Imagina que eres una persona infectada por el VIH en un país en vías de desarrollo. Has tenido complicaciones durante meses, pero desde que estás en tratamiento antirretroviral has recuperado una vida normal y saludable, sin riesgo de transmitir el virus a tu pareja o a tus hijos. Mientras tomas tus pastillas todos los días, llevas una vida normal: trabajo, amor e hijos.
Llega la COVID-19 y la pandemia complica que el tratamiento. Tu centro de salud cierra, el personal sanitario está enfermo o ausente, el suministro de medicamentos se vuelve irregular. El confinamiento dificulta los movimientos. El transporte a la ciudad está suspendido. Cada vez te quedan menos pastillas y te preocupas. Las vas racionando, tomas una cada dos días, o pides prestadas a algún paciente que conoces o acudes al mercado donde encuentras antirretrovirales muchos más caros. Aun así, al final, puede que tengas que interrumpir el tratamiento.
Si vives en un contexto de bajos recursos, tu salud y tu vida dependerán de los donantes internacionales y, en particular, del Fondo Mundial de lucha contra el Sida, la tuberculosis y la malaria. En muchos países, este fondo es la principal, y a menudo, la única fuente de financiación para la prevención y el tratamiento de las personas que se enfrentan a estas tres enfermedades.
El próximo 21 de septiembre se espera que los países anuncien su compromiso de financiación para el Fondo Mundial. Esta organización ha calculado que se necesitan como mínimo 18.000 millones de dólares para el periodo 2024-2026, lo que implica un aumento del 29% de las contribuciones con respecto a la última conferencia de reposición de recursos en 2019. Alcanzar este objetivo determinará en gran medida lo que se puede hacer en la lucha contra el VIH, la tuberculosis y la malaria. También determinará en qué medida será posible paliar y recuperar las pérdidas causadas por la crisis de la COVID-19.
Muchos países donantes están tardando en comprometerse y muchos no consiguen ir más allá de sus aportaciones de hace tres o seis años. La vacilación de los países donantes hace improbable que se alcance el objetivo mínimo de la reposición de esos 18.000 millones de dólares. Han llegado anuncios positivos de Estados Unidos (6.000 millones), Alemania (1.300 millones) y Japón (más de 1.000 millones). Los tres han aumentado su aportación en un 30%, pero aún faltan los anuncios de muchos otros países de renta alta.
Un déficit de los donantes europeos, en particular, tendría un efecto doblemente negativo, ya que reduciría proporcionalmente el compromiso de Estados Unidos, que está limitado a un máximo de un tercio del total.
Es el caso de España, que aún no ha hecho público si se comprometerá y en qué grado. En 2019, España retomó su compromiso con la salud global y volvió al Fondo Mundial. Es imprescindible que este compromiso sea reforzado en la próxima conferencia de donantes de este 20 y 21 de septiembre.
Su aportación no debería ser inferior a 129 millones de euros, para incluir el incremento mínimo que solicita el Fondo Mundial, y debería apuntar a un monto óptimo de 180 millones de euros que reflejara nuestra trayectoria y nos acercara al nivel de los países de nuestro entorno. Y así se lo hemos pedido al Gobierno español.
El precio de los recortes
Los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) no necesitan imaginar. En varios países ya ven las consecuencias del déficit de financiación. Describen las lagunas que existen hoy en día en la atención esencial y los dilemas imposibles que se plantean: ¿a quién hay que dejar sin tratamiento o qué servicios hay que racionar?
MSF ha realizado una evaluación en siete países que muestra que la lucha está lejos de terminar. La pandemia y las crisis económicas y sociales concurrentes han agravado los problemas existentes y amenazan los avances logrados en los últimos años. Las consecuencias para las personas que viven con las tres enfermedades son dramáticas: se reduce la cobertura y se ralentiza el despliegue de la prevención y el tratamiento y los países, presionados por el déficit de financiación, quitan prioridad a intervenciones esenciales, hacen concesiones en la calidad de la atención y retrasan importantes innovaciones.
Los equipos de MSF han visto la reducción de los programas de VIH para mujeres embarazadas y sus bebés nonatos y los dirigidos a grupos vulnerables. También han sido testigo de la eliminación de elementos claves, como las pruebas para determinar el nivel de virus en la sangre, los medicamentos para tratar a las personas con infecciones oportunistas y complicaciones relacionadas con el sida, y la atención pediátrica adaptada a la tuberculosis.
En el ámbito global, la falta de progresos y los retrocesos muestran la pérdida de lo ganado en los años anteriores. En 2020 fallecieron 1,5 millones de personas por tuberculosis ascendiendo, por primera vez en más de diez años las muertes a causa de esta enfermedad. 9,5 millones de personas que viven con el VIH no reciben tratamiento; una de cada tres que buscan iniciarlo ya muestran signos de enfermedad avanzada, lo que les sitúa en un alto riesgo de muerte. El número de personas que padecen malaria ha aumentado un 12% situándose en los niveles de 2015.
En el discurso mundial sobre la preparación y la respuesta a las pandemias, la atención se centra sobre todo en los futuros brotes de enfermedades emergentes con riesgo para los países de renta alta. Se presta poca atención a las necesidades de las personas debido a pandemias actuales como el VIH, la tuberculosis y la malaria. Si la reposición del Fondo Mundial se queda corta, es muy difícil dar credibilidad a esta narrativa.
Si España y los países europeos no contribuyen, el Fondo Mundial se verá doblemente distorsionado: no se alcanzará el mínimo y este déficit reducirá proporcionalmente la contribución de Estados Unidos. Un déficit que conlleva, por tanto, un doble riesgo, o una doble responsabilidad.
Raquel González es responsable de Relaciones Institucionales de Médicos Sin Fronteras.