- Segundo de una serie de artículos y especiales del proyecto FAM, sobre el hambre, en colaboración con eldiario.es: puedes leer aquí el primero
Hace ahora 10 años, más de un millón y medio de personas empezaron a llegar a Damasco procedentes de las zonas rurales de Siria. La sequía más larga registrada en la zona se prolongó durante cinco años en los que la producción agraria disminuyó un tercio y la malnutrición infantil aumentó considerablemente debido al alza del precio de los cereales básicos. Los tradicionales rebaños de cabras y ovejas prácticamente desaparecieron de muchas zonas. La llegada a la ciudad de tantas personas en condiciones de precariedad, hambre y falta de empleo, provocó una inestabilidad que muchas fuentes consideran el preludio de la guerra civil que se acercaba.
En marzo de 2016, Acnur cifraba en cerca de cinco millones las personas sirias refugiadas en los países vecinos y en más de seis millones las desplazadas internas, a las que hay que sumar las miles que cruzan el Mediterráneo. Como en la época de sequía, el hambre las acompaña también hoy, y a ellas se suman las que huyen de países de África con conflictos arraigados o donde es muy difícil encontrar medios de vida. El hambre habita en las carpas de plástico, se ahoga en la travesía y sangra por pieles agrietadas de concertinas. Y los éxodos de muchos de estos hambres los empujan los negocios que dan de comer al sistema agroindustrial globalizado.
Se huye del expolio
Disponer de grandes cantidades de tierra, explotarla industrialmente para producir soja, colza o maíz para alimentar la ganadería intensiva global, aceite de palma africano para los alimentos procesados o agrocombustibles para sustituir al petróleo, genera grandes beneficios a corto plazo. A medio y largo plazo los resultados son aún más espectaculares debido a su valor especulativo.
Desde la década pasada se viene comprobando cómo las grandes empresas transnacionales del agro, fondos de inversión y de pensiones, así como algunos estados, acaparan y suman a su patrimonio miles de hectáreas de suelo fértil. Según muestra el sitio web Farmlandgrab.org, sólo contabilizando la cantidad de tierras que empresas o capitales extranjeros han expoliado a campesinas y campesinos –tierra en la que tenían ancestralmente construidos sus modos de vida–, se alcanzan cifras de entre 50 y 80 millones de hectáreas.
El hambre en Paraguay se entiende cuando se sabe que un 90% de sus tierras fértiles están acaparadas para el monocultivo de soja. Hemos leído y escuchado sobre la responsabilidad que la extracción de coltán para los móviles y los ordenadores tiene sobre la pobreza y los conflictos en la República Democrática del Congo, pero menos conocido es que también allí empresas extranjeras roban la tierra al campesinado para emplearlos después como mano de obra en el cultivo de la palma africana, a cambio de un euro al día. En muchos casos, con la complicidad y el apoyo de gobiernos europeos.
El expolio de la tierra tiene su réplica en el mar. Sobre las vallas de Melilla hay muchas personas llegadas de Somalia, Senegal y otras costas africanas, donde la pesca , tradicional, realizada durante siglos y que ha sido el centro de la economía y la cultura de muchos pueblos, ya no es medio de vida.
En Senegal, como explica Béatrice Gorez, Coordinadora de CFFA (Coalition for Fair Fisheries Arrangements), la llegada de los pesqueros industriales desplaza a la pesca artesanal y toda su economía derivada, de la que forman parte muchas mujeres. “Bajo esquemas de sociedades mixtas”, explica Beatrice, “con la bandera senegalesa ondean grandes buques de origen extranjero, la mayoría, pesqueros de arrastre provenientes de Asia y Europa”. Beatrice transmite las palabras de un pescador artesanal veterano, Abdou Karim Sall: “Estas empresas están contribuyendo a la destrucción de nuestros recursos. En Senegal, no tenemos diamantes, ni oro. Dependemos de los recursos marinos para nuestras vidas”.
