“Es horrible cómo el terrorismo ha matado lentamente a las madres de yihadistas en Europa”
“Yo no estoy orgullosa de lo que mi hijo hizo, pero no me avergüenzo de él. No me avergüenzo de él porque soy su madre, y porque sé que fue una víctima de todo esto como hoy lo somos nosotros”. Quien habla así es Marie-Agnès, madre de un joven francés que abandonó sus estudios para unirse a la yihad. Pierre ya nunca volverá.
Es uno de los testimonios que Alexandra Gil, periodista española afincada en Francia y especialista en terrorismo global, recoge en su primer libro, 'En el vientre de la Yihad' (Editorial Debate, 2017). Siete madres, una hermana y un padre de jóvenes europeos que se han enrolado en el ISIS (Estado Islámico) exponen sus historias con la única esperanza de que sirvan para que nadie más tenga que atravesar el calvario que ellas pasan.
¿Cómo surge la idea de este libro?
En realidad fueron dos los detonantes. Uno, cuando fui a entrevistar a una de las madres para un reportaje y me dijo: “¿Me vas a ver a mí o vas a ver a las otras?”. Yo no me había parado a pensar que había más madres de terroristas, que son más de 2.000 personas que o bien se han ido o bien tenían intención de hacerlo.
El otro detonante tuvo lugar cuando le envié un correo agradeciéndole su colaboración y ella me contestó: “Gracias a ti por escucharme con respeto”. Los dos componentes me llevaron a pensar cómo han tratado a estas madres, cuántas son y cuánto tienen que contar.
¿Cómo fue el trato con estas nueve personas, siete madres, una hermana y un padre?
Fue un proceso lento porque quería cuidarlo mucho. Estaba delante de juguetes rotos en todos los sentidos. En un caso, el de Marie-Agnès, no podía parar de llorar mientras la entrevistaba. Pero incluso en los otros casos, que contenían más sus emociones, el respeto por ese dolor al principio fue complicado, no sabía si iba a ser capaz de estar a la altura. Lo que me estaban contando estas madres tenía que ser muy doloroso.
De alguna manera se fue hilando la confianza. Es de lo que más orgullosa estoy del libro, saber que esas madres no confiaban en nadie y conseguir que confiasen en alguien. Se sintieron menos solas y escuchadas de otra manera. Es importante porque estás respetando a la fuente y al mismo tiempo al lector. Al fin y al cabo, eso es el periodismo.
Mantuvo horas de conversaciones con ellas, muchas en sus propios hogares. ¿Cómo ha repercutido el trato tan cercano que has mantenido con las madres en el estilo del libro y en la historia que cuentas?
Mucho. Con las dos o tres madres que prefirieron darme cita en un restaurante o en un bar el universo que consigues crear es totalmente diferente. Las madres que me abrieron las puertas de sus casas por iniciativa propia estaban además abriendo las puertas a sus historias, a los pósters de sus hijos, a las fotos, a su soledad... Casi puedes oler que allí hubo otra vida antes, y el objetivo del libro era contar que había una vida antes del terrorista. Entrar en esas casas también era demostrar que esa vida existía.
Al final no ha sido solo un trabajo, me han metido en sus vidas: me llaman, me escriben, me han hecho parte de sus historias. En ese sentido estoy contenta.
¿Cómo afrontan las madres la radicalización de sus hijos? ¿Hay alguna diferencia entre la madre y el padre?
El problema es que las madres no vieron a sus hijos radicalizarse, pero sí tienen esa fuerza mental de analizarlo a posteriori: ahora recuerdan que su hijo había dejado de tocar el piano, o ya no se sentaba a la mesa con ellos cuando había un vaso de vino.
Han sido capaces de reconstruir esta historia para dar todavía más signos que sirvan en el estudio de estas transformaciones, tanto en Francia como en otros lugares. Ellas estaban muy ilusionadas porque quieren que este libro sirva en España para prevenir y que ninguna madre sufra lo que ellas han sufrido, que ningún hijo se siga yendo allí a crear dolor o pueda volver aquí armado y con entrenamiento militar.
