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Los pueblos de Congo se levantan contra la violación de decenas de niñas

Imagen de archivo. Vista del reflejo de un charco donde se ven unos niños que viven en un campo de refugiados de una ciudad rebelde de República Democrática del Congo.

Pablo Moraga

Kavumu (República Democrática del Congo) —

El hombre hizo un agujero en la pared de la casa –una cabaña endeble y pobre, construida con barro, con cañas de bambú entrelazadas–; después introdujo su brazo y abrió la puerta con facilidad. Solamente necesitó unos minutos, piensan los vecinos. Eran las dos, quizás las tres de la mañana.

Mauwa –seis años, pelo corto, ojos enormes y oscuros– dormía con sus hermanos en una esterilla sobre el suelo. La noche estaba tranquila, oscura. No había luna ni estrellas en el cielo. Los chicos seguían durmiendo y el hombre se acercó en silencio hasta ellos, agarró a Mauwa y se marchó.

―Sus hermanos no escucharon nada ―explicaron los vecinos― porque estaban embrujados; el hombre había lanzado sobre el tejado gotas de sangre de otras niñas.

Un grupo de campesinos encontró a Mauwa al amanecer en un campo de yucas en las afueras de su ciudad. Y con heridas gravísimas. Estaba en estado de shock, no reaccionaba, no podía andar, no sabía qué ocurría a su alrededor: había sido violada.

A finales del 2013, los funcionarios de Coopera –una ONG española– y organizaciones locales registraron una serie de violaciones a niñas muy pequeñas en Bugorhe, una agrupación de pueblos de la provincia de Kivu Sur. Las niñas tenían menos de 10 años. La más pequeña era un bebé de 18 meses.

En mayo del 2014, la frecuencia de estos ataques creció sin control y nadie comprendía los motivos. Durante mucho tiempo se escucharon rumores: había algunos hombres que utilizaban la sangre de estas niñas para hacer magia: si se la untaban, las balas podían traspasar sus cuerpos sin hacerles daño.

Se organizaron protestas en varios pueblos. “Detengan la violación de nuestras niñas pequeñas”, se podía leer en las pancartas de los manifestantes. Los médicos exigieron al Gobierno una intervención rápida.

En junio del 2016, un tribunal militar acusó a Frederic Batumike, un político que representaba a Kivu Sur en el parlamento y a 70 miembros de su grupo de rebeldes –muchos políticos y empresarios tienen milicias armadas para protegerse, mantener sus influencias o conseguir beneficios económicos– de ser los autores de estos ataques.

En la primera vista acudió tanto público que decidieron trasladar el juicio a un campo de fútbol. Desde entonces, aunque las violaciones contra niñas y mujeres son frecuentes en otras zonas del país, no se han conocido ataques nuevos en Bugorhe.

Hasta el momento del arresto del parlamentario Batumike, Coopera denunció 50 casos, y Mauwa, con seis años, fue una de ellas: la violaron en abril del 2014. 

“Los hombres no quieren casarse con una niña violada”

Mauwa necesitaba una intervención quirúrgica urgente. Los doctores comprobaron la gravedad de sus heridas y le recomendaron medidas preventivas contra el VIH, pero no podían hacer nada más: no tenían medios suficientes. El único centro donde los médicos podían tratarla era el hospital de Panzi, en Bukavu, a más de 40 kilómetros.

Los genitales de Mauwa estaban destrozados. Necesitó una reconstrucción minuciosa, muy complicada. Su madre, que en ese momento se encontraba enferma de malaria, viajó al hospital al día siguiente y pasó una semana entera llorando. Pensaba que los vecinos nunca aceptarían a su pequeña. Que las demás niñas no jugarían con ella. Que los hombres no querrían casarse con ella. Que tendrían miedo de que transmitiese enfermedades venéreas: VIH, sida, hepatitis. Que a partir de entonces todos la considerarían “impura”.

“Sabemos que existen algunas madres que no han denunciado las violaciones de sus niñas porque les da vergüenza”, dice Lorena Aguirre, psicóloga y directora de Coopera en el Congo. “Durante nuestras reuniones con las comunidades, los hombres nos decían que nunca se casarían con una niña que hubiera sido violada”.

Mauwa estuvo ingresada durante tres meses en el hospital. La ONG costeó su escolarización y el alojamiento de su madre. Ellas no podían permitírselo. Como casi todas las mujeres de Bugorhe, su madre no tenía un trabajo fijo. De vez en cuando conseguía un poco de dinero labrando en el campo de algún vecino: 1.500 francos por jornada, 1,20 euros. Y con este sueldo debía comprar comida y cocinar para sus siete hijos. En ocasiones su familia pasaba hasta una semana sin probar bocado. Nada.

