“A las mujeres como Bintu los hombres les tenemos miedo”. Cuando a Fatoumata Bintu Correa le dicen que así hablan de ella sus vecinos -hombres- asume convencida que en su región natal, Kolda (Senegal), las cosas ya nunca serán igual. Se señala a sí misma con la mirada, sin apenas gesticular y dice: “Aquí me veis: soltera. No soy ya una mujer con la que ningún hombre quiera casarse”. Lo asume con una humildad y entereza digna de admirar si se echa un vistazo al entorno en el que Fatou ha decidido cambiar su destino: no es una ciudad europea, ni siquiera una capital africana, sino una región rural de la Casamance, en África Occidental, con altos niveles de pobreza, desnutrición y analfabetismo que afectan muy especialmente a las mujeres.
Comprender la carga de significado que tiene declararse feminista en las regiones rurales de África se hace difícil desde una mirada occidental. El riesgo de rebelarse contra tradiciones culturales y trazar el camino de la igualdad es perderlo todo: los vínculos con su familia, su comunidad y su etnia, lo que en cualquier sociedad occidental supondría una exclusión social absoluta, sin derechos ni reconocimiento ninguno.
La lucha de Fatoumata desde la tierra que le vio nacer, lejos de ser en vano, está resultando vital para las mujeres rurales de la región de Kolda. De hecho, se toma estos comentarios sobre ella como un pequeño paso adelante. “Petit à petit” (“poco a poco”), repite. El “miedo” del que hablan los hombres es un síntoma de que algunos empiezan a reconocer que como Fatou, muchas mujeres no van a aceptar más el rol de esposa sumisa, reproductora, cuidadora y a la vez productora sin ningún derecho para decidir absolutamente nada sobre sus cuerpos, sus hijos, su trabajo y su tiempo. Se enfrenta, con todo su coraje pero consciente de los duros sacrificios que supone para ella, a un entorno complejo en el que siempre las mujeres se llevan la peor parte: la familia decide por ellas con quién casarse, no se le permite su participación en las decisiones en la comunidad y no tienen ningún derecho sobre la tierra que trabajan.
Matida Daffeh, residente en la comunidad rural de Kerewan y originaria de Bulock, habla en los mismos términos que Fatou -“petit à petit”-, pero en inglés: “Slowly but gradually”. “Poco a poco”. Fatou y Matida se entienden entre ellas en la lengua wolof, pero hablan cada una de ellas otros cuatro idiomas. Las dos comparten la misma visión sobre cómo dar pasos hacia la igualdad pero cada una con su estilo. En el caso de Fatou, como una joven de Kolda más que desde su casa y su entorno familiar ha ido cambiando las cosas: ha conseguido salir a estudiar a Dakar para volver a la casa familiar y dar ejemplo de que se pueden lograr pequeños cambios con persistencia y sin perder el vínculo familiar y social. “Cuando mis propios hermanos no querían las tareas reservadas a las mujeres, como hacer la comida o sacar agua del pozo, les preguntaba: ¿lavas la ropa con el sexo o con las manos?”. En casa de Fatou, ahora se puede ver a los hombres lavar la ropa o hacer la comida.
Las tareas domésticas y el cuidado familiar se torna muy complejo en las comunidades rurales en Senegal, Gambia o Guinea Bissau: lo más esencial, como el agua potable, los campos de arroz -cultivo básico de la Casamance- el centro de salud o la escuela... siempre están a horas caminando de casa, todos los días.
En algunas comunidades rurales de Senegal como Ouassadou y Kéréwane, por ejemplo, las mujeres se hacen cargo del cuidado de un promedio de 14 personas, según una encuesta del convenio ATO-SAGE. La media nacional en Senegal es de 10 personas por familia. En el norte de Gambia hay familias de hasta 30 miembros, con una media de 15 ó 20 personas conviviendo en la misma casa familiar. Esto es así, en parte, porque existe la poligamia: la familia se “amplía” pero se comparte la vivienda. “Tener varias mujeres es mejor para ellas, porque para una sola es mucho trabajo y así pueden repartirse las tareas”, responden los hombres del pueblo de Salikene cuando se les pregunta por los motivos de la poligamia.