Con respecto a los padres, lo viven de otra manera. Las madres están mucho más presentes en esta batalla. El padre que aparece en el libro habla de una forma diferente de su hijo, hay un poco más de distancia. Las madres no paran de repetir “es mi hijo, no lo abandonaré, de un hijo no se divorcia una”.
En realidad, el libro también habla del amor de una madre. Los padres están mucho menos presentes, los hombres lo viven como un fracaso y humillación. Las madres me decían: “Para los padres esto es que su rol protector, patriarcal, ha fallado”, mientras que para la madre es más sentimental.
¿Se sienten culpables?
No, no lo hacen. Sí se fustigan, pero sinceramente ellas no creen que hiciesen algo mal, al menos en los casos que he recogido. Sí se preguntan qué falló si ellas dieron todo el amor que tenían. Ya luego pasan a la etapa siguiente: “Bueno, es que había reclutadores en el barrio” o “es que hay discursos de odio que están invadiendo la sociedad francesa”, o que no encontraban empleo.
Están más en el análisis, aunque siempre está presente ese rol protector, ese “yo era su madre, tenía que haberlo visto venir”. Samira, una de las madres, lo dice cuando su hija se va a los 18 años sin dejar ni rastro y además con una parafernalia de mentiras bastante bien organizada. “Yo era su madre, yo tenía que protegerla, le fallé”. Y es terrible tener es sentimiento, sobre todo cuando ya no hay nada que hacer.
En uno de los capítulos no solo habla con la madre, sino también con la hermana de uno de los yihadistas. ¿Cómo fue ese encuentro?
De hecho lo escribí en forma de diálogo porque quería que quedase reflejada la diferencia generacional entre las dos mujeres. Cuando llegué a ese pueblecito al sur de Francia sabía que iba a entrevistar a la hermana pero, una vez allí, me dijo: “Espero que no te importe, ha venido mi madre. Mi madre no habla nunca de esto pero quiero empezar a implicarla un poco, que saque todo lo que lleva dentro”. Acepté encantada, pero pensé de qué manera podría trasladarlo después al libro. En seguida me di cuenta de que estaba en la cocina de esas dos mujeres pero para ellas yo no estaba. Se contestaban entre ellas, se contradecían.
Había diálogos interesantes entre ellas porque era el mismo fenómeno visto desde dos puntos de vista diferentes, tanto por su parentesco como por su edad. También sobre cómo el entorno las está tratando: Julie cada vez que encuentra un trabajo la despiden cuando descubren que es hermana de un yihadista; la madre, como se ha protegido tanto y no ha querido ser mediática, ha podido llevar una vida, una falsa vida, paralela. Julie ha querido prevenir y paga el precio de la sociedad, la mirada del otro.
Hablaba ahora de los problemas de Julie para encontrar trabajo. En el libro explica que la misma radio que le pidió ayuda para tratar este tema después solicita a la empresa de limpieza para la que trabaja que no vuelva a sus estudios. ¿Cómo ha tratado la sociedad francesa a estas familiares de yihadistas?
Así. Este es el único caso del libro en el que se recoge claramente la discriminación de una persona que ha dicho “yo soy quien soy”. Y ese es el motivo por el que las madres no hablan, no quieren hablar con la prensa. Porque esa es la realidad: nadie quiere tener nada que ver con un terrorista. Aún con la hipocresía que usted comenta.
¿Peca el periodismo de hipócrita y de sensacionalista cuando trata este tema?
Sí, claro. Ahora mismo el terrorismo yihadista es el foco del miedo y el miedo es el foco de las visitas. Lo vemos con Marine Le Pen, con Trump o con el Estado Islámico. Es un tema que vende porque la gente tiene miedo de morir. Y, a través de ese rasero, te pueden meter todas las ideas que quieran: el miedo al inmigrante, el miedo al refugiado...
Lo vemos en la prensa, en las historias que se suelen contar. Los medios tienen una responsabilidad vital de no atizar el odio y no enfocar esto desde la ruptura del tejido social porque ahí es donde nace el yihadismo con total soltura.
En el libro hay dos casos de madres que han perdido a sus hijos tras su marcha. ¿Cómo afrontan estas madres el duelo?
