Cuando un menor de edad inmigrante llega solo a España puede ser acogido por la administración y ser tutelado hasta cumplir los 18 años. A partir de ese momento el Estado espera de él que trabaje, solo que trabaje, sin posibilidad real de estudiar. Pero para poder trabajar se le solicitan unos requisitos difíciles de cumplir incluso para cualquier chaval español: tiene que tener un contrato de trabajo con una solicitud presentada por el empleador, y un sueldo equivalente a al menos el salario mínimo interprofesional, con jornada completa y con una duración continuada durante el periodo de vigencia de la autorización.
“Son unos requisitos imposibles, ningún chaval de 18 años español podría cumplirlos tampoco”, lamenta David López, educador social que lleva tres décadas trabajando con menores de edad migrantes. Zino Meflah es uno de ellos. Llegó en patera cuando tenía 16 años, procedente de Argelia. Estuvo dos años en un centro de menores de Mallorca, pero cuando alcanzó la mayoría de edad le denegaron el permiso de residencia porque no disponía de los ingresos mensuales requeridos.
“Le piden contar con determinados requisitos económicos, pero para cumplirlos necesita trabajar, pero si no los cumple no le conceden el permiso de trabajo. Es una contradicción.
De ese modo se quedó, como tantos otros, en una situación de desamparo un tanto paradójica, ya que “para obtener la residencia le piden contar con determinados requisitos económicos, pero para cumplirlos necesita trabajar, pero si no los cumple no le conceden el permiso de trabajo”. “Estos requisitos son una contradicción en sí mismos”, denuncian desde diferentes colectivos.
Por eso varias organizaciones,como la red Acoge, solicitan un cambio en la Ley de Extranjería. También la Federación de Entidades con Proyectos y Pisos Asistidos (FEPA), a través de la campaña “Un callejón sin salida”, pide que se eliminen trabas y se facilite la vida de estos jóvenes al cumplir la mayoría de edad.
“Querría estudiar para ser educador social”
La trayectoria de Zino no ha sido fácil. Nacido “en el seno de una familia pobre argelina”, creció soñando con viajar a Europa para mejorar la situación de sus padres y hermano. Ahorró dinero y, cuando cumplió dieciséis años, contactó con “gente que gestionaba este tipo de viajes”.
“Un día me llamaron y me dijeron: ‘Esta noche nos vamos’. Fue todo muy precipitado. No quise decir nada a mis padres ni a mi hermana, porque me habrían impedido irme, saben que mucha gente muere en el mar. Durante el almuerzo se me notaba preocupado, mi madre lo percibió y me preguntó. Intenté disimular como pude. Me levanté de la mesa, salí de la casa, me senté en una esquina y me puse a llorar, a llorar y a llorar, a escondidas, pensando en mi madre, en mi familia, en que quizá no los vería nunca más”, relata Zino en conversación con elDiario.es.
Solo informó de sus planes a su hermano mayor, quien intentó disuadirle. “Pero al final me cubrió. Cuando yo ya estaba en la patera mi madre empezó a preguntar por mí. En la cena mi hermano se comió el yogur que me correspondía y así, cuando ella llegó a casa, él le contó que yo había pasado por allí, que había cenado pero que me había vuelto a ir, para no preocuparla”.
“El viaje fue duro, de noche, no se veía absolutamente nada, era la oscuridad completa. Era inevitable pensar que podíamos morir. Afortunadamente salió bien. Unos kilómetros antes de llegar a Mallorca nos interceptó la Guardia Civil. A mí me llevaron a un centro de menores. No pude avisar a mi familia hasta 48 horas después, porque me habían quitado el móvil”, cuenta.
“Cuando por fin pude hablar con mi madre lloramos mucho los dos. Le expliqué que lo que estaba haciendo era por ellos, nos dijimos que nos echaríamos mucho de menos”. Los primeros meses fueron duros. “No conocía el idioma, no entendía lo que me decían, así que me puse a estudiar sin parar, para poder comunicarme”, explica en un buen español. Ahora, con 19 años, ha conseguido trabajo al fin, en un centro de menores, donde realiza tareas de limpieza y ejerce como ayudante de cocina.