“Cuando te casas, declaras si tu matrimonio es monógamo o polígamo. En general, la poligamia la deciden las familias, quienes arreglan el matrimonio, pero cada vez hay más mujeres que ponen como condición que sea monógamo y menos parejas que se casan bajo el sistema poligámico”, dice Daniela Fonkatz, que trabaja con las mujeres rurales en las comunidades de la Casamance. Y añade otras cuestiones que cuentan: “La posición social de las mujeres en una familia -el número de esposas que son, si la primera o la segunda...- determina si tienes más o menos cargas domésticas, o incluso te libera de tener relaciones sexuales con tu marido. La negativa a mantenerlas no puede venir nunca de ellas. Pero una nueva esposa en la familia puede suponer menos dinero para sus gastos, porque el marido polígamo debe ser capaz de mantener económicamente a todas las mujeres con las que se casa”.
Matida reconoce sentirse profundamente afectada por los valores culturales de su comunidad. Habla rápido, de manera contundente y tan firme como sus convicciones: “Las mujeres tenemos derechos, y respetando mi cultura, hay cosas que ni siquiera están en ningún texto religioso, como el matrimonio forzoso, y cosas que no puedo más que repudiar, como la mutilación genital femenina.” Matida se emociona. Acaba de ser madre y recuerda su temor a que si daba a luz una niña, su familia le practicara la ablación, que ella misma sufrió de pequeña. Nació un niño. Pero la práctica sigue existiendo.
Las mujeres rurales dedican muchas horas de su apretada agenda diaria al campo. Concretamente, un promedio de 6,3 horas al día en Senegal, y 12 horas en Guinea Bissau. “Dime de qué sexo eres y te diré lo que cultivas”, puede decirse . Ellas quedan relegadas a lo que se come en casa. Serán los hombres los que se ocupen del maíz, mijo y algodón: la producción rentable cuyo excedente suele dedicarse a la venta. Tampoco tienen derecho a ser propietarias de la tierra. En Gambia, por ejemplo, sólo poseen el 8% de las tierras. Menos tierras, las de peor calidad y las más alejadas. Y están excluidas de los espacios en los que se toman las decisiones, también en el campo. Por si fuera poco, han llegado a algunas de estas comunidades empresas que acaparan tierras... ¿Qué tierras? Las que cultivan las mujeres, no sólo expulsándolas de las tierras arroceras, perdiendo su actividad productiva, sino despojándolas de su rol de proveedoras de alimentos, perdiendo su posición social y su prestigio en su comunidad.
Matida y Fatou trabajan ahora en las asociaciones ADWAC y FODDE, de Gambia y Senegal respectivamente, como responsables de que los derechos de las mujeres y el enfoque de igualdad esté presente en todas las actuaciones que llevan a cabo en las comunidades rurales de estas regiones transfronterizas. Queda mucho por hacer pero son conscientes que están cambiando mentalidades. Sobre todo las de los hombres. “En un taller que celebramos en Dijagoubou sobre la división sexual del trabajo algunos hombres se sintieron incómodos, pero fueron asumiendo la realidad y ahora son un modelo para la comunidad, y esto es muy importante para nosotras”, cuenta Fatou.
Matida torna serio su semblante, siempre alegre y sonriente, cuando habla de su recién nacido hijo, Aliu: “Mi marido ya tenía decidido su nombre, que por tradición lo elige su familia y la opinión de la mujer nunca cuenta. Pero es también mi hijo, no quise aceptar esta norma y me negué a que su nombre fuera el que la familia decidiera, conseguí hacerles entender que la madre tiene ese derecho”. Matida siente que ser un modelo de superación y aprendizaje, sobre todo para los más jóvenes, y lograr cambiar mentalidades, a base de sensibilidad, educación y comprensión “es una de las mejores cosas que me pueden pasar en la vida”. Coraje es la palabra que más repiten Matida y Fatou, coraje con en el que cada día despiertan las conciencias en la Casamance.