La violencia ha estallado en el remoto Valle de San Quintín, en el Estado norteño de Baja California (México), escenario del nacimiento de uno de los movimientos obreros más importantes en la zona. Las fuerzas policiales irrumpieron en las casas de los trabajadores durante la noche del viernes al sábado, golpeando a mujeres y niños, según los testimonios de los jornaleros, tratando de encontrar a los cinco vocales del movimiento independiente que desde marzo ha organizado en diversas huelgas a unos 30.000 jornaleros indígenas explotados por las empresas agrícolas de la región. El enorme contingente policial abrió fuego contra los campamentos de los manifestantes, dando como resultado tres personas muertas y al menos otras 70 con heridas de proyectiles de goma y golpes, según los trabajadores.
Los sucesos de este viernes son el último episodio de unas revueltas en las que algunos grupos de jornaleros iniciaron bloqueos en varios puntos de la única carretera que atraviesa los 1.700 kilómetros de la península desde Tijuana, provocando la actuación de los antidisturbios que cargaron contra ellos apoyados por carros blindados y munición real.
En el Valle de San Quintín trabajan aproximadamente 80.000 jornaleros en condiciones de semiesclavitud: de doce a catorce horas por unos 120 pesos (menos de 8 euros), sin protección para los químicos ni cobertura sanitaria, malviviendo en campos vallados de barracones –algunos con horario de entrada y salida y vigilados por hombres armados– junto a los campos de cultivo o en polvorientos barrios de material reciclado levantados por ellos mismos, sin alcantarillado ni agua potable. El trabajo infantil y el acoso sexual a las mujeres son hechos cotidianos desde hace más de veinte años, denuncian los afectados.
Las negociaciones entre jornaleros y patronal (representada en las mesas de trabajo por funcionarios del gobierno), han sido encabezadas por la “Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social en el Valle de San Quintín”, un sindicato en la práctica que ha surgido de este proletariado agrícola en respuesta al rechazo a los “sindicatos blancos” oficiales (CROM, CROC y CTM), quienes han pactado unilateralmente las propuestas de la patronal, dejando a la nueva organización a la vanguardia de la defensa de los derechos de los trabajadores de todo el Estado: reclaman un salario mínimo de 200 pesos al día.
Aunque muchos jornaleros no pueden expresarse con soltura en español (hablan alguna variante del mixteco, el zapoteco, el náhuatl o el triqui), narran con hartazgo, a modo de terapia de grupo, las violaciones, las condiciones extremas de trabajo, el maltrato de los mayordomos (supervisores de los campos de cultivo), y la indiferencia que han padecido por parte de las instituciones que debían velar por sus derechos durante décadas. “Mi hija enfermó hace unos días y no tengo los 2.600 pesos (150 euros) para las medicinas y el doctor especialista. No fui a trabajar un día para cuidarla y por ello me descontaron 400 pesos”, narra entre sollozos Margarita, una mamá triqui que ha laborado los últimos 15 años en distintas empresas de San Quintín y que, como el resto de sus compañeros, no ha visto que su vida prosperara lo más mínimo.
La organización que ha cohesionado a los miles de indígenas de diferente origen bajo la misma lucha también ha logrado abrir relaciones con diversas organizaciones obreras de otros estados del país, lo que puede facilitar que las acciones de huelga y protesta se extiendan a otros puntos de México. Se ha iniciado también un boicot comercial en Estados Unidos con la iniciativa de organizaciones como el sindicato César Chávez y el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB), asentados en California, que se han hermanado en la causa.
La tarde del viernes, después de una jornada de espera frente a la delegación del gobierno en la localidad, un representante se dirigió a la multitud para anunciar la falta de soluciones que el Estado se había comprometido a presentar ese mismo día. “Se les hace muy fácil decir que sigamos esperando a que alcancen acuerdos con la patronal, pero llevamos dos meses de negociaciones y tenemos demasiada hambre”, espetó uno de ellos. El funcionario tuvo que abandonar apresuradamente el lugar ante el enfado in crecendo que se palpaba en el ambiente y que culminó cuando un grupo de personas bloqueó con piedras y bloques de hormigón la carretera.
