El dolor se vuelve rabia. Eso nos dicen estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raul Isidro Burgos” de Ayotzinapa, mientras caminamos por pasillos que muestran su historia a través de pinturas y murales. Paredes que hablan de décadas en lucha y que mantienen vivo el legado de los grandes muralistas mexicanos. También de la represión que estudiantes han sufrido en estas tierras por parte del Estado mexicano, un mes después del cumplimiento de la desaparición forzada de 43 estudiantes del Estado de Guerrero.
En la trágica noche del 26 de septiembre, un grupo de más de 80 estudiantes rurales salió a buscar autobuses. Querían trasladarse, paradójicamente, a la marcha conmemorativa que todos los años recuerda la matanza estudiantil producida el 2 de octubre de 1968 en el Distrito Federal. Desde hace años y ante la falta de fondos incluso para transporte, toman camiones de lineas privadas con cutos choferes suelen mantener buenas relaciones. Pero esta vez el camino les planteo un destino diferente.
Fue en la ciudad de Iguala donde, según diversas investigaciones, la policía municipal les cerró el paso. Sin previa negociación, sin intercambio de palabras, empezaron a tirotearlos. “Fue directamente la policía. Empezaron a disparar las llantas y después dispararon directo a los compañeros”, cuenta David, representante de los estudiantes. El saldo trágico: tres estudiantes muertos –a uno de ellos se le encontró sin ojos y con la piel de la cara arrancada–, otro en el hospital con muerte cerebral, más de 25 heridos y 43 alumnos desaparecidos.
Aunque todo sucedió en el centro de la ciudad de Iguala y a escasos metros de un cuartel del Ejército mexicano, nadie acudió en su ayuda. “Durante horas fuimos perseguidos y tiroteados de nuevo. La procuraduría no llegó hasta la madrugada” comenta Omar, estudiante que logró escapar de la emboscada. “Cuando huíamos nos topamos con unos militares. Lo único que nos dijero fue: ya ven, por andar de machitos… ahora se aguantan”. No sería hasta la madrugada del día siguiente cuando un equipo del Instituto de Ciencias Forenses recogiera los cadáveres del suelo.
Según las investigaciones fue la policía municipal la que atacó y secuestró a los estudiantes con el apoyo de un cártel de narcotraficantes llamado Guerreros Unidos. José Luis Abarca, alcalde de la zona, estaba directamente vinculado con este grupo delincuencial y fue quien dio la orden del ataque. Dos días después de la masacre se fugó junto con el jefe de la policía y aún se desconoce su paradero. Aún no se saben las razones reales del ataque.
Días después de los hechos trágicos, fosas clandestinas comenzaron a descubrirse en los alrededores de la ciudad de Iguala. Decenas de cuerpos encontrados cerca de casas en las que nadie sabe nada. El miedo inunda esta zona y sus vecinos llevan tiempo viendo en silencio transitar camionetas con personas que nunca regresan. “Parece que toda la sierra es un gran cementerio”, comentan en la ciudad.
De momento no se ha podido identificar ninguno de los cuerpos que se han ido encontrando en estos agujeros de la muerte. Ni siquiera la procuraduría mexicana confía en sus trabajadores, por lo que todo el mundo espera los resultados del trabajo de un equipo independiente de peritos argentinos. Ellos deben desvelar si los restos encontrados pertenecen a los estudiantes, o si coinciden con alguno de los nombres que forman la innumerable lista de desaparecidos que avergüenza al país desde hace más de una década.
En 2006 el expresidente de México, Felipe Calderón, empezó la llamada guerra contra el narcotráfico convirtiendo a su país en un territorio donde los habitantes sufren todo tipo de agresiones. Bien sea por parte de grupos criminales o bien por parte de los cuerpos de seguridad mexicanos que muchas veces son miembros del entramado delincuencial. “La violencia sistemática es un cáncer a nivel nacional, y detrás de este cárcel está la corrupción” se lamenta Moises, graduado de la escuela. Según datos oficiales se han registrado más de 30.000 desaparecidos en toda la república y más de 150.000 muertos, cifras estremecedoras en una guerra no declarada que parece no tener fin.