“Me gusta mi empleo, aunque es duro físicamente. En el futuro quiero estudiar para ser educador social, me encanta, mis educadores hicieron mucho por nosotros, es un bonito trabajo. Pero para eso tengo que sacarme la ESO primero, quería empezar en septiembre, pero si no trabajas no te renuevan los papeles, así que de momento no puedo hacerlo”, explica.
El caso de Mohammad Mujibur Rahman es similar. Llegó hace tres años a España, procedente de Pakistán, cruzando varias fronteras y un mar, pasando por países como Afganistán o Turquía. El viaje duró más de un mes y le golpeó duro. No quiere hablar de ello: “Fue algo traumático”. Cuando llegó a Madrid entró en el sistema de protección de menores. Primero vivió en una residencia y después en un piso tutelado. Empezó un grado medio de Informática y se aficionó al estudio.
“No quería dejarlo, pero no tuvo más remedio que hacerlo, porque cuando cumplen 18 años tienen que ponerse a trabajar, sí o sí, es lo que establece la ley, no hay otra posibilidad”, explica David López Gallego, educador social de Paidea, Asociación para la Integración del Menor. “Pero claro, aquí en la Comunidad de Madrid necesitan un contrato de un año a jornada completa para obtener el permiso de trabajo. Si no lo consiguen se quedan con el permiso de residencia no lucrativa, que les condena a una situación en la que no están autorizados a trabajar a pesar de que lo que las autoridades demandan de ellos es que se ganen la vida. Es absolutamente absurdo”, lamenta.
“¿Quién va a querer contratar a un chaval de 18 años recién cumplidos que sale del sistema de protección de menores? Al final tiramos de empresas amigas, de gente solidaria y altruista que sabe que estos chicos tienen muchas ganas y pueden responder muy bien”, prosigue López Gallego. Mohammad tuvo suerte y consiguió un contrato de un año a jornada completa en una empresa de iluminación. “No es fácil, porque el propio empleador tiene que desplazarse y presentar los papeles para contratarte, las trabas son múltiples”, explica Mohammad.
Se encuentan con paredes, paredes y más paredes. Ves por el camino chavales que van cayendo y no se pueden levantar. Son obstáculos que podrían evitarse.
“Los requisitos son numerosos. La empresa empleadora tiene que estar al corriente en la Seguridad Social, no deber nada a Hacienda, y presentar en Delegación de Gobierno la documentación del chico al que quiere contratar. ¿Esto qué quiere decir? Que se tiene que personar el director de la empresa con toda la documentación para cambiarle el permiso de trabajo”, relata David López.
Ante tales dificultades son muchos los jóvenes que no lo consiguen. Los educadores lo ven todos los meses. Chavales con ganas de estudiar o de trabajar que no logran un contrato de las características requeridas y por lo tanto no están autorizados para otro tipo de empleos de menor duración o de media jornada.
“Yo tuve un chico tutelado que cuando cumplió 18 años consiguió un contrato de seis meses. Con ese contrato la Comunidad de Madrid no le da el permiso de trabajo, por lo que no le han renovado el permiso, porque para ello necesitaba un contrato de un año a jornada completa, un requisito que casi nadie a esa edad puede cumplir. Mi hijo, que es español, profesor de Educación Física, está con contratos de suplencias de doce a tres de la tarde de aquí a enero. ¿De qué estamos hablando?”, se pregunta el educador social David López.
Es muy duro ser aún un niño y estar solo en un país que no conoces.
López relata casos de jóvenes que tras cumplir 18 años trabajaron duro, consiguieron lo requerido y ahora tienen buenos empleos y sueldos. “Algunos han iniciado su propio negocio, lo cual genera empleo a su vez, otro se especializó en electrónica para coches eléctricos y tiene un buen sueldo, otro trabaja como jardinero. Pero también está la otra cara de la moneda”.
