Te dicen que te llamas Beauty. Y tú aceptas, aunque en realidad sea otro tu nombre. Después de todo, desde que mataron a tus padres todo son problemas. Y creías que acabarían cuando apareció ese hombre que te dijo que era amigo de tu padre, que quería ayudarte, que tenía trabajo para ti. Y en Europa.
Y tú querías salir, ver mundo, crecer, trabajar, aprender. Así que aceptaste y prometiste a Ayelala, la diosa guardiana de la moral, que devolverías hasta la última moneda. Te entregaste al ritual del juju y estabas ilusionada y feliz. Ya tenías protección. Todo estaba listo para la gran aventura.
Hoy, en Benin City, tu ciudad natal, hay casas, calles enteras, hasta iglesias pagadas con las remesas de la trata.
Entonces tú qué sabías. Entonces, hace nada, eras una niña. Una semana después ya te llamas Beauty y estás en camino a Europa.
El amigo de tu padre te dice: “Soy tu marido”. Hasta que llegues a tu destino tienes que obedecerle. Eres suya. Luego oirás las historias de otras mujeres y sabrás que, al menos, fuiste solo suya. Así, durante el viaje solo te viola él. Pero llegáis a Marruecos y te obliga a acostarte con aquel policía, que es solo el primero. Luego vendrán muchos hombres más. “Mientras estemos aquí”, te dice, “hay que pagar los gastos”. La deuda crece cada día. Y menciona una cantidad que no sabes ni calcular. Eso es mucho dinero. No te tiene que recordar qué ocurrirá si no pagas. El juju.
Las víctimas de trata nigerianas son controladas a través del juju. En este ritual se sella un contrato espiritual que funciona a miles de kilómetros de distancia. El miedo a romper las promesas rituales, y el daño que ello puede conllevar para ti o tu familia, es tan grande, tan real, tan profundo, que hace innecesario otro control y blinda el silencio. Tienes que hacer lo que te dicen. Solo cuando hayas pagado volverás a ser libre.
Han pasado 17 meses desde que saliste de Nigeria. Y esta noche embarcas hacia España, en una barcaza de goma. Y no sabes nadar, y hace mucho frío. “Este es tu hijo”, te dicen. Pero realmente el bebé es de esa chica que sube a la patera con otro niño, idéntico. La violaron y ha tenido gemelos. Piensas que van a descubriros.
Llegas a la costa aterida y aterrada. Pero los blancos no se dan cuenta. De momento todo va tal y como se había ideado. Han creído que es tu hijo y por eso no te devuelven a Marruecos. Os llevan a un albergue. El plan estará completo cuando vuelvan a buscarte, se lleven al niño (no sabes si con su madre) y a ti te conduzcan a tu destino, al lugar donde tendrás que prostituirte para pagar tu deuda. “No tienes papeles”, te dicen. “Así que es lo único que podrás hacer”.
Hoy el truco de los bebés ya no se emplea porque los tratantes saben que a las mujeres les harán pruebas de ADN para demostrar que son las madres de esos niños y niñas.
Hoy te obligarían a hacer cualquier otra cosa. Y no podrías negarte.
Pero algo sale mal. Dos días después estás en comisaría. Te presentan a tu abogado. Te llevan ante una jueza. La madre del bebé te ha denunciado. Los policías piden prisión preventiva. Pasas nueve meses en la cárcel, hasta que el abogado te explica que ha llegado el día de tu juicio y que quedarás libre si aceptas que amenazaste a esa mujer. Tú no lo hiciste, pero firmas.
Lo de la libertad no era cierto. Te han vuelto a recluir. La policía te estaba esperando en la puerta de la cárcel. Te han traído a un lugar aún peor, que llaman Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE), para expulsarte a Nigeria. La noticia te destroza. No tienes ni uno de los miles de euros que dicen que debes. No has podido trabajar. No puedes cancelar tu deuda. Te pasarán cosas horribles si regresas porque no has cumplido la promesa hecha en el ritual del juju. No puedes volver. Ahora no.
Te derrumbas. Decides hablar. Suplicas que no te echen. Cuentas tu historia. Te escuchan. Te creen. Te ofrecen protección. Por fin has tenido algo de suerte. A la mayoría de las víctimas de trata nadie las cree y se quedan sin identificar.
Y ahora pides a la justicia que revise aquella condena. La ley es clara: no se puede castigar a las víctimas de trata por lo que los tratantes les hayan obligado a hacer. Nada podrá compensarte por el trato que te dieron, por la angustia de tus días de encierro. Pero quieres que reconozcan el error. Quieres que pidan perdón. Y, sobre todo, quieres que las cosas cambien.
Aún hoy muchas mujeres víctimas de trata no son identificadas, por lo que son encarceladas por los delitos que la red les obliga a cometer. Muchas son recluidas en un CIE y deportadas. Muchas acaban de nuevo en la red de trata. O muertas.
Para que esto no ocurra, para proteger y garantizar los derechos de las víctimas de trata –fundamentalmente mujeres y niñas– no basta con que los distintos agentes –policías, fiscales, juezas y jueces– persigan penalmente a los tratantes. Es imprescindible que aborden su tarea con un enfoque de derechos humanos: con sensibilidad, formación e información. Sin prejuicios ni estereotipos.
Deben saber qué es la trata, comprender que es un fenómeno complejo, que los tratantes se adaptan y sus prácticas mutan. Deben velar por la protección de las víctimas de las redes para evitar que también lo sean del sistema policial y de justicia. Y cuando se hayan vulnerado sus derechos, los tribunales deben procurar restablecer en lo posible la situación y otorgar las reparaciones que correspondan.
Beauty es un nombre ficticio. Todo lo demás es cierto. Women's Link Worldwide, en nombre y representación de Beauty, ha presentado un recurso ante el Tribunal Supremo esperando que se revise la condena, ya que por ley las víctimas de trata no pueden ser condenadas por delitos que han sido obligadas a cometer, y se la repare por la vulneración de derechos sufridos.