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Tras el infierno en Libia, vuelta a la casilla de salida

El grupo, a su llegada al aeropuerto de Banjul.

CIVIO / Eva Belmonte

  • Es una de las repatriaciones que están llevando a cabo la Organización Internacional de las Migraciones, la Unión Europea y los países de origen

Vuelven de lo que todos ellos describen como un infierno y, recién aterrizados, en el aeropuerto, les prometen un paraíso de cartón piedra. “No lo conseguisteis fuera, pero podéis ser millonarios en Gambia”, vocea el ministro gambiano de Juventud y Deportes, Henry Gomez, a las 230 compatriotas que acaban de bajar del vuelo chárter que les trae, desde Libia, de vuelta a casa.

Son las once de la noche en el aeropuerto de Banjul. Es una de las repatriaciones que están llevando a cabo la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), la Unión Europea y los países de origen en las últimas semanas en respuesta a las violaciones de derechos humanos documentadas en Libia.

La arenga, que interrumpe el proceso de control de documentación para la entrada al país, incluye promesas de puertas de despachos oficiales siempre abiertas y una llamada a la paciencia: “Ndanka ndanka moi japa gollo” (“poco a poco puedes cazar a un mono”, en wólof, uno de los idiomas locales).

 

Algunos prefieren mirar para otro lado y otros aplauden el discurso, y los vítores llegan cuando el ministro habla de las mujeres del país: “Cuando os fuisteis, el país estaba tan tranquilo y silencioso como un cementerio. Las mujeres no podían tener maridos… Ahora estais de vuelta y las mujeres serán felices”. Y es que la mayoría de los recién aterrizados son hombres jóvenes: de los 230, solo seis son niños y tres, mujeres.

Una de ellas va acompañada de tres niñas y un bebé, nacido en el viaje. Es de las primeras en pasar el control de documentación. Aunque Gambia es un país caluroso todo el año, es diciembre y de noche, y el frío, aunque ligero, empieza a apretar. Mientras rellena el papeleo, las dos más pequeñas se quedan dormidas a su lado envueltas en sus chaquetas. Hasta que llega su hermana, que acude al aeropuerto a recibirlas de vuelta para el reencuentro.

Omar tiene 13 años y viajaba con su padre. De Gambia a Senegal, a Mali, a Burkina Faso, Níger y Libia. Una travesía de casi un año, muy similar a la de sus compañeros de viaje. En un momento del camino tuvieron que pedir a su madre, que se quedó en Gambia, que enviara más fondos. Esta historia se repite: el dinero destinado al viaje siempre se queda corto y las familias tienen que enviar más y, en muchos casos, endeudarse o pasar hambre para pagar el enésimo soborno de los traficantes o sacarles de la cárcel. Cuenta casi de pasada que les trataron mal allí, pero de lo que de verdad quiere hablar es de las ganas que tiene de volver al colegio.

El resto son hombres jóvenes vestidos con el mismo chándal de algodón, en gris y marrón, que ha repartido la organización. Algunos hacen bromas con sus compañeros de viaje y celebran volver a estar en casa, otros miran al suelo. Pero todos están cansados. La mayoría acumula varios –dos, tres, cuatro, cinco…– intentos de llegar a Europa, desde Libia, a sus espaldas. Del pago a los traficantes al intento de cruzar, a la detención, a la cárcel, a los maltratos, al pago para salir de prisión, más dinero para volver a intentarlo, trabajo sin cobrar, venta como esclavos, detenciones, vuelta a salir, vuelta a pagar y a intentarlo… Y así, en bucle.

Abass tardó nueve meses en llegar a Trípoli. Tras cruzar todo el continente, llega el engaño de los traficantes: “Cogen tu dinero y no te dan nada a cambio”. Muy cerca, en la sala del aeropuerto en la que todos ellos esperan alojamiento para esta noche mientras comen unas galletas y beben un refresco de su pack de bienvenida, Ibrahim desarrolla la denuncia: “Te piden dinero para conectarte a alguien de un barco. Pagas dos, tres veces, y nunca cruzas”. Y, si lo consigues, las esperanzas de alcanzar Italia tampoco son muy halagüeñas: hasta finales de noviembre, 2.631 personas murieron en el mar al intentar completar esa ruta, según la OIM.

