dactilar electrónico con registros centralizados. Sin embargo, en la práctica, algunos países del norte de Europa podrían no estar aplicando este reglamento, debido al desbordamiento en los países del sur, según varios inmigrantes sirios consultados, quienes llegaron a Alemania y no han sido devueltos a Grecia.

Al otro lado del patio, en frente de la sala donde los recién llegados han dormido las últimas tres noches, Biemnet Tekle, un eritreo de 24 años grita de alegría al recibir una cajetilla de cigarrillos.

“Para sólo unos pocos días, no está mal dormir aquí”, dice Biemnet señalando un montón de mantas en el suelo. Sobre el naufragio, el joven eritreo recuerda que “las olas eran muy fuertes, todo el mundo tenía miedo” y apunta que “si sucede a 100 metros más lejos de la costa, hubiésemos muerto todos”.

Biemnet abandonó Eritrea hace cinco años, el tiempo que ha pasado esperando este momento: llegar a Europa. “Todo el mundo en mi país quiere venir, sobre todo los jóvenes, que no tenemos más opción que ir al Ejército. Con 18 años nos obligan a alistarnos hasta que ellos decidan”, cuenta.

No obstante, el joven eritreo advierte de los peligros del trayecto y cifra en un 30% las personas que consiguen completarlo. “Si te capturan en Eritrea, puedes pasarte hasta tres años en la cárcel y ten por seguro que cuando salgas pensarás en huir. A un amigo mío lo dejaron paralítico de las palizas que le daban”, narra Biemnet, quien tiene a dos de sus seis hermanos en Suecia y otro en Inglaterra.

“Caminé durante cuatro días desde Asmara [capital de Eritrea] hasta Sudán. Una vez allí trabajé varios meses reparando ordenadores. A medida que ganaba dinero me movía, primero a Sudán del Sur y después a Uganda, desde donde cogí el avión hacia Estambul. En total tuve que pagar 7.500 euros. Gran parte del dinero me los enviaba mi familia y ahora los tengo que conseguir en Europa”, explica. “En el camino siempre hay gente buena y gente mala, como en todas partes”, sonríe Biemnet.

Tanto él como Mohammed sufrieron el último trauma de su arriesgado periplo en Turquía, donde las mafias se aprovechan de la desesperación de los inmigrantes para ofrecerles el viaje en barco hasta Grecia en unas condiciones muy inseguras. El joven sirio pasó 10 días en Marmaris, desde donde los propios traficantes lo trasladaron a la playa turca más próxima a la costa griega. “El viaje duró seis horas hasta que naufragamos. Pagué 2.500 euros”, dice. Algo menos de los 3.500 euros que le costó a Biemnet el trayecto, y casi la muerte. “Después de cinco años dando tumbos por África y un vuelo desde Uganda, hubiese pagado lo que fuera por subirme a ese barco”, señala el eritreo.

Una vez culminado el rescate, la Policía helena detuvo a los supuestos traficantes, dos hombres de origen sirio que pilotaban la embarcación. Sin embargo, el abogado de los acusados, Stelios Alexandris, asegura que “ellos también son refugiados y simplemente tomaron el timón porque el traficante saltó de la barca antes y volvió hacia Turquía en lancha”. Esa es la versión de los dos sirios, que tuvieron que declarar en el juzgado de Rodas y que pasarán seis meses en prisión preventiva hasta que se resuelva el caso.

Los que salieron en libertad fueron los 92 supervivientes de lo que podría haber sido una tragedia mayor en el Mediterráneo. Biemnet cogió el ferry hacia Atenas esa misma tarde, porque tiene compatriotas en esa ciudad. Mohammed prefirió esperar un día más para comprarse un móvil y poder llamar a su familia. El suyo se estropeó al caer al agua. En Siria dejó a sus padres y a sus cuatro hermanas.