- Segunda entrega de la serie sobre Centros de Internamiento para Extranjeros: lo que han sido, lo que son, y lo que podrían seguir siendo después de la aprobación del nuevo reglamento
“Pensaba que era el infierno”. Sissoko recuerda nítidamente su entrada en el CIE de Madrid en 2011 y la primera impresión que le generó el centro. Durante la primera noche, sentía miedo. Un miedo que identifica con la incertidumbre de no saber si iba a ser deportado y con las situaciones de violencia a las que pudiera enfrentarse: “Tenía miedo de cagarla y darle la razón a la Policía. Si yo me peleo con alguien dos o tres veces, me van a marcar. Van a decir: 'Ah, a ese tío lo han cogido con razón'. Tenía muchísimo miedo de hacer cosas allí que en la calle, realmente, yo no haría”.
Profundiza Sissoko, maliense de 33 años, en esta idea cuando insiste en una de las cuestiones a las que más importancia da al hablar de su experiencia: la capacidad del Centro de Internamiento para Extranjeros para cambiar a quienes pasan por él. “Ahí no se enseña a ser bueno, se enseña a ser malo. No sé qué quieren. ¿Hacernos delincuentes? ¿Están preparando un sitio para meter a todos los inmigrantes y que aprendamos a ser delincuentes o quieren que seamos buenas personas?”.
Viviendo en un CIE: sesenta días a la espera
Una vez superada la primera noche, y en caso de que la orden de deportación no llegue antes, los inmigrantes detenidos deben esperar en los Centros de Internamiento de Extranjeros sesenta días que pueden resultar eternos. “El día se te hacía muy largo. A veces, salías con más ánimo y tenías ganas de luchar y a veces te levantabas pensando que no, que no querías pasar por eso”, recuerda Sissoko.
En el caso de los recién llegados a España, la sensación de desconcierto e inseguridad es aún mayor. Antonio Díaz de Freijo, director de la Asociación Karibu, Amigos del pueblo africano, explica que, en las visitas de la organización a los internos, estos les transmiten sus incertidumbres, “la soledad en la que viven, sus problemas: '¿Qué va a pasar? ¿Cuándo me echan? ¿Cuándo me mandan a mi país? ¿Cómo voy a vivir? ¿De qué voy a trabajar? ¿Qué hago cuando salga de aquí? ¿Dónde voy a vivir? ¿Cómo puedo tener los papeles?'”.
Las relaciones entre los grupos internos son, en muchos casos, difíciles. A las enormes diferencias culturales que existen entre quienes son obligados a convivir, se unen situaciones de tensión que se reflejan en peleas o robos, como manifiesta Sissoko. Por eso, “el grupo en el que entres” y el apoyo que este te aporte es fundamental para sobrellevar la privación de libertad de la mejor forma posible. Sissoko rememora cómo “nos dábamos cariño entre nosotros, para no calentarnos la cabeza” en los momentos difíciles.
El tiempo de ocio que, para Lluc Sánchez, abogado y miembro de la ONG SOS Racismo, “deja mucho que desear” ya que no existen métodos para gestionarlo, se desarrolla principalmente en el patio. Un espacio donde, según el nuevo reglamento, los internos podrán pasar cuatro horas diarias a partir de su puesta en marcha, por las dos anteriores. Sissoko confirma esa falta de organización en el tiempo libre asegurando que “tú hacías tu propia actividad”, como “la sopa de letras, algún libro, dibujando…” “Si tenía mucho ánimo, jugaba al fútbol o daba vueltas corriendo para hacer ejercicio con grupos. Jugaba a las cartas, a las damas… Nosotros salíamos a las tres. Venía la Cruz Roja y llevaba cosas: el balón, las damas o cartas para pasar el tiempo en el patio”, rememora.
