Cuando era una niña y su abuelo la castigaba, Mireille Twayigira le contestaba que no la tratara así porque de mayor iba a ser doctora. Vivían en el campo de refugiados de Dzaleka, Malaui. O tal vez en Zambia, o en Angola, o en Congo, países que recorrió de la mano de sus abuelos cuando sus piernas aún eran diminutas. Porque Mireille es refugiada casi desde que nació. Hoy, a sus 25 años, ha conseguido lo que prometía: trabajar como médica en Malaui. Y quiere hacer llegar un mensaje a otros refugiados: “Hay esperanza en un futuro mejor”.
La joven nació en Ruanda y vivía con su familia en la ciudad de Butare. Tenía algo más de dos años y medio, casi tres, cuando empezó el genocidio que en 1994 acabó con la vida de más de 800.000 personas en el país. Entre ellas, su padre. “Fue todo muy de repente. Un día éramos felices y al día siguiente no”, afirma en una entrevista con eldiario.es. “De niña no me daba cuenta, pero ahora, echando la vista atrás, soy consciente del cambio brusco que fue”.
Su corta edad apenas le permite tener recuerdos, solo “algunos flashes”, algunas imágenes que hoy, todavía, se le vienen a la cabeza. Como el día, dice, en que les llevaron el cuerpo de su padre envuelto. “No sé qué pasó ni las circunstancias en las que murió, era muy pequeña. Estábamos en una tienda azul. No se me olvidará nunca el color. Sé que un día lo trajeron y lo enterramos en nuestro propio jardín de atrás”, relata.
Fue el inicio de un largo éxodo para buscar un lugar seguro donde poder rehacer su vida. Primero a Burundi. Después, a la República Democrática del Congo. Allí la vida le asestó un nuevo golpe, la muerte de su madre. “Vivíamos en un campo de refugiados muy grande. Mi madre se puso enferma y se la llevaron al hospital. Me quedé con mis abuelos”, recuerda.
“Un día vino mi tía y me dijo: 'Por favor, no llores'. Le pregunté qué había pasado y me respondió que mi madre había muerto. No sé qué enfermedad tenía. Intento no preguntárselo a mis parientes para que no piensen que estoy traumatizada”, comenta.
En 1996 estalló la primera de las guerras que vivió Congo para derrocar al dictador Mobutu Sese Seko. De nuevo, la huida. Esta vez a Angola. Mireille recuerda escapar del campamento por el bosque. “No fue un paseo bonito, huíamos constantemente de los soldados, escondiéndonos de ellos”, apunta.
Una vez en Angola, tuvieron que volver de nuevo a Congo. Cuenta que comían lo que encontraban por el bosque y se escondían en granjas. “No teníamos ni comida, ni ropa, ni zapatos. Era una situación de vida o muerte. Cuando viajábamos intentábamos ir por las carreteras y cuando veíamos que podía haber un problema, nos escondíamos de nuevo en el bosque”, explica.
La violencia continuaba en República Democrática del Congo, así que, en esta ocasión, trataron de buscar refugio primero en Zambia y después en Malaui. Allí se estableció en el campo de Dzaleka con sus abuelos. Era el año 2000. La joven comenzó a destacar en el colegio por su inteligencia y su esfuerzo y fue seleccionada entre sus compañeros para estudiar secundaria fuera del campamento.
Una beca para estudiar Medicina en China
El resultado: un brillante expediente académico que la situó entre las seis mejores estudiantes de todo Malaui. “Había una emisora de radio que premiaba a las mejores estudiantes. Invitaron al embajador chino a la ceremonia y nos ofreció la posibilidad de estudiar en China”, resume. Pero Mireille, al ser refugiada, no podía optar a la beca. “Gracias a la emisora y a gente que luchó por mí conseguí que me concedieran la nacionalidad de Malaui”, asegura.
En 2010 aterrizó en Jinan, China. Y con ella, todas sus ganas de aprovechar la oportunidad de ir a la universidad. Dice que siempre había querido trabajar en algo que le permitiera relacionarse con otras personas y que de pequeña quería ser doctora, pero, en realidad, hasta que no comenzó la carrera, no se dio cuenta de que la medicina “era lo suyo”. Antes, estudió chino durante un año. “Fue duro, porque es un idioma muy difícil. Pero la experiencia en China fue fantástica porque tuve la posibilidad de conocer a gente de todo el mundo y eso abrió mi mente”, destaca con una sonrisa.
Bastaron cinco años. Mireille se graduó en 2016. Y volvió a África, de donde se siente y donde quiere estar. “Me considero ante todo africana, más que de Ruanda o Malaui. Me quiero quedar aquí, pero no sé qué va a pasar el día de mañana, ni tampoco lo pienso”, dice. Ahora trabaja en el Queen Elisabeth Central, uno de los principales hospitales de Malaui. Está a seis horas en autobús del campo de refugiados donde vive su familia, así que decidió alquilar una casa cerca del hospital. “Cuando tengo tiempo o estoy de vacaciones, vuelvo al campo y me quedo con mis tíos”, señala.
Su día a día, dice, es el de cualquier médico aún en formación. “Voy rotando por cuatro departamentos hasta conseguir la licencia de médico. Es agotador, porque hay días que se trabaja desde las siete y media hasta las seis de la tarde. Trabajamos también los fines de semana. Es mucho trabajo, pero son solo 18 meses hasta que consiga la licencia y después será más fácil”, comenta.
“Ser refugiada significa no dar las cosas por sentadas”
“Después será más fácil”. Es su filosofía de vida. La de seguir adelante, a pesar de todo. “Claro que he pasado de todo, pero echando la mirada atrás, y viendo dónde estoy ahora, no estoy en un momento triste”, asegura la joven, que ha visitado Madrid para presentar, junto a la ONG Entreculturas, la campaña internacional Education opens the world para pedir a las instituciones que promuevan el derecho a la educación entre los refugiados.
“Mi vida no es una historia trágica”, ha asegurado más de una vez. Pese a lo duro, Mireille prefiere no lamentarse. “Quiero que otras niñas, que otros refugiados, me miren y tengan esperanza en un futuro. Porque he pasado muchas cosas, pero eso me ha hecho llegar adonde estoy ahora. Me ha hecho ser quien soy. Quiero centrarme en el ahora, más que en todo lo que pasó. Tengo en cuenta lo que me he pasado, pero también quiero transmitir que es posible llegar adonde he llegado”, sostiene. “Siempre pienso en cómo puedo ayudar a otra gente a ver que la tragedia no es el fin, sino que siempre hay esperanza”, insiste.
¿Qué ha significado para usted ser refugiada? Por primera vez, Mireille no tiene la respuesta en la punta de la lengua. “Es una pregunta difícil”, contesta. Baja la mirada y, de inmediato, ya tiene algo que decir. No resulta difícil imaginársela en clase, de niña, con la mano levantada para responder al profesor. “Ser refugiada y ser huérfana me ha ayudado a apreciar lo que tengo, porque hay mucha gente que no ha tenido las mismas oportunidades en la educación que yo. Ser refugiada significa no dar las cosas por sentadas”, sentencia.