No pueden. No pueden recuperar el cuerpo de su hijo ni hay un certificado de defunción, lo cual es lógico porque no hay cuerpo y porque hay terroristas que participaron en los atentados del 13 de noviembre [de 2015, en París] cuyas madres habían recibido semanas antes la falsa muerte del hijo.
Es una técnica que utilizan los yihadistas para desaparecer del mapa y atentar. Es lógico que no tengan validez esos certificados facilitados por el Estado Islámico. Eso es lo que yo digo cuando salgo de sus casas. Cuando entro y me enseñan la foto de su hijo, o su testamento, o el vídeo en el que su hijo se despide y se va a un atentado kamikaze, como el caso de Marie-Agnès, te pones del lado de la madre y piensas que su hijo está muerto y siguen pagando su hipoteca, recibiendo sus cartas.
¿A qué se aferran entonces?
El duelo se reinventa en ellas. Es bastante común que tengan la necesidad de ir a Siria, aunque sea a la frontera, casi como peregrinas. Siempre me dicen que quieren dar los pasos que su hijo dio, respirar el aire que él respiró, ver el cielo que él vio. Va mutando el dolor. Algunas de ellas dicen: “A mí un certificado de defunción no me sirve de nada, yo quiero saber dónde murió mi hijo y poder enterrarlo”. No es el lado administrativo tanto como el lado espiritual.
Una de las madres sigue atormentada porque no sabe en qué barrio exacto murió su hijo durante uno de los bombardeos de la coalición en Irak. Su obsesión es que cuando todo esto termine y antes de que esa ciudad se reconstruya recuperar lo que quede de su hijo. “No sé dónde está pero lo haré, iré y retiraré escombros, porque todas las noches me despierto con la imagen de mi hijo debajo de esas piedras y el día de mañana yo no quiero que construyan una escuela encima de los restos de mi hijo, porque será un terrorista, pero es mi hijo”. Es muy duro.
En el resto de casos que relata en el libro, las madres quieren que sus hijos vuelvan, aun sabiendo que de hacerlo se enfrentan a penas de cárcel. ¿Cómo afrontan esa contradicción entre querer proteger a su hijo y saber que cuando vuelvan van a estar perseguidos por la justicia?
Un calvario. Michelle es una de las madres que mejor lo explica. “Tengo 40 años y solo aspiro a que me llamen un día y me digan que mi hijo único está muerto o a que vuelva y le caigan 15 años de prisión”, dice ella. Ella misma reconoce que casi prefiere que muera allí a que vuelva, porque sabe lo infeliz que sería su hijo en la cárcel. No se permiten ser egoístas. Desarrollan muchos sentimientos encontrados y contradictorios.
Muchas hacen referencia a sus nietos y a los problemas que se encuentra el Estado para abordar esta problemática. ¿Cómo la abordan ellas como abuelas?
Son conscientes de que, si el gobierno francés sigue la misma pauta que cuando intentó evitar esas huidas, la batalla administrativa va a ser igual o peor que la que están librando en estos momentos.
Algunas tienen la impresión de que el gobierno francés, de algún modo, no les dejó irse pero tampoco puso mucho impedimento porque les quedaba grande quedarse con ellos aquí, no sabían muy bien qué hacer. Con los nietos tienen la impresión de que el comportamiento va a ser el mismo: van a esperar a ver cuántos vuelven y ya tomarán la decisión.
¿Cuál es la situación en este momento?
Hasta ahora han vuelto muy pocos niños y han ido directamente a familias de acogida. Las madres ya están un poco diciendo: “Cuando vuelvan los míos, ¿qué va a pasar?”. El gobierno dice que primero habrá que probar, con pruebas de ADN, que los niños son hijos de franceses, para que tengan la nacionalidad francesa, pues han nacido sin acta de nacimiento y en un territorio no reconocido.
Son conscientes de que tendrán que librar una batalla administrativa para reconocer los test de ADN y que el gobierno decida poner en marcha una circular, algo oficial, para que cada madre no tenga que ir a buscar a sus nietos donde estén. Tienen la sensación de que al gobierno le molestan, porque son los hijos de los malos. Pero ellas se aferran a que también son “hijos de la República”, como me decía una de ellas.