La Cruz Roja es, por el momento, la única organización con acceso al interior de los CIE y, más allá de las visitas que puedan recibir de asociaciones o allegados, el único personal con el que mantienen contacto los internos, además de la Policía, el servicio médico y el personal de mantenimiento. Esto ha dado lugar a algunas críticas puesto que, pese a conocer de primera mano lo que ocurre dentro, la institución humanitaria no realiza denuncias de posibles irregularidades.
Sin embargo, Díaz de Freijo defiende a la organización: “No se puede culpabilizar a las personas que están allí. Como todos los trabajos de la Cruz Roja, en el CIE tienen un convenio para realizar esa actividad y no para otras. Su convenio es para administrar servicios de higiene, de atención o de ropa. No sé si eso lo cubren bien o no -de hecho, a nosotros a veces nos piden estas cosas-, pero lo que no puede hacer la Cruz Roja, por su convenio con el Gobierno, es hacer otras cosas que no tengan que ver con las competencias y el trabajo de sus funcionarios”. A pesar de ello, el director de Karibu sí reconoce que “no en el nivel de las personas que están allí, sino en el nivel de la gerencia de la organización”, quizá la institución podría negarse a trabajar en las condiciones en que lo está haciendo.
Deficiencias: peor que la cárcel
Las denuncias, en cualquier caso, acaban por salir a la luz, principalmente a través de las asociaciones que visitan a los internos pese a que, hasta ahora, no pueden acceder directamente al interior de los centros y solo trabajan con los testimonios que reciben. Algo que, según el nuevo reglamento, podría cambiar, puesto que plantea la posibilidad de que se firmen convenios con ellas para la prestación de servicios asistenciales dentro de los CIE.
Lluc Sánchez, que define las condiciones de vida en los CIE como “precarias”, destaca las dificultades para la comunicación con el exterior a las que tienen que enfrentarse los detenidos, privados de sus teléfonos móviles o de acceso a internet, circunstancia que dificulta aún más el contacto con sus abogados. Para poder comunicarse, los internos suelen depender de tarjetas para utilizar en teléfonos públicos, que las organizaciones que los visitan o la Cruz Roja les proporcionan.
Otra denuncia que realiza Sánchez tiene que ver con el “hacinamiento”. En la celda en que se encontraba Sissoko, había “ocho personas, en literas”, muy por encima de lo habitual en los centros penitenciarios, en los que normalmente conviven solo dos reclusos. En esas celdas, los internos sufren por la imposibilidad para poder acceder al cuarto de baño durante la noche.
“De día, los servicios están abiertos pero, a partir de las nueve, a cada uno lo metían en su celda. […] Si tú tenías ganas por la noche de ir al baño, llamabas. La Policía a veces iba y a veces no. Tenías que mear en una botella. Si necesitas cagar, tienes que gritar. Tus compañeros tienen que ayudarte a pegar golpes para que ellos sepan que, si no te dejan salir, no van a poder dormir tranquilos”, dice Sissoko. En Barcelona, esas noches son especialmente frías, según relata Karlos Castilla, abogado mexicano residente en Barcelona y colaborador de SOS Racisme Catalunya, puesto que “solo tienen un cobertor pequeño que o les cubre la parte de arriba o los pies. Dormir en esas circunstancias no es nada sano”.
Sin embargo, si hay una carencia que ha levantado críticas unánimes y una máxima preocupación sobre las condiciones de vida en los CIE, tiene que ver con el tratamiento médico. Preguntados por esta situación, la respuesta de los entrevistados es unánime: el estado de la asistencia sanitaria en los centros es inaceptable. “No te dan nada. Nada más que Ibuprofeno o Paracetamol. Te pase lo que te pase, te dan Ibuprofeno. No hay más tratamiento para los enfermos”, afirma Sissoko.