Ibrahim narra cómo meten a 150 personas en un barco que solo tiene capacidad para 50, con mal tiempo… Y cómo muchos murieron allí. “Lo llaman accidente”, dice, y medio sonríe. “No le dábamos dinero a nigerianos ni senegaleses, se lo dábamos a gambianos porque confiábamos en ellos y te meten en ese barco donde vas a morir”, reflexiona.

Denuncian asesinatos, maltrato y esclavitud en Libia

En mar o en tierra, una de las probabilidades era que fueran detenidos. Él fue arrestado en la playa, justo antes de intentar cruzar: “Atacaron el campamento. Dijeron que querían limpiar la nación, que querían limpiar el país de negros”. En las prisiones, apenas les daban de comer, (“te daban un trozo de pan un día y al día siguiente, nada”). Pero lo peor, según la historia de Ibrahim, era el trato: insultos, maltratos… “No hay misericordia”, afirma tajante. Hace cinco meses, dispararon a un gambiano frente a él. “No hizo nada, estaban discutiendo y le mataron”, narra.

Para salir esa vez de la cárcel, tuvo que pagar 25.000 dalasis (unos 450 euros), que envió su hermano desde Gambia. Y entonces, buscar trabajo para conseguir dinero y volverlo a intentar. Pero el problema llegaba siempre a la hora del cobro. Él, como el resto, denuncia que trabajaban durante meses y, tras varios retrasos, no les pagaban, pero que no podían hacer nada, porque quienes les engañaban jugaban con ventaja: estaban en su país. Un país “sin ley”, relata. “Pagas a un traficante en el que confías y te vende a los libios”, dice, “te tratan como a un esclavo”, añade.

Uno de sus compañeros de viaje se acerca y explica cómo también trabajó durante meses y, a la hora de cobrar, solo recibía una negativa y la mirada de un kalashnikov. Él estuvo ingresado en el hospital medio año por una herida de bala en la espalda. Le dispararon cuando huía para evitar una nueva detención. Mientras se toca la cicatriz, recuerda: “Gracias a dios que no estoy muerto, pero la mayoría de mis amigos gambianos murieron allí. Yo lo vi. Mucho de ellos”.

Ese fue uno de sus intentos, pero hubo tres más: detenido en el barco, en la playa o en la ciudad, vuelta a la cárcel, vuelta a pagar y vuelta a trabajar como un esclavo.

Ousman tiene 21 años. Su historia es muy similar a la del resto de sus compañeros y recuerda, entre otros tratos degradantes, cómo muchos libios se tapaban la nariz a su paso.

Todos ellos han destinado un año o más de sus vidas para cruzar a Europa. Han cambiado muchas cosas desde que emprendieron viaje. Cuando se fueron, el presidente de Gambia era el dictador Yahya Jammeh, en el poder durante más de 20 años, acusado de múltiples violaciones de derechos humanos, contra la libertad de prensa y la libertad sexual en el país. Hasta hace muy poco, había un solo canal de televisión. Era público. Ahora hay dos.

En enero de este año, Adama Barrow se convirtió en el nuevo presidente, elegido democráticamente en unas elecciones. “Vosotros trajísteis el cambio a este país, vosotros echásteis al anterior gobierno. Gambia es vuestra Gambia”, sigue arengando el ministro mientras el grupo de inmigrantes espera a que termine para seguir con el papeleo. Siempre es un buen momento para hacer campaña.

Ahora están de nuevo en la casilla de salida, después de una larga y dura travesía sin final feliz. ¿Volverías? Ibrahim tiene claro que no. Quiere volver a ser conductor. “He visto demasiadas cosas allí. Gente que muere en la prisión, palizas de muerte”. Ni piensa volver ni va a alentar a nadie, promete, para que pase por lo mismo.

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Nota: Este artículo ha sido publicado originalmente en Civio. Han colaborado Verónica Ramírez, Modou Lamin Ceesay y Muna Faye.

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