Aquel artefacto era diferente. Daha había desenterrado otros muchos a lo largo del mes y medio de voluntariado en la zona de Tifariti, pero este no era como los anteriores. “Salía líquido de su interior. Sabía que no estaba seguro, aunque tardé en lanzarlo para atrás”. El tiempo, su consciencia y su memoria se frenaron por unos segundos. Y despertó: estaba de pie al lado de un arbol, su mano sangraba. Después de años de trabajo junto a las víctimas mutiladas por minas antipersona, le habían convertido en una de ellas.
Daha Bulahe es una de las 2.500 personas que, según la Organización Acción contra la Violencia Armada, han sufrido los ataques de los millones de minas desperdigadas en los alrededores del segundo muro más grande del mundo. “Solo sé que la lancé antes de su explosión. Si no, las heridas hubiesen alcanzado el resto de mi cuerpo”, relata en una conversación mantenida con eldiario.es frente a una de las jaimas de sensibilización levantadas con motivo del Festival de Cine del Sáhara (FiSahara).
Además de trabajar como administrativo en el centro para heridos de guerra Mártir El Sheriff de Rabuni, Daha participaba en un grupo de voluntarios de los campamentos formados para desactivar estos pequeños asesinos materiales de saharauis. Aquel día perdió todos los dedos de su mano derecha. “El coche se averió por el camino y tardamos tres días en llegar al Hospital de Argel. Perdí mucha sangre”.
En sus cinco meses de ingreso las complicaciones se acumulaban en su cuerpo y en su mente. “Al principio no quería relacionarme con gente, tenía mucho miedo. Pensé que no podría trabajar más, me daba vergüenza. Pensé muchas cosas que en realidad no eran”, dice Daha. Con el tiempo le ofrecieron un empleo y se dedicó por completo a la lucha contra las bombas escondidas en el desierto. Hoy trabaja en la Asociación Saharaui de las Víctimas de Minas Antipersonas (ASAVIM).
Tiene 53 años, pero sus cinco décadas han dado para demasiado. Su estropeado rostro lo desvela. Nació en El Aiún. “En El Aiúnn, El Aiún. En el de verdad, en el nuestro, en el Sáhara Occidental”, se apresura a matizar, como suelen hacerlo muchos saharauis cuando hablan de las ciudades cuyo nombre coincide con el de alguno de los campamentos de refugiados situados en el desierto argelino. Aquellas ciudades que no pisan desde hace casi cuarenta años.
Tenía 15 años cuando empezó a luchar con el ejército del Frente Polisario contra la ocupación marroquí. “Vi muchas cosas que nunca hubiese querido ver”, rememora Daha, mientras trata de olvidar. “Todo cambió de manera radical. Mi familia y yo vivíamos en el Sáhara Occidental de forma acomodada pero con la llegada de los marroquíes se acabó todo”, explica Daha quien en la actualidad vive en el campo de refugiados de Auserd (Tindouf, Argelia). En Auserd, Auserd, no. En el de “mentira”. A la espera del referéndum de autodeterminación prometido por la ONU en 1991.
Hoy en día varias organizaciones trabajan en la desactivación de las minas, entre ellas la Acción contra la Violencia Armada que desde 2006 identifica los campos de minas que representan un peligro potencial para el pueblo saharaui, proceden a su eliminación gracias a equipos especializados sobre el terreno y aportan formación sobre la remoción de los artefactos.
Daha Bulahe arriesgó su vida en 1994 por intentar despejar de bombas los alrededores del muro de 2.700 kilómetros que separa los territorios ocupados por Marruecos de los liberados. Recientemente han surgido otros grupos de activistas que se acercan cada vez más al “muro de la vergüenza”.
El colectivo juvenil “Grito contra el muro” busca alzar la voz contra una de las barreras más silenciadas. Con este objetivo nacieron en enero de 2013 cuando realizaron la primera manifestación frente al muro. La idea es hacer una protesta cada mes y, por el momento, la cumplen. “Al principio no teníamos experiencia y hacíamos la concentración muy alejados, pero vimos que nuestros gritos no llegaban a los soldados marroquíes ni a la Minurso -la misión de la ONU para el Sáhara Occidental- y cada día nos acercamos más”, explica Alimajtan, uno de los activistas.
Su intención es instalar en el muro una bandera saharaui. Conocen los riesgos. “¿Qué vamos a temer? ¿Qué podemos hacer? Tenemos que romper el silencio. Todo el mundo menciona todos los muros menos el nuestro. Si morimos, morimos por nuestra causa”, continúa. Denuncian agresiones por parte de la policía marroquí y la “indiferencia de la Minurso”. “Están siempre a su lado, ven que disparan hacia la gente que se manifiesta pacíficamente y no hacen nada para evitarlo”, asegura. “Nosotros por ahora seguimos en la línea de la lucha pacífica pero ellos también lo deben ser”.
Gritan, pero también siembran. Otra de las ideas surgidas para visibilizar el muro y las minas que lo rodean viene de la mano de Mould Yeslem, pintor saharaui que tiene como objetivo plantar una flor en cada mina. Las flores, de lana o tela, están hechas por diferentes personas que han querido colaborar de forma altruista en la creación de una rosa personalizada. “Es otra forma de decir 'basta ya'. Con esas flores exigimos nuestros derechos”, dice el creador de la idea, Moulud Yeslem.
Gritan, siembran, cuentan su historia. Buscan llamar la atención, hacerlo como sea. Se sienten ignorados y muchos de los miembros de organizaciones de derechos humanos saharauis ruegan ser escuchados. “Aprovechamos el FiSahara como ventana al mundo, acordaos de nosotros. Tenemos muchas ideas pero no podemos hacerlas para nada, necesitamos repercusión”, decía al despedirse uno de los activistas saharauis que claman la eliminación del muro de la vergüenza.
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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en el Sáhara es posible por la invitación de FiSahara. La organización del festival corre con los gastos del viaje.