Desde la verja que separa la playa de Mbour (Senegal) de una pequeña gasolinera, Assan Doye observa las tareas que preceden a las salidas de un nuevo cayuco. Los pescadores de la zona suelen utilizar esta gasolinera, pero cuando alguien acude a su negocio a abastecerse de grandes cantidades de combustible, el anciano senegalés se niega a venderlo ante el riesgo de que pueda ser usado para emprender una nueva travesía marítima hacia España. Si se entera de algún detalle más, el hombre llama a la policía para impedir su salida. Cada vez que lo hace piensa en su hijo.
Entre las informaciones que llegaban a sus oídos, una le angustió más de lo habitual: su hijo estaba entre quienes partirían en el próximo viaje a España organizado desde esta localidad de la costa senegalesa, punto clave en la ruta migratoria hacia las Islas Canarias. La primera vez que lo supo denunció los hechos a la policía y su chaval fue enviado al calabozo durante unas horas, las suficientes para evitar su viaje. La tarde del segundo intento, Assan Doye dio un paso más: salió de casa, echó la llave por fuera y encerró al joven en su interior. Quería frenar, fuese como fuese, los planes de su hijo. Conoce los riesgos y no quiere que se vaya. No, así.
“Me llevé la llave y me llamó varias veces, pero le conté excusas: que estaba lejos, que no podía volver en ese momento... Cuando llegué a casa, se enfadó conmigo, cogió sus cosas y se fue a Casamance, al sur”, dice Doye apoyado en el surtidor de combustible, mirando hacia la orilla donde varios pescadores recolectan el poco pescado obtenido de una mañana de trabajo. “Creo que va a seguir intentándolo. Ya lo tiene en la cabeza”, añade, preocupado y resignado a asumir que apenas puede hacer más para impedírselo.
Ese arrebato de un padre preocupado, ese impulso irracional de quien trata de imponer la fuerza ante decisiones de raíces profundas y soluciones complejas recuerda a la política migratoria impulsada durante décadas por la Unión Europea: echar la llave y frenar, sea como sea, las llegadas de migrantes que apenas encuentran una vía para hacerlo de manera regular. Como Doye encerró a su hijo en su habitación, a sabiendas de que llegaría el día en que acabaría saliendo, con la certeza de que no podría lograr un visado para migrar por un camino más seguro; las instituciones comunitarias intentan blindarse de las entradas irregulares y se escandalizan ante las muertes en las fronteras, mientras mantienen una restrictiva política de visados con los países más empobrecidos.
El último refuerzo del cerrojo comunitario llegó con la aprobación del Pacto Europeo sobre Migración y Asilo, celebrado como un logro por los Estados miembros y las instituciones comunitarias por los grandes obstáculos con los que se chocaron en años de prolongadas y duras negociaciones en una Europa marcada por la presencia de la extrema derecha, que ha acabado marcando el texto final. El paquete legislativo endurecerá, en términos generales, las reglas de acceso al asilo y reforzará las devoluciones (o lo intentará).
La normativa no aborda la principal petición de expertos en migraciones y ONG, en la que algunos eurodiputados progresistas llevan años trabajando sin éxito ante la mayoría de la derecha en la Eurocámara: la creación de más vías legales de entrada a la UE es uno de los eternos retos pendientes, que queda a la espera de la siguiente legislatura.
Si fuera tan fácil como echar la llave y evitar su salida, cada hogar de Gandiol, una pequeña aldea próxima a Saint Louis, no sentiría la ausencia de alrededor de dos miembros de su familia de media. Un paseo por sus caminos arenosos, próximos a la misma costa desde donde han salido decenas de cayucos en el último año, es suficiente para entender el impacto de la emigración en el pueblo, una escena replicada a lo largo de numerosos puntos del país.
Dos emigrantes por casa
La historias de quienes emprendieron la ruta en 2006 se fusionan con las de las nuevas generaciones lanzadas al mar en los últimos años, especialmente desde octubre de 2023, cuando las llegadas de cayucos procedentes de Senegal a Canarias, especialmente a la Isla de El Hierro, desencadenaron la declaración de emergencia humanitaria en el Archipiélago. En el otro lado del Atlántico, las historias de hogares atravesados por la emigración se repiten. No hace falta buscarlos. Se amontonan unos tras otros.
