La presa salvadoreña de El Chaparral y la vida de las mujeres

“Cuando anunciaron el comienzo de las obras, la gente estaba alegre porque iba a haber dinero. Entonces fuimos a una reunión en Guatemala, y ahí vimos todos los sufrimientos de las personas que tenían sus tierras inundadas, a las que les habían prometido cosas que no habían cumplido”. Así cuenta Virginia Lobos cómo empezó la lucha contra la construcción de la central hidroeléctrica El Chaparral en el municipio de San Antonio del Mosco (departamento de San Miguel, El Salvador).

Finalizada la guerra, en el año 1992, el Estado salvadoreño preveía un aumento de la demanda de energía y se planteó la necesidad de superar su alta dependencia de combustibles fósiles, pero no disponía de los fondos necesarios para desarrollar proyectos de energía renovable.

La Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa (CEL) apostó por este tipo de energía por ser la de menor coste, y en 1997 encargó una serie de estudios “de prefactibilidad” como resultado de los cuales en 2001 se decidió que El Chaparral era el sitio ideal para poner en marcha una central, abarcando los municipios de San Antonio del Mosco, Carolina y San Luis de la Reina.

El Salvador se unía, así, a otros países “en un segundo auge de las represas que se inició a finales de los años 90 y principios del nuevo siglo, enmarcado en los nuevos planes de desarrollo disfrazados bajo un rostro humano (como el Plan Puebla Panamá -actualmente. Proyecto Mesoamérica-, los Tratados de Libre Comercio -en su día con Estados Unidos y ahora con Europa-, etc.), que se concretan en obras como la de El Chaparral”, explica el investigador Antonio Sandá Mera.

Sandá es el autor del informe 'El negocio de la energía eléctrica en Centroamérica y El Salvador. El caso de la central hidroeléctrica El Chaparral', recientemente publicado por el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).

Las mujeres: un colectivo especialmente vulnerable

Aunque el Estado asume la gestión de un recurso reconocido como bien público, se establecen acuerdos y se reforman leyes para, según Sandá, “legitimar la inversión de las corporaciones transnacionales, que, además, cada vez son menos pero abarcan más áreas de trabajo” y, con ello, acumulan más poder de negociación o de presión hacia los gobiernos.

Como se cuenta con detalle en el informe, todo el proceso de El Chaparral ha sido particularmente opaco y ha estado lleno de irregularidades. Permisos que faltan, adjudicaciones a empresas privadas en tiempo récord, estudios incompletos…

“No se hizo el diseño de detalle, y esta ausencia tuvo que ver con que, en 2010 -un año y medio después de que se iniciara la construcción de la presa (en enero de 2009)-, la tormenta Agatha causara daños en su estructura básica, lo que obligó a paralizar la obra y originó un conflicto entre la firma responsable de la obra, Astaldi, y la CEL, que se resolvió con la rescisión del contrato tras el pago por parte del organismo público de 108,5 millones de dólares a la empresa italiana”.

Por el camino quedaban los rastros de otra tormenta: calles destrozadas por el paso de maquinaria pesada; un reguero de presiones y engaños a los vecinos para que aceptaran las condiciones impuestas; familias que ya habían abandonado sus tierras a cambio de un dinero que no daba para empezar de nuevo; zonas deforestadas para poder luego inundarlas, y la amenaza de que el caudal del río siga disminuyendo si se avanza en la construcción de la central.

Algo que viene a agravar aún más la situación de escasez de agua disponible para la gente en El Salvador. “El río ya no parece río, parece una quebrada”, se lamenta Virginia Lobos. Y añade: “Pescamos en el río; usamos esa agua para los huertos, para bañarnos, para lavar, para el ganado; tomamos agua para beber… Y cuando no hay, tenemos que ir más lejos”.

Efectivamente, las mujeres son aquí las encargadas de ir a buscar el agua para consumo doméstico y de recoger leña para cocinar y calentar la casa, muchas veces con la ayuda de sus hijos e hijas. Como en la mayor parte del planeta, son las responsables del funcionamiento del hogar.

Esto las convierte en “un grupo especialmente vulnerable a los impactos de las represas”, que, sin embargo, “no ha sido valorado históricamente como tal”, como denunció en el año 2000 un informe de la Comisión Mundial de Represas, organismo creado en 1998 por el Banco Mundial y la Unión Mundial para la Naturaleza para examinar estas infraestructuras.

De hecho, Sandá destaca que “se ha estudiado poco la relación entre energía y género”. “Aun así, nosotras queríamos visibilizar este tema en nuestro trabajo, y por eso le dedicamos un apartado específico”, argumenta.

La CMR concluía que, “en las comunidades afectadas, las represas han ensanchado las desigualdades de género”. Y es que, en palabras de Sandá, todo aumento del tiempo y el esfuerzo empleados en atender las necesidades domésticas se traduce, finalmente, en “menos posibilidades de acceso a espacios para trabajar y pensar sus intereses estratégicos como mujeres”.

Por otro modelo de energía

Por si fueran pocos estos efectos negativos del proyecto en el entorno afectado, Sandá insiste en que, además, no resulta rentable. Entre presupuestos que crecen con el tiempo y la indemnización que el Estado pagó a Astaldi, “la inversión ronda ya los 4.495 dólares por kW”, detalla el experto, “más del doble de lo planeado en principio y de la cifra hasta la cual se considera que los proyectos hidroeléctricos son rentables (2.000-3000 US$/kW instalado)”.

Así que la pregunta es lógica: “¿A quién van a vender la energía para poder cubrir ese gasto? Lo más probable es que la exporten al Sistema de Interconexión Eléctrica de los Países de América Central (SIEPAC); en el mercado nacional el precio sería demasiado bajo como para poder rentabilizar la inversión”, argumenta Sandá.

Como se recoge en el informe, “en muchas casas de la zona no existe electricidad”, y en las que disponen de ella “la pobreza no les permitiría afrontar el gasto derivado del consumo de una cocina eléctrica”. En definitiva, después de ver su vida profundamente alterada, los habitantes del lugar no disfrutarían del nuevo recurso.

Hermenilda, hermana de Virginia, resume la situación así: “Este proyecto viene a contaminar y a destruir. No vemos ningún beneficio”.

En sus recomendaciones “para un nuevo marco de políticas”, la CMR establece la aceptación pública de estas obras como un factor “fundamental para un desarrollo equitativo y sustentable de recursos hídricos y energéticos”.

Una aceptación que, según este organismo, surge de que “se aborden los riesgos” y se reconozcan y salvaguarden “los derechos de todas las partes interesadas, en particular, pueblos indígenas y tribales, mujeres y otros grupos vulnerables, haciendo posible su participación informada en la toma de decisiones”.

Sandá va más allá y apuesta por un cambio de modelo energético que tenga en cuenta la protección de los recursos naturales y que “respete el modelo de desarrollo deseado por la población, especialmente la afectada por los proyectos de generación”. Y trae al debate términos como “ética”, “solidaridad”, “autogestión” y “manejo sostenible de las cuencas” para proponer una alternativa “técnica y económicamente viable”.

Si existen opciones, ¿por qué se sigue apostando por este tipo de centrales hidroeléctricas en El Salvador y en otras partes del mundo? ¿Qué otros intereses están detrás de estas decisiones? Desde luego, no los intereses de las mujeres, de la gente.