Una idea en la que profundiza Lluc Sánchez: “Aquí, en Madrid, hay una subcontrata con una enfermera y una médica. Es un servicio deficiente. La prueba está que ha habido fallecimientos por una falta de asistencia médica. Y lo que nos relatan los internos es que parece ser que la detección y el tratamiento de las enfermedades no es el mejor”. Esta situación, que Karlos Castilla reconoce también en el CIE de Barcelona, dio lugar a la muerte de Samba Martine en Aluche, en diciembre de 2011. “Era una chica que tenía SIDA y parece que no se lo detectaron en el CIE. También parece que falló la historia médica. No le vino del CETI –centros similares en Ceuta y Melilla que, normalmente, constituyen un paso previo a la entrada en el CIE- y allí no detectaron que tenía el VIH”, asegura Sánchez.
“A lo que nos han llevado ya las autoridades es a pedir que a las personas migrantes o a las personas extranjeras se las trate, al menos, como si estuvieran en un centro penitenciario. Con la gravedad que esto implica”, concluye Karlos Castilla acerca de lo que supone pasar sesenta días encerrado en un CIE. Una reflexión en la que coinciden buena parte de los entrevistados y que sintetiza Sissoko: “Yo hubiera preferido estar en la cárcel. En la cárcel tienes tele y de todo. Los delincuentes están más liberados que nosotros”.
La Policía: el lugar donde nadie quiere estar
Otra denuncia recurrente por parte de los internos tiene que ver con las carencias que presenta la alimentación del CIE. Fue esta situación la que dio lugar al mayor enfrentamiento entre Sissoko y los policías que trabajaban en el recinto durante su internamiento: “Tres personas nos quejamos de que había muy poca comida. Nos subieron a los tres -a un colombiano, un dominicano y a mí- y nos encerraron. Ese día entero estuvimos sin comer, porque decían que nos habíamos quejado para que la gente se rebelase”.
Tanto antes de que se aprobase el reglamento como ahora, la Policía tiene el control absoluto de los centros. De hecho, la nueva legislación refuerza la figura del director, encargado de determinar las normas de régimen interno. Una responsabilidad que recae sobre un inspector del Cuerpo Nacional de Policía, lo que puede dar lugar a arbitrariedades, como reconoce José María Benito, portavoz del SUP: “Si no están reguladas ni la estancia de los internos en el centro, ni las funciones del personal que está trabajando ahí, lógicamente habrá problemas de todo tipo. Y de hecho los hay”.
Buena parte de estos problemas vienen motivados por el hecho de que los policías que trabajan en los centros no consideran adecuada su labor, lo que da lugar a una importante frustración entre los agentes allí destinados: “Los CIE son centros de detención de personas que no han cometido ningún delito, sino una sanción administrativa con la que la ley permite tenerlos hasta sesenta días internados. Encargar de eso a la Policía, cuando ni es su misión ni está preparada para ello, es un error de bulto. […] Nadie quiere estar en los CIE, por varias razones. Primero, porque entienden que no es una función policial. Los policías e inspectores han estado preparándose durante años para realizar trabajos de protección de la seguridad ciudadana, de investigación… Pero no para estar en un CIE, que es lo más parecido, salvando las distancias, a un centro de detención o una cárcel. Por eso, cuando llega gente nueva, la Dirección General de Policía les destina allí para relevar a los agentes que se encuentran en los CIE prácticamente obligados. Y la dinámica se repite año a año cada vez que sale una nueva promoción”, agrega el representante del SUP.
Esta constante rotación a la que hace referencia Benito, unida a la falta de una formación específica –otra cuestión que se plantea mejorar el reglamento-, dificulta aún más la relación entre internos y policías, ya de por sí tensa. “Nosotros hemos recabado testimonios” asegura Lluc Sánchez, “donde se han relatado malos tratos, tanto en el CIE como en Barajas, o en el trayecto del CIE a Barajas, cuando se va a ejecutar esa expulsión”. Pese a que en la práctica totalidad de los testimonios recabados existe una coincidencia al asegurar que la mayor parte de los maltratos a internos tienen lugar durante el proceso de la propia expulsión, estos también se dan en el interior, según todos los entrevistados. Una realidad que han recogido en repetidas ocasiones los medios de comunicación y que llegó a denunciar en su momento el relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes de las Naciones Unidas.