Sentada sobre una colorida alfombra desplegada frente a una pequeña vivienda de Gandiol, Bintou Diop se esmera en desenredar el pelo de su pequeña. Su marido se embarcó hacia España en 2006, como también lo hizo su hermano. Junto a ella, su madre introduce una pequeña dosis de mostaza en pequeñas bolsas de plástico que tratará de vender en el mercado. Amadou Diop, vecino de la familia, las saluda antes de ingresar en una casa próxima.
Él también se fue hace más de una década, y decidió volver para, años después, vivir la marcha de cuatro de sus hijos, quienes se embarcaron en un cayuco, atravesaron el Atlántico y ahora se encuentran dispersos entre Canarias y la península en busca de cualquier oportunidad.
En 2006, Amadou Diop fue una de las 31.678 personas que arriesgó su vida en el mar hasta alcanzar Canarias en la llamada crisis de los cayucos, cuyas cifras fueron superadas con las entradas irregulares registradas el año pasado. En Sagunto (Valencia) desplegaba cada tarde una sábana cerca de la playa para vender películas y discos de música. También recorrió los campos valencianos y andaluces para trabajar en las campañas de la naranja, de la oliva y de la manzana, enumera el hombre sentado en una silla junto a sus vecinas. De la recolección de la fruta española pasó al sector de la pesca, donde confeccionaba las redes, un oficio aprendido en el mismo pueblo del que partió y al que no le quedó otro remedio que regresar.
En los seis años que el senegalés pasó en España, no pudo conseguir sus papeles, aunque lo intentó hasta en tres ocasiones, relata. Y se cansó: “Mis expectativas no se cumplieron. Por eso volví”. En 2012, no encontraba empleo y su situación empeoró. “No podía asumir mis gastos, no podía pagar el alojamiento, ni la comida y decidí regresar”, sostiene Diop. “Es muy duro asumir que no me había ido bien, que tenía que volver y empezar de cero”. Pero lo hizo.
Una década después de aquel regreso, sus hijos fueron tomando en cadena la misma decisión que él alcanzó años atrás. En 2022, los dos mayores se embarcaron hacia España. En 2023, les acabaron siguiendo dos de los pequeños. Son parte de las 39.910 personas que entraron a Europa por Canarias el año pasado. Ahora su casa se siente casi vacía.
Amdou Diop migró a España, comprendió lo difícil que era, sufrió la ruptura de expectativas frente a la idealización europea, pero no pudo pedir a sus hijos una renuncia. A él no le mereció la pena, pero quién era él para negar a sus chicos la posibilidad de soñar con alcanzar unas oportunidades que en Senegal dicen no encontrar. “Les he apoyado en la decisión de irse. Les he contado mi experiencia, pero son casos distintos. Yo tenía hijos, ellos no, ellos son jóvenes. Yo no sabía lo que me esperaba. Yo les he transmitido lo complicado que es, les he contado mi experiencia, cómo lo he vivido. Mentalizados, pueden resistir y tener más posibilidades”. En ello siguen.
Unos metros más allá, en el patio ubicado entre varias viviendas donde varias mujeres trajinan para atender la casa, Setegui Diop pasa el rato entretenida con TikTok. Ahora dice estar tranquila, pero hace unos meses apenas podía dormir y, si lo hacía, las pesadillas la empujaban a despertarse con sus propios gritos. Al cerrar los ojos, solían volver a su cabeza la oscuridad, el agua en movimiento, y los chillidos de las decenas de personas que cayeron al agua el pasado 25 de octubre en un naufragio que dejó decenas de personas fallecidas frente a la costa de Gandiol. El pueblo pasó días consternado por lo sucedido, especialmente cuando supieron la identidad de algunas de las pasajeras: nunca antes, dicen sus habitantes, habían intentado viajar tantas chicas jóvenes en un cayuco.
Naufragios
Setegui Diop, de 21 años, era una de ellas. La joven, de pocas palabras y sonrisa tímida, cuenta que el accidente ocurrió cuando los ocupantes de una de las barcas, más pequeñas, trataban de pasar a un cayuco más grande en altamar. Es habitual que las salidas desde las costas senegalesas se produzcan de esta manera para evitar sospechas ante los cada vez más habituales controles policiales. La superviviente acababa de sentarse en la embarcación principal cuando la otra volcó.
