Zaachila Orozco aún puede sentir el calor abrasador del desierto de Sonora, al suroeste de Arizona, en pleno verano. “No entiendes lo que es el calor hasta que estás en el desierto en agosto a las 12 de la mañana. Es horrible, muy pesado”, asegura. El 13 de agosto de 2017, las temperaturas rozaban los 40 grados. Junto a tres compañeras de la organización No Más Muertes, esta joven estadounidense entró en el Refugio de Vida Silvestre de Cabeza Prieta, una zona remota y árida a lo largo de la frontera con México donde muchas personas migrantes se juegan la vida para llegar a EEUU.
Por eso, no se lo pensaron dos veces. Aparcaron el coche, caminaron y dejaron a su paso garrafas de agua y latas de frijoles con el objetivo, defiende, de evitar que quienes atravesaran el desierto esos días calurosos murieran deshidratados. Orozco llevaba varios litros en la mochila, también en sus manos. En total, calcula que entre las cuatro cargaban unos 100. Pero se encontraban en una reserva natural protegida y la Justicia estadounidense considera que lo que estaban haciendo estas cuatro voluntarias es un delito. A un lado, ellas. Al otro, el Estado de EEUU.
Al regresar a la camioneta con la que accedieron a la zona reservada, de más de 300.000 hectáreas, se les acercó un agente de Pesca y Vida Silvestre. “Nos pidió el permiso para entrar, le dijimos que no lo teníamos y que estábamos allí para ayuda humanitaria. Nos pidió que saliéramos, nos siguió hasta la salida y solo apuntó nuestros nombres. La multa nos llegó cuatro meses después”, resume Orozco en una conversación con eldiario.es.
“Nos quedamos en shock. Nos parecía ridículo, no nos lo esperábamos”, apunta la joven de 21 años. Comenzó entonces un proceso que culminó hace una semana cuando fueron condenadas por un juez de la ciudad de Tucson a 15 meses de libertad condicional no vigilada y una multa de 250 dólares, según el fallo, al que ha tenido acceso eldiario.es. El pasado enero, habían sido declaradas culpables por entrar en la reserva natural federal sin un permiso adecuado y por “abandono de la propiedad”, es decir, por dejar recipientes con agua y comida en la zona silvestre. Ambos están considerados delitos menores. Una de sus compañeras, Natalie Hoffman, ha sido condenada, además, por conducir un vehículo motorizado dentro del refugio.
Cuando escuchó las penas, Orozco cuenta que sintió cierto alivio. Las cuatro activistas se enfrentaban a hasta a seis meses en una prisión federal y una multa de mayor cuantía. “La sentencia fue mucho menos de lo que esperábamos y de lo que nos amenazaban. Lo que quería la Fiscalía era muy diferente, pedía más meses de libertad condicional y vigilada”, relata. En todo momento, la joven muestra una firme convicción de que estaba haciendo lo correcto. “No he sentido temor. Yo no me sentía culpable de hacer algo que sé que no es malo. Nadie va a poder convencerme de que es justo que nos consideren culpables. La ayuda humanitaria nunca ha sido ni nunca va a ser un crimen”, insiste.
Reconoce que aquel día eran conscientes de que estaban entrando al refugio sin permiso, pero lo atribuye a un cambio de política para obtener estas autorizaciones que, a su juicio, buscan frenar la labor de los voluntarios de No Más Muertes. “En julio, un mes antes, cambiaron una cláusula en el permiso que decía muy específicamente que no se podía dejar agua ni comida en el refugio. Era muy obvio que se dirigía a los que estamos ahí para ayuda humanitaria. Sabíamos que nos podían poner una multa, pero no incluía que podía haber cargos criminales. Entramos sin permiso, porque no podíamos firmar un papel en el que estábamos de acuerdo con esta cláusula, cuando es lo que íbamos a hacer”, sostiene.
Lo iban a hacer, reitera, porque su razón para transportar agua dentro del refugio pese al riesgo de infringir la ley respondía a una “cuestión moral”, salvar vidas. Su abogado defendió en el juicio que esta zona remota se ha convertido en un “verdadero cementerio, una tierra de tumbas sin identificación”. Según datos de No Más Muertes, al menos 155 personas han muerto desde 2001 intentando atravesar este área protegida que ocupa unos 90 kilómetros de frontera con México. Desconocen el número de migrantes que han desaparecido sin dejar rastro.
Otros recuentos elevan el número de víctimas en el desierto de Arizona, como los de Greg Hess, médico forense del condado de Pima, que calcula que entre los años 2000 y 2017 se han recuperado restos de hasta 2.816 personas en situación irregular. En su mayoría son restos descompuestos y huesos, por lo que el motivo del grueso de las muertes se desconoce. Lo que sí ha constatado la oficina del experto es que al menos un 12% falleció por exposición a temperaturas extremas de calor o frío combinadas con la deshidratación.
