Sabina Huilca, una indígena quechuahablante de la región peruana de Cuzco, dio a luz a una niña en agosto de 1996 en una ambulancia, cuando iba camino del hospital. A sus 26 años era su cuarto hijo y sería el último, aunque entonces ella no lo sabía. La llevaron a un centro de salud en el pueblo de Izcuchaca, donde le insistieron en que se quedara un día más para hacerle “una limpieza”.
Aunque ella se sentía bien y quería volver a su casa, el médico la amenazó con no registrar a su hija si se iba. Al día siguiente, una enfermera la obligó a meterse en la ducha y la bañó a manguerazos con agua fría y luego la puso en una camilla, donde le sujetó con correas las manos y los pies. Sabina, que habla con dificultad el español, preguntó qué le iban a hacer, pero la sanitaria le respondió en tono despectivo: “Te voy a limpiar. ¿Eres analfabeta? ¿No entiendes cuando te hablo?”.
Le pusieron una anestesia y, entre sollozos y rezos, se durmió. Pero como había comido algo, sólo le hizo un efecto parcial. Cuando se despertó vio que le estaban cosiendo la barriga. A pesar de sus gritos de dolor, el médico terminó de coser. Al finalizar, la enfermera le dijo: “Ahora ya no vas a parir como una cerda”.
Ese año el gobierno de Alberto Fujimori había iniciado un radical política de control de la natalidad que duró un lustro, en el cual fueron esterilizadas unas 300.000 mujeres.
En teoría, el programa era voluntario, pero el problema es que, para poder cumplir con las exigentes cuotas establecidas, muchos médicos y enfermeras recurrieron en ocasiones al engaño, las amenazas o simplemente la fuerza bruta. Sobre todo, en zonas campesinas y contra mujeres indígenas y pobres.
“No hay una cifra exacta de cuántas fueron voluntarias y cuántas no voluntarias”, reconoce Rossy Salazar, abogada de la organización de defensa de los derechos de la mujer Demus, que lleva varios años litigando por llevar a los responsables de estos crímenes ante la justicia y por que se repare a las víctimas. Hasta ahora sin éxito, pese a que han pasado 14 años desde el fin del régimen de Fujimori.
Demus, la ONG Instituto de Defensa Legal y la fiscalía anticorrupción (pues también se contemplan delitos de malversación de fondos) han documentado 2.074 casos repartidos por todo el país, aunque la cifra va en aumento, pues “faltan muchas mujeres que ni siquiera saben que puede denunciar”, afirma Salazar.
Por ello, han pedido un juicio por crímenes de lesa humanidad contra varios Fujimori, tres de sus ministros de Salud y otros altos funcionarios.
Pero el fiscal encargado del caso propuso en enero archivar la demanda contra estos ex altos cargos. Alega que no hubo una política de Estado de esterilizaciones forzadas, sino que fueron los médicos y enfermeras encargados de aplicar el programa quienes recurrieron por cuenta propia a esas prácticas.
Los denunciantes alegan que, presionados por el sistema de recompensas y castigos si se alcanzaban o no los altas metas impuestas por el programa, los ginecólogos, obstetras y enfermeras solían engañar a campesinas indígenas, en su inmensa mayoría analfabetas y que apenas entendían el español, para someterlas a ligaduras de trompas con engaños.
A otras las amenazaban o, aprovechando las altas necesidades de una población empobrecida, les hacían promesas de ayudas que nunca se cumplían. En otras ocasiones, les ligaban las esterilizaban sin su consentimiento aprovechando una cesárea o alguna otra operación.
“Me dejaron el bebé muerto en mi barriga”
Ligia Ríos no es indígena ni campesina, pero vive en una zona pobre de Lima. Un día, en 1997, cuando tenía 29 años y estaba embarazada de su cuarto hijo, unos funcionarios sanitarios con batas naranjas fueron a buscarla a su casa. “Me dijeron que iba a haber charlas de planificación familiar y que me iban a asegurar a mí y a mi familia. Me ofrecían medicamentos, atención gratuita, seguro médico para mí y para mis hijos”, recuerda.
La llevaron junto con otras 13 mujeres y un hombre de la zona en una camioneta a un hospital, donde le pincharon en un brazo diciéndole que era una vacuna, aunque en realidad era la anestesia.
Cuando se despertó un médico la revisó y se dio cuenta de que estaba en cinta. “Me abrieron la barriga, me ligaron, me cortaron el cordón umbilical y me dejaron el bebé muerto en mi barriga”.
No sólo nunca le proporcionaron la asistencia prometida, sino que, a pesar de que asegura que todavía le quedan secuelas de esa operación, sigue pidiendo que le hagan una revisión. “Cuánto daño me hicieron porque hasta ahora estoy gorda, pero yo no soy gorda, yo estoy inflada. Exijo que me hagan un chequeo y vean qué es lo que me hicieron adentro”, demanda.
Ha recorrido varias dependencias estatales para denunciar su caso, pero en ninguna le han hecho caso: “Hasta el día de hoy no se me escucha”.
No es la única que ha sufrido graves secuelas, tanto físicas como psicológicas, por la esterilización. “Hasta el día de hoy muchas víctimas tienen consecuencias físicas: muchos dolores en el abdomen, algunas tienen dolores en la espalda…”, apunta Salazar.
Y para las mujeres andinas el no poder tener hijos es además un estigma social. Muchas fueron repudiadas y abandonadas por sus maridos e incluso por sus comunidades. “Ya no servimos para nada. Yo me quería morir. No quería sufrir”, señala entre lágrimas Sabina, que hasta dos meses después de la intervención quirúrgica no supo lo que le habían hecho.
Otras corrieron peor suerte, pues las esterilizaciones se llevaron a cabo en condiciones insalubres, sin el personal y los medios adecuados, lo que provocó la muerte a varias de ellas. Salazar indica que “la Defensoría del Pueblo documentó 16 casos, pero hay muchos más que no se han podido documentar completamente”.
Ligia Ríos destaca que las 14 personas que fueron esterilizadas en el mismo grupo que ella (al hombre le hicieron una vasectomía) han fallecido todas por problemas de salud. “La única que sobrevive soy yo”.
“Todas las mujeres han tenido consecuencias debido a la esterilización y hasta ahora el ejecutivo tampoco hace nada, ninguna política de reparación ni nada”, reclama Salazar.
Las organizaciones de derechos humanos han apelado la pretensión del fiscal de archivar el caso contra Fujimori y sus ministros, algo que ya sucedió en 2009, aunque el Estado peruano lo reabrió tras ser reprendido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Hilaria Supa, una congresista peruana quechuahablante del Parlamento Andino, un organismo regional, denuncia que “se trata de un tema de discriminación”. “¿A quién protegen? ¿Por qué lo niegan (la responsabilidad del Estado)? ¿Porque las mujeres no tienen dinero, no están en el poder y los otros sí están en el poder y tienen dinero?”, se pregunta.