De cada hambre nacen otras
Desde la frontera entre México y EEUU, Carlos Marentes, activista de La Vía Campesina, movimiento social que agrupa a más de 250 millones de personas campesinas, explica un ángulo más de los viajes contra el hambre. Después de largos y arriesgados trayectos, en ocasiones en el que se conoce como el tren de la muerte, y de superar controles fronterizos, algunos migrantes procedentes de Centroamérica consiguen una situación de semilegalidad en los EEUU.
Allí, muchos encuentran trabajo en las empresas agrícolas de producción intensiva de frutas y verduras frescas que, a modo de maquilas, les explotan de una manera muy parecida al esclavismo. Según los datos de La Vía Campesina, solo en la frontera del Estado de Nuevo México se concentra una población trabajadora migrante de entre 5.000 y 12.000 personas, dependiendo del mes del año, obteniendo un ingreso promedio anual de menos de 7.000 dólares americanos. De acuerdo con el índice de la pobreza oficial establecido por la ONU, su sueldo representa menos de la mitad del que recibe alguien considerado pobre.
Detrás de los precios bajos
Las subvenciones de la política agraria de los EEUU a estas empresas, la práctica de una agricultura intensiva y la explotación de mano de obra infantil en tareas como el 'pizcado' del tomate, permiten que estos productos puedan tener precios muy bajos que, al inundar las estanterías de los supermercados de los países sudamericanos, impidan a los agricultores locales seguir viviendo de su trabajo al no poder competir. Ellas y ellos son entonces los próximos en encaramarse a ese tren de largo recorrido, el de la migración.
Encontramos más ejemplos en nuestro territorio. Muchas de las personas que trabajan en los mataderos industriales de Europa son migrantes y, en muchos casos, lo hacen en condiciones inaceptables, como recientemente viene denunciando el sindicato COS en el caso del emblemático matadero de Esfosa en Vic, Catalunya.
En la cadena ganadera de producción intensiva, estos mataderos inmensos tienen un papel central y acaban inundado de carne barata muchos países africanos, desplazando a las producciones locales en un fenómeno que se conoce como 'dumping'.
Un ejemplo bien documentando es la exportación de pollo congelado de Europa a Ghana, que afectó gravemente a los más de cuatrocientos mil granjeros avícolas de esta pequeña nación del África Oriental. Según Corporate Watch, los granjeros locales de Ghana pasaron de abarcar el 95% del mercado interno de aves en 1992, a solo el 11% en 2001.
Los precios bajos de la agroindustria se consiguen en gran medida con expolio, salarios de miseria y acuerdos injustos pactados entre gobiernos y poderes económicos. Todo ello se ejecuta en las periferias del planeta, obligadas a buscar mejores condiciones viajando a las metrópolis, donde cada vez es más difícil encontrar alimentos que no sigan apretando este nudo. Seguramente encontramos esta misma retroalimentación en muchos sectores económicos, pero el de la alimentación juega un papel de imprescindible complicidad, además de simbolizar una ruptura trágica de nuestra conexión con la tierra.
Tiemblan las fronteras
Fue en esa misma tierra siria que se secó, donde una mujer enterró hace diez mil años el grano que la alimentaba, dando origen a la agricultura. Fue desde esa región conocida como la Creciente Fértil que la agricultura migró, nos colonizó, y se diversificación adaptándose a multitud de climas, tierras y culturas. Quienes dispersaron las semillas no encontraron fronteras.
Solo las personas refugiadas saben lo que es sufrir la violencia de huir de su país y por tanto también ellas deben de participar en la definición de sus soluciones. Desde hace tiempo que se está denunciando las verdaderas causas del hambre y los motivos por los cuales estas personas campesinas abandonan sus tierras y se lanzan a un destino desconocido y también violento.
Violencia tanto en su éxodo como en la acogida que les espera en Europa. Pero deberíamos cuestionarnos si realmente tenemos en cuenta la opinión y las propuestas de las personas migradas para dar solución o diseñar alternativas en su propio futuro.
Vemos con preocupación que estamos en una dinámica que nos lleva a la peligrosa actitud “blanco bueno ayuda a migrante pobre”. Las organizaciones y los movimientos sociales tenemos la obligación de garantizar que las personas migrantes sean consideradas como sujetos políticos y, por tanto, como población que tenga derecho a proponer y tomar decisiones.