Guerrero es epicentro de una batalla a la que se le suman otros males. Se trata de uno de los Estados más pobres y marginados del país. Su población, indígena y campesina en su gran mayoría, es analfabeta en un 60%. Más del 90% del territorio no tiene drenaje y sólo el 50% de la población cuenta con electricidad.
Los jóvenes que estudian en escuelas rurales normales como la de Ayotzinapa vienen de este complejo contexto social. Son hijos de campesinos, en su gran mayoría de escasos recursos, que ven como única oportunidad para salir adelante estudiar en estas escuelas y graduarse como futuros maestros. Son ellos los que regresarán a sus comunidades para educar a las siguientes generaciones.
“Son estas escuelas las que el gobierno mexicano quiere desaparecer”, reflexiona Moises. La disminución de fondos destinados a la educación pública ha sido una constante al igual que la criminalización a unos estudiantes acusados en los medios oficialistas de vándalos y subversivos. “Se quiere borrar de tajo todo lo que se ha ganado en las luchas sociales. Estos centros son los últimos reductos de la Revolución Mexicana de 1910, es por lo que la gente luchó, por una educación gratuita”.
Es aquí de donde salieron luchadores sociales como Lucio Cabañas. “A lo mejor es por eso que hemos sufrido tanta represión por parte del estado”, comenta Omar García, estudiante de Ayotzinapa. “Temen que de estas tierras salgan nuevos guerrilleros que les arrebaten el poder. Si confirman la muerte de mis compañeros, Guerrero estallará”.
Desde que sucedió la masacre, la policía comunitaria resguarda todas las noches las instalaciones de la escuela donde se refugian alumnos y familiares de los desaparecidos. “La policía comunitaria es la policía del pueblo” asegura la comandante Tory que oculta su rostro con un pasamontañas. “Los civiles hemos tenido que organizarnos porque hoy en día nos enfrentamos a dos cosas: una el estado y otra la delincuencia organizada. Por desgracia vivimos en un narcoestado”.
Así pareció refrendarlo también Carlos Navarrete, presidente del PRD (partido al que pertenecía el fugado alcalde de Iguala). “Es duro que lo tenga que reconocer pero lo reconozco”, respondió a la pregunta de una conocida reportera mexicana que le cuestionaba sobre un pacto de impunidad entre los partidos políticos sobre el tema del narcotráfico. “Todo el mundo se mueve con total cuidado de no afectarse en su perspectiva política y electoral”.
“Hace mucho que no confiamos en ellos. No queremos llegar a grados en que nosotros mismos hagamos justicia”, se lamenta Manuel, portavoz de los familiares desaparecidos. “Seguimos todavía con la esperanza de que los jóvenes van a regresar. Pasan los días y nosotros no sabemos todavía nada de nuestros hijos. El coraje se siente más, pero estamos orgullosos de la reacción de nuestro pueblo”.
México salió a la calle. Bajo el lema “Vivos los llevaron, vivos los queremos” se realizaron multitudinarias manifestaciones a lo largo y ancho del país. Esa magnitud y extensión no se veía desde hace muchos años y tiene petrificado al presidente Enrique Peña Nieto que apenas ha dado la cara desde que comenzó esta tragedia. Tras 10 días de silencio, el dirigente afirmó ante los micrófonos de los medios que llegaría hasta el fondo en las investigaciones en una conferencia de prensa sin preguntas. Su crédito político se agota mientras la rabia acumulada se despierta en una sociedad harta de injusticia e impunidad.
“Para el Estado ser normalista es un pecado, ser estudiante es un delito y si eres de Ayotzinapa mereces la muerte”, dice David representante de los alumnos. “Pero estamos decididos a no bajar la cara. Estamos decididos a llegar hasta las últimas consecuencias. Lo que queremos es que aparezcan nuestros compañeros con vida”. Estos estudiantes se han convertido en un símbolo para un país donde la esperanza decae, el dolor aumenta y se teme la rabia.