“El guerrero del desierto” protegido por la CIA

Michael Bronner

Reportaje publicado en Foreign Policy —
  • eldiario.es publica la primera entrega de un reportaje traducido al castellano de la revista estadounidense Foreing Policy

En la última noche de noviembre de 1990, la ciudad de Yamena, capital del Chad, estaba en vilo. El presidente Hissène Habré, que se había hecho con el control del país tras un golpe de Estado ocho años atrás, aún ostentaba el poder, pero el cerco a su alrededor se estrechaba.

Montados en camionetas Toyota equipadas con ametralladoras y repletas de combatientes, los rebeldes se cernían sobre la ciudad envueltos en turbantes para protegerse del polvo y la arena, armados hasta los dientes, ululando y pisando a fondo el acelerador por todo el desierto. Financiados y equipados por Libia, cruzaron la frontera del Chad desde su campamento en la frontera sudanesa, situado a unos 1100 kilómetros al este. Estaban dirigidos por Idriss Déby, antiguo jefe militar de Habré.

Sin duda, se trataba de una ocasión extraña para celebrar una velada diplomática.

La reunión había sido convocada a última de hora por el rico e influyente cónsul libanés a petición urgente de un ministro clave del gobierno de Habré. La presencia de miembros de la élite chadiana, empresarios franceses y destacados expatriados no era más que una excusa para invitar a aquél que realmente importaba: el Coronel David G. Foulds, agregado de defensa de los Estados Unidos.

El ministro se llevó a Foulds a un rincón apartado. “Fumaba sin descanso, extremadamente nervioso, temblando”, recuerda Foulds. Las tropas de Habré ya habían vencido una vez a los rebeldes de Déby y se daba por sentado que la destreza militar de Habré, que había deslumbrado a Washington, aseguraría de nuevo la victoria. Sin embargo, los estadounidenses sólo conocían la imagen optimista que les pintaba el bando de Habré, pero el ministro estaba mejor informado: los rebeldes podían llegar a la capital esa misma noche, mucho antes de lo previsto.

Foulds se excusó y se apresuró a informar al embajador, Richard Bogosian, y al máximo responsable de la CIA en el país, quienes llamaron a Washington para solicitar órdenes y, a ser posible, asistencia. “Lo esencial es que merecía que le salvásemos”, afirma Bogosian. “Nos había ayudado de maneras en las que no todo el mundo estaba dispuesto”.

El guerrero del desierto de los Estados Unidos

A lo largo de los años 80, el hombre al que la CIA había apodado “el guerrero del desierto por antonomasia” se había convertido en la pieza central del entramado secreto del gobierno de Reagan para debilitar al irreductible libio Muamar el-Gadafi, que se había convertido en una amenaza creciente y que se había burlado de los Estados Unidos con su apoyo al terrorismo internacional. A pesar de los continuos y cada vez más alarmantes informes de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones y maltrato en las cárceles del régimen de Habré, la CIA y la Oficina de Asuntos Africanos le habían armado en secreto y entrenado a su servicio de seguridad a cambio del compromiso del dictador de golpear sin compasión a las tropas libias, que por aquel entonces ocupaban el norte del Chad. Si Habré era derrocado, los esfuerzos de casi una década se revelarían inútiles.

El flujo imparable de agentes de la inteligencia libia a Yamena suponía a su vez una amenaza más inmediata; a pesar de las encendidas protestas de algunos oficiales estadounidenses, la CIA había entregado a Habré una docena de misiles Stinger, la bazuca antiaérea tan deseada por insurgentes y terroristas de todo origen y condición. Gadafi ya había mostrado interés por derribar vuelos comerciales, así que no podía permitirse de ningún modo que los Stinger cayeran en su poder.

Había además otro problema: la CIA había establecido en secreto un campamento a pocos kilómetros de la capital. En él entrenaba a una vanguardia de soldados libios anti-Gadafi: al menos 200 hombres con armamento proporcionado por la CIA que incluía tanques de fabricación soviética que no estaban dispuestos a perder tan fácilmente. Un enfrentamiento en la capital entre los rebeldes de Déby respaldados por Gadafi y las tropas anti-Gadafi de la CIA podía desembocar en un baño de sangre.

En las horas que siguieron a la velada diplomática, el caos se adueñó de las calles mientras corría el rumor de que las defensas de Habré en Yamena habían claudicado. Las rivalidades tribales (siempre una peligrosa variable presente en el mosaico post-colonial de Chad, con cristianos en el sur y comunidades musulmanas en el norte, cada una con sus mutables odios y lealtades) habían sido alentadas hasta el hartazgo. Los gorane, tribu a la que pertenecía Habré, habían vivido en la opulencia durante su mandato y ahora huían en masa de la ciudad con los vehículos cargados con el botín expoliado ante el avance de los combatientes zaghawa de Déby, que se habían visto obligados a la rebelión por la brutal represión del régimen de Habré.

En la embajada estadounidense, Foulds se puso un chaleco antibalas y dejó una escopeta cargada al alcance de la mano. Entonces, preocupado por que la embajada pudiera ser tomada, comenzó a triturar documentos clasificados y a destruir equipos informáticos con mensajes comprometedores mientras las primeras oleadas de rebeldes penetraban en la ciudad. El responsable de la CIA hacía lo propio en otra planta.

Mientras tanto, Bogosian atendía una importante llamada de Washington: un par de aviones de transporte militar C-41, pertrechados y cargados con armas, munición y otros materiales, estaban preparados para salir de Estados Unidos y acudir en ayuda de Habré. “Estaban en la pista listos para partir”, declara Bogosian. “Les devolvimos la llamada y les dijimos 'No os molestéis, es demasiado tarde”.

