Gabriela García ha salido de trabajar a toda prisa un día más. Después de finalizar su jornada como empleada doméstica, corre a su casa para cocinar a tiempo una gran cazuela de arroz; a la vez come, ordena un poco y se escapa para recoger del colegio a su hijo mayor. “¿Dónde vas mamá?”, le pregunta uno de sus niños mientras la observa trajinar. “Me voy a repartir comida y a ver si tenemos que acoger a más gente”, le responde su madre este martes. “¿Más? ¡Aquí, no!”, contesta el pequeño, de dos años, sin aún entender muy bien quién es esa pareja que desde este sábado duerme en su salón.
Ella se ríe, cierra su carro y sale de casa dispuesta a servir la cena un día más frente a la sede del Samur Social, donde decenas de solicitantes de asilo han pasado la noche a la intemperie en Madrid durante las últimas semanas.
Desde este lunes, el número de personas que han dormido en la calle ante la falta de plazas oficiales se ha reducido notablemente, gracias a la acción de la parroquia San Carlos Borromeo y a varios vecinos que, tras observar a familias completas con niños abandonadas bajo la lluvia este sábado, decidieron abrir sus hogares. Mientras, las puertas de los recursos del Ayuntamiento y del Gobierno central se mantienen cerradas a la espera de la apertura de un nuevo centro de acogida en la sierra madrileña.
Algunas de las familias que acogen a los recién llegados, que están evitando su situación de calle ante el retraso de la prometida solución por parte del Ministerio de Trabajo y el Consistorio, se encuentran en riesgo de exclusión social. Carecen de una habitación concreta donde hospedarles, sufren para llegar a fin de mes, reciben apoyo para comprar sus propios alimentos o viven en España de manera irregular.
“Pero están sacando sofás de donde no hay”, resume Kena, miembro de la Red Popular Solidaria Latina-Carabanchel que ha apoyado a las mismas vecinas que hoy están haciendo un hueco en sus casas para quien lo necesita aún más. Como cada noche, ha quedado con Gabriela y María (nombre ficticio) en el barrio de La Latina para comprobar que ninguna persona duerme en la calle y, si es así, buscar una solución junto a otras asociaciones movilizadas: “Somos familias con problemas ayudando a familias con problemas”.
Gabriela ha llegado la primera y entrega platos de arroz caliente a las pocas personas que este martes pasaron por las afueras de la institución municipal. “Mi casa no es grande ni lujosa. Pero sí es una casa donde puedo acoger a gente que tiene menos que yo”, explica García, boliviana residente en España desde 2004. Conoció a Alejandra y Julián el pasado sábado, cuando se acercó a la sede del Samur Social de Madrid a echar una mano junto a sus compañeras de la RSP. Era sábado y llovía mucho. “Con la tormenta que había, me dije: ‘Yo no los dejo aquí’.
Cinco días después, Alejandra y su esposo continúan durmiendo en el sofá de Gabriela. “Gracias a dios que nos topamos con Gabi porque si no estaríamos deambulando. Nos da un lugar donde dormir, no importa que sea en el sillón con tal de no pasar la noche bajo la lluvia, con frío”, explica la mujer salvadorela por teléfono desde el hogar de la boliviana. El matrimonio escapó de El Salvador tras ser extorsionados por la policía de su país y recibir amenazas, según su testimonio.
Esta es la razón que les empujó a solicitar asilo en España, aunque aún esperan la formalización de la petición. La Administración les ha dado cita para mayo de 2020. Hasta entonces no pueden acceder al sistema estatal de acogida, dependiente del Ministerio de Trabajo.
“Mañana puedo ser yo la que necesite ayuda”
Mientras esperan por un recurso temporal a través del Ayuntamiento o cualquier otra solución, ahí está Gabriela y el resto de sus compañeras para colocar tiritas. “Hoy puedo estar, puedo tener un piso y mañana quedarme sin piso y con mis hijos en la calle.... Yo sé que va a haber otras personas que van a hacer lo mismo por mí”, reflexiona la mujer que los acoge. “Si las cosas vuelven a ir mal, sé que va a haber gente que me apoyará”, reitera la boliviana con cierto orgullo.
