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Cinco días durmiendo en el aeropuerto de Gran Canaria para rogar a la policía que lo deporte a Marruecos

Gabriela Sánchez

Las Palmas de Gran Canaria —

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Una mañana más en el aeropuerto de Gran Canaria, mientras decenas de marroquíes evitan el contacto con los policías desplegados, Hamza lo busca. Pasa las horas sentado frente a la comisaría de las instalaciones, intenta llamar la atención de los agentes y ruega ser detenido. Lleva cinco días durmiendo en el aparcamiento del aeropuerto y no quita ojo de cualquier indicio de devoluciones a Marruecos. Pide que lo deporten.

Tras casi un mes de su llegada en patera a Canarias, 12 días en un campamento policial y tres intentos sin éxito de viajar a la península, Hamza se ha rendido. El marroquí, de 23 años, tomó la decisión de volver el pasado sábado, cuando perdió su tercer billete de avión ante el aumento de los controles policiales en los aeropuertos españoles con los que el Gobierno busca evitar el flujo de migrantes a distintos puntos de la península: “Quería ir a Valencia para trabajar, pero ya me he cansado de intentarlo”.

Este lunes, el mismo día en que la Policía Nacional ultimaba la deportación de una veintena de marroquíes a El Aaiún, el veinteañero ansiaba formar parte de uno de esos vuelos que la mayoría de sus compatriotas intenta esquivar.

-Quiero que me deporten a Marruecos

-No es tan fácil. Todo sigue un proceso. Para meterte en uno de los vuelos habría que detenerte – le responde un agente.

-No me importa. ¿Me podrían detener hoy?

Alto, delgado y un tanto presumido, el chaval busca fotos en su móvil para enseñar sus kilos perdidos desde su llegada a Canarias. Las imágenes muestran a un joven musculado y sonriente en la localidad próxima a Beni Melal que abandonó hace menos de un mes con el apoyo de su madre. “No pensaba que iba a pasar por esta situación tan complicada, pensaba que iba a poder ir a la península y trabajar”, cuenta Hamza, sentado en un banco del exterior del aeropuerto poco antes de intentar dormir una noche más en un rincón de un aparcamiento desierto.

Desde su desembarco en el puerto de Arguineguín a finales de noviembre, Hamza no ha tenido suerte. Cuenta entre risas de resignación la cadena de desdichas vividas en la isla. Después de pasar dos días en el campamento del muelle, recibió un resultado positivo en la prueba PCR a la que son sometidos todos los migrantes a su llegada a las islas.

Contagiado por coronavirus, pasó 12 de los 14 días de cuarentena en las tiendas militares del campamento de Barranco Seco, según relata el joven. Quienes pasan por allí se quejan del frío sufrido por las noches bajo las lonas levantadas en un área montañosa húmeda y fresca de Gran Canaria.

Superada la cuarentena, tras un corto paso por un centro de Cruz Roja para los recién llegados en patera con COVID-19, Hamza fue trasladado a uno de los hoteles donde el Gobierno acoge de emergencia a los migrantes en el sur de las isla. Quería salir de Canarias cuanto antes: varios amigos lo esperaban en Valencia. Su primer billete de avión a la península lo compró por 120 euros. “Hace una semana intenté ir a Barcelona, pero la policía no me dejó embarcar”, cuenta. El abandono de la plaza de acogida conlleva la imposibilidad de regreso a los recursos de Cruz Roja, por lo que el joven alquiló una habitación cerca del aeropuerto con un par de amigos. Lo volverían a intentar tres días después.

Probó a volar a Alicante, pero los agentes evitaron su entrada en el avión. La mañana del pasado sábado regresó al aeropuerto con el objetivo de viajar a Valencia. Un día más, los controles policiales, multiplicados desde la semana pasada tras la polémica generada por el flujo de marroquíes a la península, frenaron su camino. “Ese día supe. Cuando me retuvieron unas horas, les dije a los policías que ya no quería estar aquí. ¿Por qué a otros los devolvían y a mí no?”, se preguntaba.

Tomó la decisión. No lo intentaría de nuevo. Tampoco volvería a salir del aeropuerto. Desde entonces deambula por sus instalaciones, habla con las personas marroquíes que por allí transitan y, sobre todo, pide volver a Marruecos.