José María Benito, que se muestra contundente en su valoración negativa de este tipo de actuaciones, afirma que estas no responden a un patrón, sino “individualmente al agente que las comete” y afirma que “como norma general, y ahí están los datos, a la gente no se le tortura ni se le maltrata en los CIE, sino que se les trata bastante bien. Hay casos aislados pero, cuando han pasado, ha sido por una suma de circunstancias: la falta de preparación de los agentes y, en algunos casos, el comportamiento inadecuado en los centros, incluso con agresiones”.
María Serrano, portavoz de Amnistía Internacional España, va más allá en su crítica a las situaciones de malos tratos y aporta un punto de vista distinto, poniendo el foco en que “es muy grave que, cuando ocurre, no se investigue. Así, hay una impunidad efectiva, que se agrava especialmente porque las personas migrantes están en situaciones de irregularidad, internados, con dificultades de denuncia, de acceso al exterior… Y, además, algunas de ellas son expulsadas, con lo cual el acceso a la justicia es aún más difícil”. Para solucionar estos problemas, Serrano recuerda que “el mecanismo nacional de prevención de la tortura hace visitas periódicas, pero es necesario que existan cámaras, protocolos de actuación”.
El nuevo reglamento mantiene a la Policía como única responsable de la seguridad en los centros, pero José María Benito recuerda que el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, dentro de su Ley de Seguridad Privada, manifestó anteriormente que podría otorgar esas labores a empresas privadas de vigilancia. Un contexto muy diferente al de la normativa recién aprobada pero que, para Benito, no supone solución alguna, ya que “nosotros seguimos siendo los directores del CIE con lo que, ahora, en lugar de desarrollar la labor de seguridad nosotros mismos, tendríamos que controlar a los vigilantes”. Lluc Sánchez, por su parte, se muestra mucho más tajante en su crítica a esa posibilidad: “que se haga un negocio del Centro de Internamiento de Extranjeros nos parece algo horrible, directamente. En el fondo, que los CIE los gestionen entidades privadas con ánimo de lucro es un modelo que no está inventado aquí. Viene de los Estados Unidos. Si una entidad privada se puede lucrar con el sufrimiento humano, habrá gente a la que le parezca bien, como por ejemplo al ministro. A nosotros, nos parece horrible”.
Para José María Benito, la solución pasaría entonces por “dar paso a las ONG. Los internos son personas que no han cometido ningún delito, por lo que debería ser una labor de asistentes sociales, ONG, personal de ayuda humanitaria y abogados que les ayuden a gestionar su situación de posible expulsión. Y, por encima de todos ellos, no debería estar un policía, sino un funcionario del estado cualificado para la tarea”.
Las organizaciones: de la fiscalización a la ayuda humanitaria
Uno de los avances más destacados de los últimos años en los CIE fue, precisamente, en ese sentido. La posibilidad otorgada a las organizaciones sin ánimo de lucro de poder acceder a la zona de visitas de los CIE para entrar en contacto con los internos ha permitido arrojar algo de luz sobre la realidad que se vive en los centros. En Madrid y Barcelona son varias las asociaciones que trabajan con los internos, llevando a cabo diversas labores.
La primera función consiste, para Lluc Sánchez, en la fiscalización del CIE “para que, en el trato con los internos, si nos quieren contar algún caso de malos tratos, o para alguna queja, nosotros hacemos un poco de intermediadores con el juzgado de control del CIE”. Dichos juzgados, única instancia ante la que pueden llegar a responder los responsables de los centros, “han hecho mucho. Por ejemplo, para que, a los internados que van a ser expulsados, se les anuncie con el debido tiempo que van a ser expulsados y a qué lugar [ya que, tras una resolución de estos tribunales, existe la obligación de notificar al interno su expulsión con 12 horas de antelación]” reconoce María Serrano. Una “segunda labor”, para Lluc Sánchez, consistiría en “asesorar e informar a los internos de su situación legal. Un caso, por ejemplo, es que no saben cuál es su abogado de oficio. Pues intentamos contactar con el Colegio de Abogados para ver si podemos dar con su teléfono”.