“En el barco pequeño había muchísima gente. Empezaron a gritar y me di cuenta de que había volcado el otro barco. Estaban intentando salvar gente y lograron salvar a algunos de ellos, pero otros no pudieron…”, dice la chica, sentada en un escalón de la entrada de su vivienda. El día siguiente supo que una amiga suya estaba entre los fallecidos. A su regreso, su madre, preocupada, le preguntaba qué pasaba, por qué había tomado esa decisión. Ella no respondió.
Llevaba más de un año con la idea en la cabeza, pero no sabía cómo lograr meterse en un cayuco. Una noche, sobre las diez, empezó a escuchar mucho barullo en los caminos que dirigen hacia las playas de su pueblo. “Vi a mucha gente pasar, tenían pinta de emigrantes que se iban a ir y les seguí. No preparé nada. Solo les seguí”.
-¿Sigues teniendo en la cabeza la idea de volver? ¿Volverías a intentarlo?
Mariamma baja la cabeza, mira de reojo y sonríe con timidez. Hace breve silencio y asiente.
-Sigo queriendo ayudar a mi madre.
Ella ha vuelto a estudiar, mientras esconde la idea que sigue en su cabeza. Por más cerrojos que su madre quisiese echar, sus planes no se antojan fáciles de frenar si no lo hicieron ya esos gritos, esas pesadillas que la persiguieron durante semanas tras el naufragio. Quiere estudiar, trabajar y ayudar a su familia, ve que otros lo han logrado y no existe para ella otra forma de intentarlo que lanzarse al mar, ante las dificultades impuestas para solicitar un visado hacia la Unión Europea desde Senegal.
A más de 4.000 kilómetros de distancia, el eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar lleva años trabajando en Bruselas, como presidente de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior de la Eurocámara, en negociaciones y propuestas legislativas para favorecer la apertura de vías legales de entrada a la UE. “Conseguir la apertura de vías legales es el mejor modelo para responder al fenómeno migratorio: desincentiva el modelo de negocio de organizaciones criminales, pues ahora miles de personas se lanzan en manos de redes de traficantes como única opción de la UE. Abriendo vías legales se reducirá el número de muertes en la mar”, explica el europarlamentario.
Pero la respuesta europea en la práctica, admite, continúa siendo el apostar por el control, aunque defiende algunos aspectos del pacto europeo, como el limitado -y criticado- sistema de realojo solidario. “La política migratoria europea no ha funcionado, evidentemente, se necesitan leyes europeas que cambien la inmigración, pero un pacto mejorable es siempre mejor que ninguno”, sostiene el canario, quien admite no estar satisfecho con el resultado final de la normativa, aprobada recientemente tras las cesiones realizadas para alcanzar un acuerdo con el lado conservador. “Me enfrento con 27 ministros de interior, obsesionados con la seguridad y retornos, y discursos negativos sobre el hecho migratorio”, añade López Aguilar.
Tras las próximas elecciones comunitarias, dice, el futuro parlamento europeo se enfrentará a varios retos que no han logrado abordarse a través del pacto. “Una vez que empecemos a articular una solidaridad europea, pelearemos tres objetivos: un mecanismo europeo de salvamento y rescate, que coordine los esfuerzos de salvamento en el mar. Segundo, una estrategia conjunta europea que lucha contra las redes de tráfico de migrantes. Y, por último, es imprescindible buscar la apertura de vías legales y seguras”. Son algunas de las propuestas que se escuchan en los debates comunitarios desde hace más de una década, sin que estas logren prosperar.
Conocedor de su fracaso en su intento de frenar la salida de su hijo a Canarias, el viejo vendedor de gasolina Assan Doye ahora apunta más alto. Critica la falta de oportunidades actuales para generaciones completas en un Senegal cargado de jóvenes deseosos de cambio tras las nuevas elecciones, pero para quienes cualquier avance se antoja lento. Pide a la UE y a su Gobierno más acción diplomática para que jóvenes como su hijo puedan viajar a países europeos sin arriesgar su vida en el intento. Mientras, desesperado, piensa en otra idea: comprar un gran barco y, junto a otros pescadores jubilados, lanzarse al mar por su cuenta para detener la salida de cayucos en la zona donde vive. No conoce aún aquella lección que tampoco llega a calar en los despachos comunitarios: si una puerta se cierra, pronto se abrirá otra. Tampoco sabe que ha caído en la misma estrategia en la que, sin éxito, lleva décadas empeñado un gigante llamado Unión Europea.
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