Ruanda acusa a Francia de haber cooperado con el régimen que lideró el genocidio de 1994: “Necesitamos justicia”
El país en el que creció Sonia Mutesi, una periodista de 28 años, ha desaparecido. Los ruandeses como Mutesi han sustituido una nación en la que el eco de la muerte resonaba en cada rincón por un territorio poblado por jóvenes conscientes de que repetir los errores de sus padres sería un error inaceptable.
Veintisiete años después de uno de los peores genocidios de la historia –una escabechina en la que murieron al menos 800.000 personas en tres meses–, Ruanda está preparada para pasar página. Pero antes de enterrar las sombras de su pasado sangriento, Mutesi cree necesario mirar con lupa el vínculo de Francia con el régimen que organizó las matanzas, aunque eso signifique poner el dedo en una herida abierta en la historia del gigante europeo.
Hace unos días, el Gobierno de Ruanda presentó un informe de más de 600 páginas que, con la colaboración de un bufete de abogados de EEUU, reúne toda clase de pruebas –entre ellas, telegramas diplomáticos, entrevistas antiguas y transferencias bancarias– para esclarecer la implicación del ejecutivo francés en el genocidio contra los tutsis. Su conclusión: el presidente francés François Mitterrand ignoró todas las alertas y cooperó con el régimen que lideró el baño de sangre en Ruanda.
El pulso de Francia contra el régimen ruandés actual, encabezado por el presidente Paul Kagame, se remonta a 1990, cuando Kagame estaba al mando de un grupo de rebeldes armados: el Frente Patriótico Ruandés (FPR). Desde las montañas cubiertas de bosque tropical del norte de Ruanda, donde el frío y el hambre empezaron a cobrarse más bajas que las batallas, el FPR había declarado la guerra a las políticas divisionistas, impulsadas por la administración ruandesa, que separaron a los ciudadanos en dos grupos enemistados: “hutus” y “tutsis”.
Francia decidió proteger a toda costa al que era el guardián de su puerta estratégica en la región de los Grandes Lagos: el régimen presidido por Juvénal Habyarimana desde 1973 hasta 1994. París consideró que tenía que protegerle mandándole cargamentos enormes de armas, dinero, programas de entrenamiento militar e incluso centenares de paracaidistas que lucharon mano a mano con el ejército ruandés en contra del FPR.
“El genocidio no explotó de la noche a la mañana”, dice el historiador Paul Rutayisire, de la Universidad Nacional de Ruanda. “En realidad, fue un proceso largo. El Gobierno ruandés planificó las masacres durante años, recopilando armamento y entrenando milicias. Francia sabía todo eso, pero no hizo nada”.
Según la investigación de Ruanda, el Elíseo ni siquiera reconsideró su relación con los cabecillas de las matanzas después de que las imágenes de esa carnicería humana revolviesen los estómagos de una buena parte de la comunidad internacional. En vez de disuadir al Gobierno del genocidio, nuevos soldados, desplegados en Ruanda en una misión presuntamente humanitaria, concentraron sus esfuerzos en impedir que el FPR tomase el control de Ruanda.
“Este estudio es muy importante”, dice Mutesi. “Nosotros, como pueblo, necesitamos que se haga justicia. Ponte en el lugar de los ruandeses que perdieron a sus seres queridos. Francia debería pedirles perdón”.
El conflicto con Francia
El último informe ruandés marca un hito de una disputa de más de tres décadas en la que tanto Ruanda como Francia se han acusado mutuamente de fomentar el genocidio de 1994 por beneficios políticos o económicos.
El 6 de abril de 1994, el magnicidio del presidente Juvénal Habyarimana –dos misiles derribaron el avión en el que viajaba– desató la carnicería. Las ondas de radio de una emisora popular, con una relación estrecha con el entorno del mandatario, enseguida transportaron hasta el último rincón de Ruanda una llamada a la acción tenebrosa: había llegado el momento de matar sin un ápice de piedad. Era el punto culminante de una campaña de terror que empujó a una buena parte de los ruandeses a pensar que la única opción que tenían para sobrevivir era asesinar a los que su gobierno señaló como “tutsis”, es decir, el 14% de la población. El miedo, unido a las órdenes de la élite política, aniquiló cualquier posibilidad de mesura, de reflexión, y convirtió al país de las mil colinas en un matadero humano que se prolongó 100 días ante la pasividad internacional.