La otra cara es la de quienes no logran reunir los difíciles requisitos. “Hay un chico que era muy buen chaval, pero no conseguía autorización para trabajar, se quedó en la calle, entró en un sitio a robar, le pilló a la policía, se fue a la cárcel. Ya ha salido de prisión pero está viviendo en la calle porque por haber delinquido le han quitado la plaza. Si hubiera tenido un permiso de trabajo habría empezado a trabajar de camarero, que es su titulación, y probablemente no habría caído en todo esto, porque era un chaval majísimo y con gran potencial”, lamenta.
Las personas migrantes en situación irregular no pueden acceder a varias ayudas que ofrecen las instituciones, como el Ingreso Mínimo Vital o un salario mínimo de inserción. “Es horroroso ser consciente de la capacidad de esta gente joven, que lucha por salir adelante, que lo ha pasado muy mal porque es duro ser aún un niño y estar solo en un país que no conoces. Se encuentran con paredes, paredes y más paredes, ves en el camino chavales que van cayendo y no se pueden recuperar”.
Cuando entran en el sistema de protección se invierte en ellos, como es lógico, pero luego se les deja tirados, y eso es también tirar el dinero invertido.
López intenta seguir el rastro de los jóvenes que ya no pueden permanecer en programas de transición a la vida adulta. Les visita, les ayuda con papeleo, con el empadronamiento, con los médicos. “Es que si no tienen tarjeta sanitaria muchas veces no los atienden, por eso les acompaño cuando puedo. Tiro de amigos que me hacen favores a veces”.
En el piso de acogida en el que está Mohammad viven cinco chicos de varias nacionalidades. Tiene un grupo de Whatsapp bajo el nombre Nuestra casa. “Es que queremos sentirlo como casa. Y cuando David viene a revisar si tenemos todo limpio y ordenado y nos trae algo de comida, decimos que viene el papá, bromeando. Es como un papá”.
Algo ruborizado, David responde: “Bueno, yo soy padre y sé que tener 18 años es lo mismo que tener 17 años y once meses, siguen siendo unos críos, así que procuro darles afecto, abrazarlos, estar ahí. Tengo a chicos menores cuya madre o padre se han muerto estando ellos aquí y el hecho de no poder ir a velarlos, al entierro, les ha dejado atormentados, marcados. Hay chavales con discapacidad, pero no hay pisos para ellos. Tampoco hay pisos para chavales que quieran estudiar. Debería haber una diversidad de pisos, para que estos jóvenes tengan menos dificultades”.
Tuve una educadora social que decía que hay 3 lugares donde se quitan los dolores: en el abrazo, en la ducha, y en el sueño.
“No puedo entender que se les ponga requisitos tan duros”
Mohammad es uno de esos jóvenes que habría querido seguir estudiando. Pero tiene que probar que cumple una serie de requisitos económicos, y para eso necesita trabajar con un contrato estable. Ahora solo tiene uno de un mes, en un supermercado. “Mohammad no se rinde, cuando se cae vuelve a levantarse, yo sé que conseguirá un buen trabajo y que en cuanto pueda estudiará, lo sé porque le conozco”, augura David.
“No puedo entender que se les ponga requisitos tan duros. Cuando entran en el sistema de protección se invierte en ellos, como es lógico, pero luego se les deja tirados, y eso es también tirar el dinero invertido. Hay políticos que no entienden que si se invirtiera un poquito más, al final se ahorrarían dinero y tendríamos un resultado mejor para estos jóvenes y para la sociedad en general”, reflexiona.
En los días especiales Mohammad echa más de menos a sus padres y hermanos. “En la fiesta del Cordero o al final del Ramadán, que son fechas muy familiares, me siento más solo, no es fácil”. Algunos menores de edad que llegan de otros países terminan con secuelas psicológicas, porque el camino que recorren es duro y está lleno de obstáculos. Mohammad recuerda el consejo que una educadora le dio hace un par de años para los momentos difíciles: “Ella decía que hay tres lugares en los que se quitan los dolores: Uno es el abrazo, cuando alguien te abraza. Otro es en la ducha, que relaja y repara. Otro es en el sueño, cuando duermes”.
Hay sueños reparadores en los que estos chicos obligados por la vida a ser adultos antes de tiempo visualizan aquello que anhelan: “Cuando en sueños hablo con mi madre o cuando en sueños me hacen un contrato estable me levanto con más esperanza”.