El gigante energético de Colombia que prometía “desarrollo” pero trajo inundaciones, amenazas y más precariedad
De la casa de la madre de Nidia Barrera ya apenas queda nada. Un crucifijo, una silla vieja y una fotografía familiar descolorida por el paso del agua. En el cuarto principal, en vez de una cama, ahora hay varios pollitos y una gallina que campan a sus anchas. El caudaloso río Cauca corre a escasos metros de sus descascaradas paredes y su fuerza recuerda a los vecinos de Puerto Valdivia el día en que el proyecto hidroeléctrico más grande de Colombia, el mismo que, les decían, traería “desarrollo”, los empujó a escapar y cambió su forma de vida para siempre.
Cuando Nidia habla del río en pasado, sus ojos se iluminan, sonríe y casi se emociona. Habla de comunidad, de noches en la playa, de lo fácil que era pescar en sus aguas. Cuando lo observa ahora, su mirada, como la de tantos vecinos, cambia, y las lágrimas brotan con dolor. El río antes era ilusión. El río era vida y sustento. Ahora el río solo le da miedo. Ahora mira el río con rabia, nostalgia y pavor.
El significado del río ha cambiado para los habitantes de Puerto Valdivia y sus alrededores. Entre una mirada y otra, entre una vida y otra, todos señalan el megaproyecto hidroeléctrico estrella de Colombia: el gigante Hidroituango. La represa, que comenzó a construirse en 2009 aún no se ha puesto en marcha, pero la empresa pública responsable, Empresas Públicas de Medellín (EPM), trabaja para activar sus turbinas el próximo 30 de noviembre. La firma pretende generar 2.400 megavatios de capacidad y 13.903 gigavatios por hora, pero muchos años antes de empezar a generar energía, la construcción de este mastodonte atravesó la vida de las comunidades próximas al Río Cauca, recorridas por elDiario.es en una misión junto a la ONG Zehar. Desde hace más de una década, EPM les promete un “desarrollo” que nunca han llegado a ver.
La emergencia de 2018
Una fecha marcó un antes y un después: 12 de mayo de 2018. La obstrucción de la presa del ambicioso proyecto provocó el desbordamiento del río Cauca y provocó graves inundaciones a su paso, especialmente en los municipios de Valdivia, Tarazá y Cáceres (Norte de Antioquia). 15.000 personas tuvieron que ser evacuadas de las tres localidades, según los datos de EPM. Nidia estaba en su casa de Puerto Valdivia cuando empezó a crecer el cauce de manera repentina. “¡Vamos a salirnos! ¡Esto se le salió de las manos a esta gente!”, recuerda que dijo entonces. Desde su vivienda, situada en una zona un poco más alta pero también afectada, descendió corriendo a rescatar a su madre anciana.
“El agua le dio toda la vuelta a la casa. Esto era como una piscina”, dice a las puertas de la vivienda a la que nunca nadie pudo regresar. “Mientras yo llevaba volando hacia arriba, mis cosas nadaban. Bajé a salvar a mi mamá y mi hermana y no me dio tiempo a sacar nada más. Hasta pensaron que el agua me había llevado”, cuenta entre lágrimas cuatro años después. El tiempo aún no ha logrado sanarla. Habla atropellada. No parece haberse sentido escuchada.
Tras su evacuación, EPM determinó meses después que tanto su hogar como el de su madre eran habitables. Se les acababan ayudas derivadas del desastre y debían regresar a casa, con un pequeño aporte para arreglar su hogar. Nidia lo intentó, pero no fue capaz. EPM ha reconocido a elDiario.es que el megaproyecto puso en peligro a 130.000 personas en 2018. “El mayor riesgo es el rompimiento de presa, lo que pone en riesgo y afectaría más de 130.000 personas en caso de que la presa falle”, dijo Robinson Miranda, director social y ambiental de la empresa pública, en una reunión con elDiario.es y otros medios nacionales e internacionales.
Miedo de volver
“Ahora da miedo. A mí me mandaron para acá, para la casita mía porque dicen que quedó habitable, pero todas las cosas se me mojaron. Pero yo con el miedo cómo voy a vivir acá. Me vine y no fui capaz de quedarme por el miedo. Me tuve que volver. Tuve que pagar un arriendo [alquiler] allí arriba. Estamos desplazados”, confiesa disgustada la mujer, de unos 60 años. A su alrededor, las casas abandonadas se suceden. La mayoría, junto al río, abandonadas, pero muchas lucen en sus puertas un símbolo verde con el que EPM pretende señalizar las viviendas aptas para el retorno. Los vecinos temen que vuelva a ocurrir, más aún cuando ven en las noticias que las turbinas de la hidroeléctrica se activarán en las próximas semanas.
El director ambiental y social de la empresa pública defiende una y otra vez que todas las familias afectadas en 2018 regresaron a sus hogares o fueron realojadas, pero sus palabras contrastan con las hileras de viviendas aún dañadas y abandonadas que se suceden en las calles de Puerto Valdivia. “Las casas están cerradas. Otras destrozadas. Todos los días vengo por si me roban algo. Tengo unas gallinitas para vender esos huevitos”, describe la mujer, vecina del barrio de La Platanera. Si duerme algún día en su casa, su familia le dice que tenga el teléfono a mano por si algo ocurre. No logra pegar ojo. “Es como dormir con un caimán al lado, no sabes cuando va a atacar. Sufro un estrés horrible de ver mi casa ahí cerrada y pagar arriendo en otra casa que es tan estrecha que ni tengo casi espacio donde dormir”, relata.