Batumike, condenado a cadena perpetua

Los abogados de Frederic Batumike –acusado de ser el autor intelectual de estas violaciones– intentaron parar el juicio en varias ocasiones, pero no lo consiguieron: el 13 de diciembre los jueces sentenciaron cadena perpetura para el parlamentario y 10 de sus hombres, un veredicto sin precedentes en Congo: nunca antes se había condenado a una persona tan destacada. En las calles de Kavumu, uno de los pueblos más grandes de Bugorhe, las mujeres cantaron durante horas y se pusieron sus mejores vestidos. Sus vecinos nunca habían visto a tanta gente bailando en las calles.

Pero el horror contraataca demasiado a menudo en Congo.

Felix Mughiso, presidente de la sociedad civil de Kavumu y testigo principal del juicio, escuchó esta noticia escondido en una ciudad cerca de la frontera de Ruanda. Unos días antes, dos hombres armados habían entrado en su casa. Felix llamó inmediatamente a los soldados congoleños y se salvó. Los cascos azules de la ONU le explicaron que no podían protegerlo, así que escapó en un autobús y ahora está en otro país.

Unos hombres también se metieron en la casa de una de las niñas que había sido violada y la llamaron por su nombre. Su madre avisó a los vecinos, que entraron a ayudarlas. Desde entonces, al menos ocho familias han desaparecido y nadie sabe nada sobre ellas. Las celebraciones han durado poco tiempo porque parece que los rebeldes de Batumike se reúnen periódicamente. Muchas personas están asustadas.

Las mujeres resisten

En Congo, las violaciones son un método para intentar destruir a las mujeres –a menudo nunca consiguen recuperarse de los efectos físicos o psicológicos de estos ataques y son rechazadas por sus vecinos y familiares– y, con ellas, a sus comunidades. Desde 1998, seis millones de personas han muerto en la guerra, y Naciones Unidas estima que al menos 15.000 mujeres son violadas cada año. Otros estudios sugirieron cifras aún mayores: 400.000 violaciones anuales. O 48 cada hora. 

Se supone que la última guerra terminó en el 2003, pero el número de rebeldes no ha parado de crecer: en el este de República Democrática del Congo existen más de 130 milicias. Aunque se formaron por motivos diferentes, muchos grupos pelean, sobre todo, para mantener el caos y controlar algunos recursos naturales. El subsuelo congoleño está repleto de oro, casiterita, estaño, cobre, cobalto, coltán y otros minerales imprescindibles para las industrias occidentales.

En este contexto, las mujeres se transformaron en los motores de sus comunidades. Las normas sociales que importaron los colonos europeos les entregaron la responsabilidad de mantener a sus familias. Incluso cuando la guerra está cerca, las mujeres siguen trabajando los campos, buscan leña en los bosques, van a los mercados. Por eso son el objetivo de muchos grupos.

Algunas organizaciones internacionales y medios de comunicación extranjeros dicen que desde hace varios años la mayoría de las violaciones son perpetradas por civiles y no están tan relacionadas con la guerra, pero periodistas congoleñas como Caddy Adzuba insisten en que la violencia sexual está estrechamente vinculada al conflicto y la explotación de minerales: estos ataques horribles tienen, dicen, “objetivos políticos claros”.

“Las violaciones son un instrumento de control muy poderoso. Permiten controlar una comunidad, una aldea, una ciudad, un territorio. [...] Los rebeldes, cuando violan a las mujeres, lo hacen con esa conciencia. [...] Lo han planeado de manera estratégica”, dice Azduba.

Está anocheciendo y el todoterreno de Coopera avanza despacio en una carretera llena de baches. Los faros alumbran de repente a decenas de mujeres que caminan en los arcenes. Forman una hilera interminable. Llevan en sus cabezas sacos o barreños de plástico atiborrados de tomates, cebollas, patatas, pescados pequeños. Muchas están descalzas. Han pasado todo el día en el mercado de Bukavu, sentadas en un rincón en el suelo, intentando vender una parte de sus cosechas, y ahora vuelven a sus casas andando.

Esta imagen no es solamente el resultado de unas circunstancias que obligan a las mujeres a trabajar. También revelan una revolución en curso. Decenas de mujeres que caminan cargadas con sus productos, que a pesar de los ataques constantes no admiten la situación que viven sus familias y siguen trabajando para conseguir por lo menos un poco de comida, que continúan avanzando por los costados de las maltrechas carreteras congoleñas, que continúan resistiendo. Las violaciones no han funcionado para detenerlas.

Las mujeres van a ganar la guerra.

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Nota: Mauwa es un nombre falso para proteger la identidad de la pequeña.

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