“Lo más insultante es pensar que en un refugio nacional cuyo mandato es preservar la naturaleza para generaciones posteriores, haya vidas que se estén perdiendo porque no son estadounidenses y no están documentados, y por eso no merecen protección. Nos es muy difícil aceptar que las vidas humanas, porque no son EEUU, no merecen la misma protección que la flora y la fauna”, indica, en referencia a las casi 700 especies de animales y plantas que habitan en la reserva.
“Dar agua es lo mínimo que podemos hacer. Para nosotros, dejar botellas en el desierto no es lo mejor ni lo más ecológico, pero…”.
Hace una pausa. Su frustración se entremezcla con la firmeza. Aquel día de agosto, Orozco había repartido agua en contadas ocasiones, se acababa de mudar a Tucson desde Seattle, donde vivía con sus padres. Llevaba poco como activista, pero asegura que ser hija de inmigrante le ha hecho ser siempre “muy consciente” de la situación que viven estas personas en la frontera de EEUU. “Mi papá es de Oaxaca, México. Para mí, la crisis en la frontera ha sido muy clara desde muy pequeña porque mi familia se ha encargado de que lo sepa”. Es lo que, dice, la empujó a trasladarse a Arizona para poder colaborar como de voluntaria cuando su trabajo de camarera se lo permitía.
Otros cinco voluntarios procesados
Su caso y el de sus compañeras Natalie, Oona y Madeline no han sido los únicos. Otros cinco compañeros han sido procesados por las actividades de la ONG en Cabeza Prieta. El pasado 21 de febrero, los fiscales retiraron cargos penales contra cuatro voluntarios que, ese mismo verano, buscaron durante horas en el refugio a tres migrantes que les habían llamado para pedir auxilio, según asegura la organización. Tendrán que pagar una multa civil de 250 dólares cada uno.
Un quinto voluntario, Scott Warren, está a la espera de juicio y es acusado de un delito grave por “albergar” a migrantes a los que, presuntamente, había proporcionado comida, agua, cama y ropa durante tres días. Warren niega los cargos.
Para las voluntarias y la organización, los procesos judiciales abiertos contra los activistas responden a un intento por parte del Gobierno de Estados Unidos de “criminalizar y detener” su labor humanitaria. “Es una forma de control muy autoritaria, y eso asusta, porque la ayuda humanitaria está protegida por la ley. Da miedo pensar que el Gobierno no solo persigue a los que tratan de cruzar la frontera y no son de aquí, también a los que se solidarizan con ellos”, recalca Orozco.
No More Deaths lleva meses denunciando trabas a sus actividades, que incluyen “vigilancia, amenazas e interferencia en los esfuerzos por brindar ayuda humanitaria”. La organización ha documentado la destrucción de garrafas con más de 11.000 litros que habían sido colocadas para quienes cruzan el desierto de Arizona entre 2012 y 2015. En su mayoría, habían sido agentes de la Patrulla Fronteriza, como se podía apreciar en un vídeo difundido por la organización que muestra a varios oficiales pateando y vaciando las botellas.
Orozco asegura que desde la organización han tratado de buscar soluciones con las autoridades para evitar las muertes por deshidratación en la zona desértica. “El agua es lo mínimo que podemos ofrecer y es un trabajo que está haciendo el pueblo, cuando lo debería hacer el Gobierno. Pero no quiere aceptar su responsabilidad ni reconocer las muertes en la frontera. Una de sus formas de mirar hacia otro lado es no dar agua a cualquiera que esté en el desierto, sea migrante o no”, indica la activista.
“En miles de hectáreas de refugio hay diez postes con un botón rojo que, supuestamente, pide ayuda inmediata a la Patrulla Fronteriza. En el juicio defendían que esta es la respuesta más adecuada para atender en el desierto. Pero no hay agua, solo hay un tanque de agua no potable para el ganado. El Gobierno no quiere responsabilizarse, así que nosotros decidimos actuar”, enfatiza.
Mientras el juez las declaraba culpables, la administración estadounidense mantenía el cierre parcial más largo de la historia de EEUU sin que el presidente, Donald Trump cediera un milímetro en su demanda de fondos para construir su prometido muro en la frontera con México. “Creemos que una crisis humanitaria justifica una respuesta humanitaria. Un muro fronterizo no hará nada para aliviar la crisis de muerte y desaparición a lo largo de la frontera México-Estados Unidos. La protección del derecho a dar y recibir ayuda humanitaria es esencial mientras el Gobierno mantenga políticas fronterizas que canalizan la migración hacia las partes más remotas del desierto”, expresó la organización.
Pese a la condena, la joven se queda con la ola de solidaridad recibida todos estos meses. “Hemos sido un apoyo las unas para las otras. Es lo que nos ha mantenido sanas. Hemos tenido muchísimo apoyo, de las familias, de la organización, en las redes sociales. Sería muy diferente si lo hubiéramos vivido solas”, señala. Durante los 15 meses que dura la libertad condicional, tiene prohibida la entrada al refugio Cabeza Prieta. Pero cuando se le pregunta si tiene pensado volver más adelante al desierto a dejar agua, lo tiene claro. “Sí, seguiré colaborando. Esto no va a imponer nada a lo que yo siento que es necesario”, sentencia.