“Ya no puedo más”

“No he hecho más que gastar dinero y aún sigo en el mismo sitio”, dice frustrado, con ojeras marcadas, después de perder más de 300 euros en sus intentos fallidos de salir de Canarias. “Ya no puedo más. Aunque me ofreciesen ir a la 'gran España', ya no quiero ir. He perdido la fe”, explica Hamza, después de haber pagado 2.000 euros por atravesar el Atlántico en patera, una de las rutas más peligrosas para llegar a Europa. Para costearlo, dice, destinó los ahorros acumulados durante años de trabajo en la industria del aluminio.

Tampoco puede pagar un billete a El Aaiun, indica. Su precio gira en torno a los 60 euros, pero Marruecos también exige para entrar al país una prueba PCR que asegura no poder permitirse: “Me gasté todo lo que tenía. Unos amigos me dejaron el dinero para los últimos billetes. Ya no puedo pedir más, ni puedo decírselo a mi familia”.

En una de tantas peticiones de regreso a Marruecos, la policía le explica el procedimiento habitual para ser deportado. Las personas devueltas a Marruecos deben antes ser detenidas, identificadas y sometidas a una prueba para descartar su contagio de COVID-19. La Policía debe enviar con antelación el listado de nombres, que debe ser aprobado por las autoridades marroquíes. Solo puede ser retornadas como máximo 20 personas en cada vuelo comercial de Royal Air Maroc Las Palmas-El Aaiún.

“No es tan fácil. Hay que calcular en qué vuelo podría tener espacio y detenerle como mucho tres días antes -el plazo máximo de detención sin orden judicial-”, explicaba un agente a las puertas de la comisaría del aeropuerto. Hamza pregunta si tendría que pasar mucho tiempo “en la cárcel”. Le dicen que no. Le aseguran que tampoco tendría que ser internado en un Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE). Se queda tranquilo: “Pues que me detengan”, dice estirando los brazos simulando estar esposado.

“En Marruecos no tenía mucho, pero vivía mejor que aquí”

“Prefiero estar detenido que estar en esta situación...”, insiste el joven horas más tarde, ya de noche cuando el frío aprieta. Solo está abrigado solo con una chaqueta impermeable azul. “Mira donde estoy viviendo”, añade avergonzado. No se queja mucho, pero quiere irse cuanto antes. “En Marruecos no vivía muy bien. Mi vida era modesta, pero mucho mejor que la que tengo ahora mismo”, admite. Su madre es costurera y solía trabajar para ayudarla. “Yo vine para cambiar a mejor, pero todo ha ido a peor”, describe. No encontró lo que imaginaba ni lo que le contaban.

Desde pequeño, “como todos”, asumía que algún día viviría en España pero, matiza, no era un pensamiento constante: “Con la pandemia había poco trabajo y, como todo el mundo, parecía que viajar desde Dajla (Sáhara Occidental) era más fácil. Y aproveché”.

Su nombre real no es Hamza. Insiste en usar un nombre ficticio y rechaza ser fotografiado bajo ninguna circunstancia. Aún no le ha contado a su familia la situación por las que está pasando, ni piensa hacerlo.

Cuando vuelva a casa, nunca reconocerá a su madre y sus hermanos que ha pasado días a la intemperie. Tampoco admitirá, dice, que la decisión de volver a casa fue suya. Ni que está arrepentido. Desde hace días, esquiva las llamadas de su madre. Cuando coge el teléfono, suelta un “todo está bien” sin apenas contenido. Se guardará el secreto: “No le parecerá raro. Pensará que me han deportado a la fuerza, como a otros muchos”.

Este martes, Hamza esperaba nervioso el día de su detención. Tras cinco días en la calle, preguntaba a sus conocidos si sabían de algún lugar donde poder darse una ducha. No quería que su madre le viese con mal aspecto.

Llegado el día, Hamza espera a las puertas de la comisaría para ser detenido. Sus ojeras se dibujan aún más marcadas y el cansancio le impide interactuar con la amabilidad de días anteriores. “Estoy contento”, reconoce minutos antes de ser trasladado a las dependencias policiales. “Si todo va bien, será deportado en el vuelo del viernes”, comunica un agente en servicio.

No es el primero, indica, ya han tenido más casos. “Y hemos quedado en un rato con otro hombre para detenerlo”, añade el agente.

Hamza ya está preparado. Ya no responde los mensajes. Dormirá los próximos días en los calabozos de una comisaría de Gran Canaria. Si nada cambia, volará a El Aaiún el próximo viernes. De ahí, contaba, cogerá un autobús hasta la región donde vive: “Abrazaré a mi madre, dormiré en mi cama y, al día siguiente, intentaré trabajar. Mi vida normal, antes de todo esto”.