Las madres mencionan muchas veces a la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI), los servicios de inteligencia. ¿Cómo se sienten tratadas?
Cuando esto les pasó el primer reflejo es pedir ayuda, y en seguida la DGSI se puso en contacto con ellas. La primera bofetada ya suele ser que les dicen que a su hijo ya lo conocían, que lo tenían fichado. Entonces ellas no comprenden cómo ha podido pasar esto.
Tienen la sensación de estar vacías porque han contado todo. Pasaban cada 15 días ocho horas declarando lo que sabían, y gracias a sus testimonios el Estado ha comprendido mucho sociológicamente de este problema. Las familias han sido esenciales para el servicio de inteligencia, y a cambio no han recibido nada. Ellas sienten que han ayudado y que a cambio lo que se les impone es una batalla administrativa para todo.
Habla del caso de Marie-Agnès y el momento en el que los servicios de inteligencia se presentan en la habitación de la residencia de su hijo tras su marcha y le dicen: “No da el perfil, no da el perfil”. ¿Hay un perfil?
Se suele decir que esto le puede pasar a cualquiera, pero lo cierto es que el yihadismo no le sucede a todo el mundo. Tienen que haber una serie de factores que se unan, junto a un momento de debilidad, para que esto suceda. El 80% de estos franceses que se han ido son inmigrantes de segunda generación, el 20% son conversos, los conversos son de otras minorías o provienen del proletariado u otras clases desfavorecidas.
Hay un contexto social, al menos en los inmigrantes de segunda generación, en el que no se sienten ciudadanos de primera a pesar de haber nacido en Francia. El caso del chico belga que se fue lo refleja bien: cuando va a Marruecos le dicen que se vuelva a su país y cuando está en su país le dicen que es un marroquí. Ese sentimiento de desarraigo, de falta de identidad y de ego roto es en el que el yihadismo triunfa.
Por eso también las prisiones francesas, superpobladas, son un foco de reclutamiento. Existe un sentimiento de abandono, una necesidad de redención y un sentimiento antisistema, de hostilidad hacia las instituciones. El yihadismo triunfa también ahí porque son ellos quienes todos los días se enfrentan al racismo, o al hecho de que en Francia cuando vas a buscar trabajo tienes cinco veces menos oportunidades de encontrarlo cuando te llamas Muhammad que cuando te llamas Paul.
Eso cala, y el Estado Islámico ha sabido mutar y ofrecer, con un proyecto político, una identidad de opresor a aquel que siempre se ha sentido oprimido.
Los atentados ocurridos en Francia en 2015 aparecen con frecuencia en el relato de las madres. ¿Qué sentimientos les provocaron?
Con terror absoluto. Todas tienen esa sensación y ese deseo de que no sea su hijo. Hay una de las madres que dice: “Pensé en que no fuese el mío, pero al momento me di cuenta de que sería el de otra”. Yo creo que esa frase resume mucho de este libro.
Lo viven con el terror de que sea su hijo y de que les hayan quitado esa pizca de dignidad que les queda. En cualquier momento sus hijos, que ya les han mentido al irse y ya les han destrozado la vida, pueden destrozársela más. Tienen 40 años y solo aspiran a que sus hijos vuelvan y cumplan condena, pero a lo mejor vuelven mañana y ellas vuelven a los interrogatorios, a perder el trabajo... Y los muertos inocentes a la espalda. Es el peor momento para ellas, pensar en un atentado en suelo europeo.
En el caso del hijo de Françoise, cuando se descubre que ha participado en un atentado en Siria, su círculo, el pueblo, la protege de los periodistas. ¿Cómo es su vida en sociedad?
Hay de todo y tiene mucho que ver con la talla de la ciudad. En este caso se trata de un pueblo pequeñito, pero hay muchas madres que se sienten rechazadas, que no mantienen contacto con sus hermanas, que han perdido amigos... Ese fenómeno les ha roto la vida porque ya no pueden decir la verdad sobre su hijo. Esa falta de identidad, cómo se la ha trastocado para el resto de su vida, es terrible. Es horrible la forma en la que el yihadismo ha matado a estas madres. Es otra forma de asesinato pero han matado a sus madres, las están matando lentamente.