Como cualquier otra niña de 12 años, Gloria Tshipata se levanta temprano todas las mañanas para ir al colegio. Su día a día, sin embargo, es mucho más complejo que el de la mayoría de estudiantes de su edad. Vive en una precaria casa de adobe junto a sus padres y sus cuatro hermanos en el campamento de refugiados de Dzaleka, en Malaui, donde la escasez de comida, agua y medicamentos -agravada por el hacinamiento y la pandemia- supone un reto diario de supervivencia.
Gloria nació en este asentamiento ubicado a 40 kilómetros de Lilongüe, la capital del país, y como solo conoce esta realidad, se recuerda cada día que la educación puede cambiar su vida. “En la escuela aprendo un montón de cosas interesantes y eso es muy importante para mí, porque podré tener un futuro mejor”, dice a elDiario.es desde Malaui. Quiere ser médica “para poder salvar vidas” y eso, asegura, “implica estudiar”. El inglés le permite acceder a la ciencia y tecnología, dos de sus asignaturas preferidas: “Si no viniera a la escuela, no podría aprender todo eso”.
Las clases en los campamentos de refugiados son una especie de oasis, un lugar seguro en el que niños, niñas y adolescentes aprenden, se divierten y pueden olvidar por momentos las duras condiciones del asentamiento. Dzaleka es un recinto de poco más de 200 hectáreas en el que viven unos 56.000 refugiados y solicitantes de asilo, a pesar de que fue concebido para albergar a unas 10.000 personas, según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). La mayoría procede de la República Democrática del Congo, Burundi y Ruanda y, en menor medida, de Somalia y Etiopía. Todos han huido de agresiones, persecuciones, amenazas o conflictos.
“La de Malaui es una operación que apenas llega al 50% de la financiación que se necesita para proporcionar asistencia y atención adecuada a la población”, explican desde Acnur.
Aulas abarrotadas y escasos recursos
La única escuela que hay en Dzaleka, gestionada por el Servicio Jesuita al Refugiado (JRS, por sus siglas en inglés), tampoco escapa a esta realidad. En las abarrotadas aulas faltan recursos y profesores, pues solo hay 62 para atender a los cerca de 7.100 menores escolarizados en este asentamiento. De esos 62 profesores, 50 son de Malaui y 12 son refugiados y muchos de ellos carecen de formación.
Es el caso de Angel Ruth Kalolo, una joven congoleña de 23 años que se convirtió en profesora porque era la “única opción” cuando llegó a Dzaleka hace cuatro años. En su país, trabajaba en el sector de la seguridad. Nunca se imaginó impartiendo clases, admite, pero se fue “enamorando” de esa conexión con sus alumnos. “Cuando llegué fue un desafío enorme adaptarme a un entorno al que no estaba acostumbrada. Después, pasado un tiempo, todo mejoró. Los alumnos son increíbles y lo más interesante de ser profesora es que, además de enseñar, también aprendo porque compartimos nuestras opiniones. Eso es muy enriquecedor”, explica a este periódico Ruth, que vive en el asentamiento junto a su marido y su hijo.
El mayor reto de ser profesora en un contexto tan complejo como este son las barreras lingüísticas, opina. En Dzaleka hay alumnos de diferentes culturas y nacionalidades y muchos no hablan inglés, sino idiomas como chichewa, el oficial de Malaui, y suajili, que se habla en varios países africanos. Angel Ruth prefiere tomárselo como “una lección más para aprender”.
A la salida de la escuela, los alumnos también tienen que lidiar con otros muchos problemas en el asentamiento y hay veces que “ni siquiera recuerdan qué han estudiado el día anterior”. “La escuela les ayuda, pero al final del día tienen que volver a sus casas” a hacer labores como recoger y administrar el agua potable.
En estos últimos meses, Ruth ha recibido el apoyo y formación docente en competencias digitales de ProFuturo, un programa impulsado por Fundación Telefónica y Fundación La Caixa que busca tratar de reducir la brecha educativa en entornos vulnerables de África, América Latina y Asia. El programa, que comenzó a funcionar en Dzaleka en 2019 con la colaboración de JRS y Entreculturas, también provee a la escuela de equipamiento tecnológico.
“Hoy en día adquirir competencias digitales es igual de importante que aprender matemáticas, por eso nos parece muy importante que [las personas refugiadas] puedan tener acceso a un proyecto como este”, señala María Lacadena, responsable de país del departamento de operaciones de África y Asia de ProFuturo. Este tipo de programas educativos, añade, “contribuye a la motivación de los alumnos y en muchos casos mejora su asistencia a clase”.
La educación no llega a todos los refugiados
A pesar de que el derecho a la educación de las personas refugiadas está establecido en el artículo 22 de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, sigue siendo una tarea pendiente. Acnur estima que el 63% de niñas y niños refugiados asiste a la escuela primaria, una cifra muy por debajo del promedio global de 91%. En educación secundaria la cifra aún es más preocupante, ya que solo la reciben el 24% de los estudiantes refugiados.
Acnur asegura que negarles la educación secundaria “equivale a derrumbar una parte del puente que conduce hacia su futuro, hacia un mejor porvenir financiero, una mayor independencia y mejores resultados de salud”. Y quienes logran completar sus estudios secundarios, se enfrentan después a un reto mayor para acceder a la universidad, pues no pueden asumir los costos y las becas son difíciles de obtener. Las inscripciones de estudiantes refugiados en la educación superior solo alcanzan el 5%.
La pandemia, además, ha aumentado la desigualdad de género en los campos de refugiados, de manera que mujeres y niñas se ven obligadas a redoblar su contribución al hogar y eso disminuye sus oportunidades de educación.
Brecha de género
Los casos de Gloria y Angel Ruth no son aislados. Ambas representan la realidad de millones de niñas y mujeres que, aún en contextos de extrema vulnerabilidad, se abren paso para superar obstáculos y construir sus proyectos de vida. De ahí la importancia de que niñas y mujeres en África puedan acceder a la educación y se reduzca la brecha de género en el ámbito científico.
“Es importante que las mujeres sean protagonistas del proceso de transformación de África hacia una economía basada en el conocimiento y la innovación. Son las únicas garantes para que el crecimiento sea inclusivo, ya que son quienes mejor conocen las necesidades de las comunidades”, dice a elDiario.es Anna Fumarola, directora del área de Mujeres y Ciencia de la Fundación Mujeres por África.
Las posibilidades de desarrollar una carrera de investigadora en África varían dependiendo del país. “Mientras que en Mali el número de mujeres científicas es prácticamente testimonial, en otros como Egipto, Sudáfrica o Nigeria están al mismo nivel que Europa”, que se sitúa, según datos de Eurostat, en el 41%, explica la representante de esta fundación, que lleva 1 años promoviendo y apoyando los liderazgos de las mujeres africanas en diferentes ámbitos.
En cuanto a las dificultades que atraviesan las mujeres científicas en África, añade Fumarola, “no son muy distintas a las de las españolas”, pues todas se enfrentan al machismo y a las barreras para conciliar y, a medida que ocupan posiciones de mayor responsabilidad, “las trabas aumentan de forma considerable”. “Entre el patriarcado y el paternalismo no es que haya un techo de cristal, sino de cemento”, indica la experta, aunque sí aclara que en África se han encontrado con muchos casos de científicas que han sufrido violencia física y acoso.
Según datos de la Unesco, solo el 28% de las personas que se dedican a la investigación científica en el mundo son mujeres y también siguen siendo una minoría en los puestos técnicos y de liderazgo en las empresas tecnológicas.