Habré, que no se caracterizaba por rehuir el combate, supo leer las señales. Según ciertos informes, “el guerrero del desierto por antonomasia” condujo su Mercedes sin detenerse hasta uno de los aviones de transporte Lockheed L-10 Hércules que le había procurado Estados Unidos, hizo embarcar en él a sus colaboradores más cercanos y despegó. Después de una parada en Camerún, aterrizó en Dakar, Senegal, para disfrutar de un exilio atribuido a los servicios de inteligencia francesa.

A pesar de que el Chad es una de las naciones más pobres de África, su antiguo líder utilizó, según ciertos informes, los fondos que había robado de las arcas de su país para crear una lujosa red de seguridad en Dakar: sobornos a políticos, líderes religiosos, periodistas y policías, además de construirse dos mansiones. Allí viviría a salvo durante muchos años.

Pero no para siempre. A la mañana siguiente, mientras la mayor parte de las fuerzas de Déby consolidaban sus posiciones en Yamena, cientos de prisioneros de las cárceles secretas de Habré abandonaban sus celdas libres de la vigilancia de los esbirros del dictador. Demacrados, con las secuelas de la tortura y con muchas historias que contar sobre ejecuciones, fosas comunes y vulneraciones indescriptibles, los prisioneros políticos salieron a la calle. Uno de los hombres que salió tambaleándose a la calle aquella mañana era Souleymane Guengueng. Este antiguo contable casi había perdido la vista y la vida después de más de dos años y medio de encarcelación y torturas. En 2013 se convertiría en la perdición de Habré.

Augusto Pinochet: la caja de Pandora

Hissène Habré había llamado la atención de activistas de derechos humanos de todo el planeta casi desde que tomó el poder en 1982. Amnistía International publicó un informe sobre los asesinatos políticos ocurridos en el primer año de su mandato. Sin embargo, durante décadas Habré fue, en esencia, intocable. Mientras estuvo en el poder contó con el apoyo del país más poderoso del mundo y, una vez en el exilio, se vio protegido por la tradición duradera de la inmunidad vitalicia de los antiguos jefes de estado. Aunque había servido para escabullirlos en numerosas ocasiones, la inmunidad chocaba intrínsecamente con la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura que obliga a los estados firmantes a juzgar a los torturadores acusados o a extraditarlos a países que así lo hagan.

Sin embargo, en octubre de 1998, la situación cambió drásticamente. El General Augusto Pinochet, antiguo dictador chileno que por aquel entonces tenía 82 años, se recuperaba de una operación de espalda en un hospital londinense cuando agentes británicos, ejecutando una orden judicial expedida en nombre de ciudadanos españoles víctimas de Pinochet, arrestaron al general y le acusaron de 94 delitos de tortura y un delito de conspiración para cometer tortura.

La imputación constituía sólo una parte de los delitos atribuidos a Pinochet pero enviaba un mensaje de esperanza a la comunidad de los defensores de los derechos humanos al mismo tiempo que devastaba los círculos diplomáticos conservadores. “A partir de entonces, los antiguos jefes de estado están potencialmente en peligro”, lamenta entonces la antigua primera ministra británica Margaret Thatcher, que consideraba la imputación como un ataque a la inmunidad diplomática, en este caso a la de un dirigente al que consideraba su amigo. “Han abierto la caja de Pandora y, a menos que el Senador Pinochet vuelva sano y salvo a Chile, no volverá a cerrarse”.

Eso es justo lo que Reed Brody pensaba.

Brody, nacido en Brooklyn y antiguo asistente del Fiscal General, era por aquel entonces el director de promoción de causas de Human Rights Watch en Manhattan. Es un abogado que disfruta de la naturaleza contradictorio de su profesión y, al ver las noticias sobre Pinochet en la CNN, su cerebro comenzó a trabajar, absorto en las posibilidades que se abrían. “Habíamos estado en Roma sólo un par de meses antes redactando el borrador del estatuto del Tribunal Penal Internacional (el primer tribunal penal permanente con autoridad para juzgar genocidios, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra) y teníamos ante nosotros un caso concreto”, concluye Brody.

El arresto de Pinochet fue la primera vez en que jueces europeos aplicaron el principio de jurisdicción universal que habilita a los tribunales para juzgar a personas acusadas de las violaciones más graves del Derecho Internacional, independientemente de la nacionalidad del acusado o del lugar donde se hubiese cometido el delito. En el caso de Pinochet, la cuestión judicial predominante, que debía ser decidida en la Cámara de los Lores (el órgano judicial más importante del país en aquel momento), radicaba en si las obligaciones de Reino Unido en virtud de la Convención contra la Tortura exigían su extradición a España, a pesar de la inmunidad que le otorgaba el derecho consuetudinario.

Brody, que había investigado violaciones de derechos humanos en América Central en los tiempos de Pinochet, voló a Londres para ayudar la acusación en nombre de Human Rights Watch. Más adelante, en noviembre de 1998, en una lectura dramática del veredicto en un juzgado abarrotado, los jueces fallaron en contra del dictador chileno. Uno de los Lores describía el sentimiento generalizado que animaba el juicio en estos términos: “La tortura y la toma de rehenes no constituyen una conducta aceptable para nadie. Esto es aplicable para cualquier persona, pero también, y sobre todo, para jefes de Estado. Una decisión contraria constituiría una mofa al Derecho Internacional”.

Se había abierto la caja de Pandora y una tentadora pregunta resonaba por los pasillos de la comunidad defensora de los derechos humanos. “¿Quién es el siguiente?”

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Traducido por José Cardona y Carlos Pfretzschner.

Michael Bronner es periodista, guionista y director de cine. Recientemente ha producido Captain Phillips. Este artículo fue encargado en colaboración con el Fondo de Investigación del Instituto de la Nación con la colaboración de la Fundación Puffin.