Bajo las instrucciones de Kagame, el FPR marchó con la meta de derrocar a los cabecillas políticos que organizaban las matanzas. Lo consiguieron el 18 julio de 1994. Sus combatientes, que tomaron el timón del gobierno, pararon el genocidio. A partir de entonces, muchos analistas han destacado su liderazgo, alineado tanto con el Banco Mundial como con el Fondo Monetario Internacional, pero deseoso de marcar sus propias líneas políticas y económicas, como una de las razones principales de la transformación de Ruanda en las últimas décadas, desde una nación devastada por la sombra del genocidio hasta una de las economías más pujantes de África.
A menudo, el presidente Kagame usa esa reputación para resguardar la legitimidad de su administración en un momento en el que grupos internacionales de derechos humanos han empezado a ensombrecer los logros del mandatario con informes sobre la ausencia de libertad de expresión.
Kagame siempre ha atribuido la autoría del asesinato de Habyarimana a la camarilla del exmandatario, descontenta por la aproximación de su administración a los combatientes del FPR para firmar un acuerdo de paz. Pero el Elíseo puso en tela de juicio esa explicación. En 2006, después de culpar al FPR del asesinato del expresidente ruandés, París emitió órdenes de arresto en contra de nueve personas cercanas a Kagame. Esas acusaciones estaban basadas en las declaraciones de excombatientes del FPR que confesaron haber disparado los misiles que despedazaron el aeroplano de Habyarimana desde una colina cercana a la capital.
El líder ruandés dio por falso ese informe: su gobierno decidió cortar las relaciones diplomáticas con Francia durante tres años. Para muchos observadores, el desafío de París era un intento de reescribir la historia del genocidio, reemplazándola por una versión en la que el presidente Kagame no era el visionario que había rescatado a su país de la aniquilación, sino un tirano que abrió deliberadamente las compuertas de la matanza para convertir en papel mojado su diálogo con Habyarimana y avanzar militarmente hasta eliminar su gobierno.
Desde Kigali, la capital ruandesa, una ciudad de un millón de almas, calles limpias, tráfico ordenado y edificios modernistas, el historiador Paul Rutayisire califica las investigaciones de Francia como un escándalo artificial, una cortina de humo para tapar un asunto mayor: la implicación del Elíseo en las matanzas de 1994.
Cómo cicatrizar las heridas del genocidio
La luz inunda una librería de Kigali, como si el sol también se hubiese convertido en el aliado de una ciudad que quiere desprenderse de las sombras de su pasado. Amina Uwera, de 23 años, exrecepcionista de uno de los hoteles más lujosos de su ciudad, mira con curiosidad una estantería llena de libros sobre el genocidio de 1994.
Muchos de esos libros están publicados por editoriales internacionales. Uwera es consciente de que, en el imaginario mundial, Ruanda es conocida, sobre todo, por esas matanzas. Pero no lo considera una humillación ni una molestia. Según ella, Ruanda no debe esconder su pasado: para cicatrizar las divisiones y terminar con la posibilidad de que sean manipulados para otro desastre, los ruandeses tienen que comprender qué ocurrió en las matanzas de aquellos días.
Ruanda no es un museo de los horrores del genocidio: el 61% de la población actual no había nacido o tenía menos de cinco años cuando ocurrieron las masacres. La esperanza de vida se ha duplicado en menos de dos décadas y la mortalidad materna ha caído en picado, aunque las constantes desigualdades sociales todavía son una espina clavada en esas mejoras. Ruanda es un país en construcción en el que Uwera acaba de tener su primer hijo: se llama Aayan.
— “¿Dentro de unos años, a él también le contarás qué pasó durante el genocidio?”
— “Necesitamos mantener viva nuestra historia”, contesta. “Si los jóvenes conocen los problemas que tuvimos, también sabrán cuáles fueron sus causas y lucharán en contra de las ideologías que nos hicieron sufrir en el pasado. Así que sí, por supuesto: mis hijos también escucharán la historia del genocidio”.
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