La minería tradicional, amenazada
No solo los habitantes de las veredas próximas al Cauca vivían de él. Gustavo observa con nostalgia un punto en el que ahora solo hay vegetación. Señala al río y asegura que en ese lugar donde ya no se ve más que agua, antes había una extensa playa donde pasaba jornadas completas de trabajo. Se dedicaba al barequeo, un oficio basado en la minería artesanal, oficio tradicional en el Norte de Antioquia. “Se sacaba muy buen orito allá”, dice recordando aquellos años en los que el sustento del día estaba garantizado con una jornada en las orillas del Cauca. “Ahora solo podemos ir a las quebradas [arroyos] del río, porque ya aquí no se encuentra nada de oro. Antes uno rebuscaba acá a diario, ya no… Ya prácticamente no hay dónde”, asegura.
“Antes teníamos a la familia con la comida, el estudio… todo. Ahora hasta mis hijos dejaron de estudiar porque no había con qué darles la ropita o los libros para estudiar. Porque acá es muy caro, así que uno anda sufriendo”, cuenta Gustavo, uno de los líderes sociales de Ríos Vivos de Valdivia, la organización fundada para luchar en contra del megaproyecto.
Antes de Hidroituango, dice, comía tres veces al día, pero ni para eso le alcanza desde que el río empezó a sufrir los efectos de la construcción de la represa: “Ahora, hay días que ni dos comiditas comemos. Es muy duro ahora. Estamos aguantando necesidades y de todo”. Antes de Hidoituango, recalca, uno encontraba en el río lo básico para vivir. “Cuando no era el oro, era el pescado. O se rebuscaba la vida con platanito o yuca sembrado en las laderas, pero ya prácticamente no podemos hacer eso, porque el río ahora está demasiado bravo”, sostiene.
“Los barequeros y barequeras que extraían oro en las riberas del río Cauca han sido las más afectados, y denuncian la pérdida de una cultura ancestral y la imposibilidad de encontrar nuevos modos de vida tras la desaparición de la minería artesanal”, sostiene Raquel Celis, responsable de Incidencia de Zehar.
Amenazas
Desde la pequeña ventana de la casa de Mariana, puede verse la fuerte corriente de ese río que arrasó la vivienda ya reconstruida. Ella también tiene mucho miedo de que vuelva a ocurrir, pero se niega a abandonar su territorio por culpa del proyecto hidroeléctrico sin unas condiciones dignas de realojo. Su mayor temor procede de las consecuencias que puedan traer sus palabras. Por ello prefiere usar un nombre ficticio.
Como líder social de Ríos Vivos, sus protestas en contra de la represa han conllevado amenazas. “He tenido persecuciones y señalamientos por reclamar mis derechos y los de mi comunidad por teléfono, personalmente…”, lamenta la activista, quien ha tenido que interponer varias denuncias por distintos hostigamientos ligados a su labor. No tiene claro de dónde proceden, pero conecta la violencia sufrida en la comunidad con los intereses del megaproyecto.
“Históricamente, han existido siempre grupos armados pero sabíamos los que estaban, sabíamos las normas. Sabíamos cómo podíamos caminar para evitar problemas pero, ahora, hay un montón de grupos y no sabemos quienes son: qué reglamentos tienen cada uno… Aquí, sospechamos que de Hidroituango salen algunas platas [dinero] para financiarse ellos mismos e impiden hacer un trabajo de denuncia. Si hablan mucho, los callan”, explica Mariana.
A Ana la han intentado callar varias veces. Para seguir gritando en contra de los efectos del megaproyecto, no tuvo otro remedio que huir. Aguantó en su municipio hasta que los hostigamientos llegaron a sus hijas. Hasta que la mayor tuvo que correr para no ser alcanzada por un chaval que la perseguía, perteneciente a uno de los grupos armados asentados en el Norte de Antioquia. Hasta que la pequeña supo que aquel chico que trataba de conquistarla buscaba en realidad reclutarla. Hasta que no solo su vida corría peligro: también las de sus niñas.
“A la mayor intentaron agarrarla. La persiguieron hasta llegar a la casa. A la menor, la empezaron a engatusar. Allá lo que hacen para reclutar niñas es intentar seducirlas. Y una vez que estás dentro, no te puedes salir. La niña estuvo en ese punto, pero antes un amigo le advirtió de lo que estaba pasando. Me llamó a mí para avisarme. Y ya la saqué de allá”, describe la activista.
Los problemas empezaron cuando la cara de Ana como líder social fue más visible en Caucasia, otro de los municipios afectados por la hidroeléctrica. Como miembro de una asociación local de pescadores, pasó a estar cada vez más involucrada en el movimiento Ríos Vivos. Implicarse de forma activa en la denuncia de los efectos de Hidroituango se tradujo en amenazas insostenibles.
Ahora, Ana y sus hijas viven en Medellín. “A mis hijas les ha marcado bastante. Ellas quieren estudiar y aún no pueden porque yo no tengo la ayuda suficiente, no tenemos ni para pagar transporte…”, cuenta la defensora. La activista solo se rompe cuando piensa en fallarlas. “Me preguntan mucho que por qué yo elegí esta vida. Me dicen que desde que yo empecé con esto empezaron todos los problemas…”. Ella sufre por sus pequeñas, pero trata de contagiarlas los valores que la animaron hace tres años a levantar la voz en contra del megaproyecto: “Les recuerdo que ellos son los que actúan mal, que nosotras tenemos que defender lo nuestro”.
Y entre “lo nuestro” está el río y sus formas de vida. Ese río del que Ana y su padre obtenía el pescado desde hacía décadas. Ese río que Mariana mira con ojos vidriosos en la cocina de su casa en Puerto Valdivia. Ese río que permitía a Gustavo comer tres veces al día. Ese río que ya es otro río.
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