Las condiciones de trabajo de las organizaciones en los centros varían según el CIE y vienen determinadas, como cualquier otra cuestión, por la dirección del centro. En Madrid, las distintas asociaciones trabajan de forma coordinada, aunque “según los colectivos y la organización, se trabaja de diferentes maneras”, dice Antonio Díaz de Freijo. La asociación dirigida por Díaz de Freijo, Karibu, centrada en los inmigrantes procedentes de África subsahariana, opta, además de por las funciones ya mencionadas, “por prestar una ayuda humanitaria a las personas que están y les falta contacto, visibilidad”.
Karibu atendió a 300 internos en 2012, una cifra superada en “más del doble” el pasado año. “Lo principal es darles la base de contactar con su familia, sea aquí o en su país de origen, para que no conste durante sesenta días que esta persona ha desaparecido del mapa del mundo. Es muy sencillo y el coste no es enorme: les damos una tarjeta de teléfono para que se puedan poner en contacto con ellos. […] En otros casos, hay situaciones más graves, como con los que acaban de llegar. A los que llevan aquí mucho tiempo los ayudamos con trámites de cierta necesidad: pedir un papel, una partida de nacimiento para que les den un pasaporte… Otra de las cosas en que ayudamos es dándoles cosas de primera necesidad, como ropa”, explica.
En cualquier caso, existe una dificultad añadida para los internos, pues tienen que ser ellos los que soliciten ser visitados por una de las organizaciones, a pesar de la desorientación que existe en muchos casos, especialmente para quienes acaban de llegar a España. Sin embargo, como reconoce Díaz de Freijo “en nuestro trabajo, tienes que aceptar participar de un juego con el que no estás de acuerdo”, puesto que el posicionamiento mayoritario de las ONG es contrario a la mera existencia de los centros.
Como otras organizaciones de ciudades diferentes, en Barcelona, SOS Racisme Catalunya lleva a cabo una labor paralela a la que realiza dentro del CIE fuera de él, de cara a conseguir una mayor sensibilización acerca de la situación. “Lo llamamos el Bus Turístico”, explica Karlos Castilla, “de una forma un tanto irónica. Llevamos a personas en el autobús 109 -que es el que sale de Plaza España hacia el CIE- y les contamos un poco la situación. Los llevamos frente al centro, a la hora de la visita de los familiares, para que vean la realidad, aún desde fuera, de lo que significa. Cuando las madres o las esposas salen destrozadas o llorando, o llegan con los hijos. Todo lo que desde fuera podemos ver y sensibiliza de la grave situación que se vive en estos centros”.
La labor de las organizaciones es normalmente reconocida por los internos. Sissoko fue visitado por una de ellas durante su internamiento en el CIE de Madrid, que le asesoró para denunciar a los policías a los que acusaba de haberle golpeado durante su detención. “Ellos me ayudaron mucho, me llevaron un montón de gente de la asociación para que fuera a verme. Les expliqué todo lo que había pasado. […] Todo el mundo sabe que un civil contra la Policía no puede hacer nada, pero ellos me dijeron: 'eso no se sabe, Sissoko. Hasta que no luchas, no se sabe'. Así que les dije que adelante”.
A todas estas funciones, se une la de escuchar las preocupaciones y las incertidumbres de los internos, tratando de apoyarles afectiva y psicológicamente durante una estancia que suele ser larga, plagada de conflictos y dudas. Avanzan las horas y los días a la espera de la salida, aunque esta puede desembocar en caminos tan diferentes como los que llevaron a los internos a verse recluidos en los centros. Desde la puesta en libertad, hasta la deportación a un país extraño, pasando por el creciente número de fallecimientos de los últimos años, dejar atrás el CIE puede tener un significado distinto para cada uno de los internos que atraviesan sus puertas.