La historia de explotación en el Valle de San Quintín no es nueva en Baja California. Desde hace más de veinte años ha sido denunciada en varias ocasiones tanto por investigadores como en medios de comunicación. Casi toda la industria agrícola del lugar está en manos de doce familias, algunas relacionadas con importantes funcionarios públicos, que son señaladas por los trabajadores como las principales explotadoras. El exsecretario de Fomento Agropecuario, Antonio Rodríguez, es dueño de 'Los Pinos', el rancho más grande de San Quintín y principal latifundio de la región, del cual es accionista el expresidente Felipe Calderón. El actual responsable de esta secretaría, Manuel Valladolid, es propietario de la Agrícola Valladolid y Aragonés, y la familia del actual secretario de Finanzas del Estado también es dueña de empresas instaladas en la zona.
Con más de 20.000 hectáreas de superficie de riego y tecnología punta para aprovechar cada gota de agua en una zona de alta escasez, aquí crece tomate, col, chile, calabacín, pepino, mora y papa. Prácticamente para su entera exportación, aunque el cultivo por excelencia de esta época del año (y uno de los más rentables), es la fresa, comercializada por transnacionales como la norteamericana Driscoll's. Los ranchos cuentan con avanzados procesos productivos: semillas mejoradas con biotecnología, instalaciones fito-sanitarias, fertilizantes irrigados con avionetas, invernaderos informatizados y empacadoras que garantizan la calidad y presentación de sus productos para la comercialización en grandes superficies de Estados Unidos.
Sin embargo, toda esta modernidad demanda mano de obra barata e intensiva para la cosecha, y para ello los contratistas practican el 'enganche', consistente en captar mediante engaños a familias enteras de jornaleros en los estados del sur como Oaxaca, Guerrero, Veracruz o Puebla, para asegurarse la fuerza de trabajo necesaria. Aunque las empresas declaran que no conocen casos de trabajo infantil en las plantas productivas de sus socios agrícolas mexicanos, visitan varias veces al año las instalaciones y los trabajadores aseguran que es imposible que desconozcan los abusos y las condiciones en las que laboran.
Trabajo infantil a las puertas de Estados Unidos
La primera causa de mortalidad infantil en el Valle de San Quintín y el de Mexicali es la gastroenteritis, cuyos niveles tanto en menores como en adultos son similares a los de Guatemala o Haití. Estudios respaldados por Organización Internacional del Trabajo (OIT), enumeraron una lista de los distintos tipos de daños en la salud que el trabajo agrícola tiene en los menores, y que van desde lesiones físicas a infecciones y enfermedades crónicas. La Red de Jornaleros Internos afirma que al menos 40 niños han muerto en los campos de cultivo en México desde 2007.
La psicóloga Liliana Plumeda comenzó a investigar el fenómeno del trabajo infantil en los años 90 financiada por UNICEF. Ha documentado numerosos casos tanto en San Quintín como en el valle de Mexicali, la capital del Estado norteño. “La explotación infantil en el campo se intensificó con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLCAN), y la liberalización de la tierra de cultivo, que abrió la puerta al aumento de la producción para exportación mediante empresas que buscan la competitividad bajando los salarios y empeorando las condiciones laborales de sus trabajadores”, afirma.
Sus resultados revelaron que muchos de los menores trabajadores padecían enfermedades en riñones e hígado, los órganos encargados de desintoxicar el organismo. “La población campesina está constantemente expuesta a los tóxicos, ya que viven junto a los campos de cultivo que son fumigados con avionetas, además utilizan agua contaminada de agroquímicos para limpiar la casa, los cubiertos y los alimentos, así como para el aseo personal”.
La mano de obra infantil es dócil, no organizada y más barata, por lo que se convierte en una dura competencia para el trabajador adulto. Se crea un círculo vicioso: aumenta el desempleo adulto y se disminuyen los salarios, lo que obliga a que los padres de familia continúen enviando a sus hijos a trabajar para compensar la falta de presupuesto familiar. Esta situación, además, es agravada por la creciente pérdida de derechos laborales y cobertura en la seguridad social, y los menores cargan con la responsabilidad de sostener a sus padres enfermos, ancianos o desempleados. “Hay una falsa creencia de que el trabajo infantil es una cuestión cultural que los indígenas traen de sus lugares de origen, pero solo hay que hablar con los mismos jornaleros para saber que los niños trabajan por hambre”, dice la especialista.