Dice “vuelven a ir mal” porque Gabriela ya ha pasado por momentos complicados, de los que aún resurgen coletazos. Mientras se resguarda de la lluvia junto a las instalaciones del Samur Social, siempre pegada a su carrito de poliespán cargado de comida, García recuerda sus primeros años en Madrid, durmiendo en “un trastero” alquilado en la vivienda de otra familia. “Dormíamos en una cama de 80 metros. Si uno se daba la vuelta, el otro se caía”, comenta entre risas.
“Nunca me he quedado sin techo; sin comer, sí”, describe la mujer. “Sé qué es pasar hambre y sé qué es sufrir”. Su situación económica empeoró cuando su marido cayó enfermo, por lo que dejó de trabajar y acabó perdiendo su tarjeta de residencia, sostiene García. “Mi marido no tiene papeles, es indocumentado y no puedo tramitar la reagrupación familiar porque no tengo un contrato de ocho horas”, lamenta Gabriela.
Sus ojos comienzan a enrojecerse cuando menciona las razones de la pérdida de los papeles de su esposo, que derivaron en esa época oscura que ahora le impulsa a estar, en plena noche y bajo la lluvia, en busca de personas a las que apoyar. “Tenía papeles, pero tiene un ojo de cristal… Cuando consiguió la documentación, le salió un trabajo con contrato, pero al mes se le infectó, se le engangrenó. Entonces empezamos a ir a médicos tras médicos… Ahí es cuando yo he sabido qué es no tener que comer. Luego le denegaron la residencia por falta de cotización y desde 2011 no tiene los papeles”, detalla Gabriela, quien mantiene a su familia como empleada doméstica y no tiene un salario fijo al mes, sino que depende del número de horas realizadas.
“Para mí es difícil. Solo tengo un contrato fijo de cuatro horas, y mi marido no tiene otro respaldo para regularizar su situación. Aunque ahora a él le están llamando más para trabajar como pintor”, agradece la mujer. “Si ahora puedo costearme un piso, es porque trabajo mucho, me deslomo, para llegar a hacerlo”.
En ese punto de inflexión entre la época más difícil de su familia y la actualidad, aparece la Red Popular de Solidaridad Latina-Carabanchel. Una amiga le habló de ellos y se acercó a preguntar. Fue cuando empezó a participar en la recogida de alimentos de la red: algunos miembros acuden al supermercado para informar a la gente de la situación de las 30 familias en riesgo de exclusión social que conforman la asociación y pedir la donación de comida. Entonces, comenzó a ahorrarse los cerca de 200 euros que gastaba en alimentación. Empezó a sentirse menos ahogada. “Sólo gasto en carne y patatas; nosotros tomamos mucha patata”, dice con alegría. “He estado muy mal y me han echado una mano. Son como mi segunda familia”.
Aunque su respuesta a la situación de los solicitantes de asilo es desinteresada, Gabriela reconoce confiar en el karma: “Por estas cosas que estoy haciendo sé que vamos a conseguir algo bueno”. Llega a pensar en arreglar el cuarto de su hijo, donde el niño pequeño se niega a dormir ante sus miedos nocturnos, para acomodar a las personas que pretende acoger en sustitución del único sofá que ahora puede ofrecerles. “Ahora metemos trastos, pero estamos pensando en habilitarla”.
Este miércoles, un día más, Gabriela ha salido pitando del trabajo. A las 16 horas llegó a una casa repleta de gente. Además de Julián y Alejandra, otra pareja había acudido al pequeño apartamento de la mujer boliviana para resguardarse del frío durante el día. Ha recibido a Leonardo y Marcela porque el albergue municipal donde han logrado quedarse las últimas noches solo permite pernoctar.
Entre tarea y tarea, la vecina boliviana tenía que recoger a su hijo mayor en el colegio. Mientras, Julian y Gabriela se encargaron de quedarse con el pequeño, el mismo que un día antes se extrañaba por la llegada de gente nueva a su casa.
Resuena el eco de aquella frase repetida hasta la saciedad por Gabriela: “Sé que en un futuro, si lo necesito, alguien me apoyará. Como a mí me echaron una mano entonces”.